Esperanza

Insostenible. Volviendo a casa andando, a la mujer le venía esa palabra a la mente. Casa. Hacía sólo unos meses no hubiera llamado así al sitio donde ella y su pequeña familia vivían. Y mucho menos hogar. Y, sin embargo, ese inmundo sitio ahora lo era, su hogar, y el de su familia. La cabaña, la llamaban así, por negarse a llamarla chabola. La situación insostenible les había avocado a ese lugar. El gobierno insostenible, la economía insostenible, les habían volcado en ese lugar, como se vuelca la basura en los vertederos. Ahora creía entender lo que los ecologistas habían querido decir con lo de economía sostenible, mercado justo… Justicia. Insostenible también. Muy insostenible. Vale ya de insostenible, se dijo la mujer. Se enfadaba consigo misma y sus pensamientos incesantes y repetitivos.

Siguió andando camino abajo. Eso todavía podía hacerlo. Las piernas aún le sostenían y podía andar. ¿Qué otras cosas podía hacer? Mirar a los árboles. Levantó los ojos del camino para mirar a los árboles. La primavera había llegado y los árboles estaban llenos de verde, abarrotados de vida. Como todos los años. La naturaleza sí practicaba una economía sostenible. Nunca parecía haber de menos, siempre de más. Y, sin embargo, su familia no tenía suficiente para comer. Se le ocurrió de repente que eso no tenía sentido. ¿Por qué si la naturaleza producía en desbordante abundancia, su familia, y otras muchas familias, no tenían suficiente para comer? No tenía sentido. Le sorprendió esa inesperada comprensión y luego, de inmediato, se admiró de que nunca se le hubiera ocurrido antes.

Respiró hondo el verdor de los árboles, la limpia atmósfera del campo. Otra cosa que podía hacer: respirar. Cuántos conocidos, algunos amigos, un par de familiares, no podían decir lo mismo. Cuántos habían muerto de enfermedades, cuántos se habían suicidado. Unos cuantos… no, unos muchos, y sólo donde ella vivía. En las ciudades habían sido muchos más. Así que tenía suerte de que todavía podía hacer muchas cosas; sí, tenía mucho por lo que dar gracias. Por alguna razón, la idea de que tenía suerte y que tenía que dar gracias, le pareció muy cómica y se rió a carcajadas a solas por el camino. Hacía mucho que no se reía, pensaba que ya no podía. Pero, sí, otra cosa que todavía podía hacer. Iba a tener que contárselo a sus niños, que se quejaban de lo seria que estaba últimamente.

Llegó a casa, a la cabaña, muy cansada. El camino no había sido tan largo; solía andar tres veces más esa distancia sin tan siquiera faltarle el aliento hacía menos de un año, aunque pareciera un siglo. Pero el hambre cansa más que las distancias.

Los niños salieron a lo que ellos insistían en llamar “el jardín”, un terreno con malas hierbas en torno a la cabaña, hecha un tercio de ladrillos, un tercio de uralita, un tercio de plásticos varios. 

‘Mamááááá!!!! chillaban los tres mientras corrían hacía ella, la boca y los brazos abiertos de alegría. La boca abierta también de hambre, no pudo dejar de pensar la madre. La alegría era de verla, pero también de pensar que les traía algo para comer. Se agachó para abrazarlos y dejó que ellos la abrazaran. Un amasijo de personitas. El amor de sus niños alimentaba más que cien barras de pan, pero cómo le hubiera gustado tener una para darles a ellos. Mientras sostenía sus abrazos, a la madre le vino a la mente el cuento de Hansel y Gretel, y se vio a sí misma siendo la malvada madrastra, enviando a sus niños a un recado que les perdiese en el bosque para siempre. Les besó en la carita para disipar el perverso pensamiento. Vaya estupideces trepaban de las cloacas de su subconsciente. Como si no tuviese ya suficiente con la porquería a su alrededor.

Del bolsillo de su chaqueta sacó tres galletas que alguien le había dado en el centro del pueblo y le dio una a cada niño que, sorbiendo el aire, se dispusieron a devorar. Ella miró a otro lado; no podía soportar esa visión. Caminó hacia la cabaña y entró en ella. 

Su marido estaba agachado junto a lo que él llamaba la chimenea, y que quizás con el tiempo llegaría a serlo. Aquel invierno la habían utilizado durante el día, la mujer insistiendo en dejar la puerta de uralita abierta por miedo a los posibles efectos del humo, ya que la “chimenea” no tiraba bien. Durante la noche la apagaban y dormían todos juntos en el suelo de la única habitación, en el mismo colchón arrebujados bajo los edredones y las mantas que habían traído de lo que había sido su casa de cuatro habitaciones.

“¡Hola cariño!’ dijo él de buen humor, girando la cabeza para mirarla. ¿Cómo ha ido?”

“Mal,” contestó ella no queriendo mirar a su alrededor, la “casa” se le caía encima siempre que la observaba. “No he conseguido más que tres galletas.”

El hombre no dijo nada y se dio la vuelta para seguir chapuceando en la chimenea. 

“Vamos a tener que hacer algo, Carlos,” dijo la mujer.

“¿Hacer qué? ¿Robar?” dijo él con sorna.

“Bueno,” dijo ella. “Se nos acabaron las lentejas y las alubias. Algo tenemos que comer…”

“Vamos a plantar en el jardín…”

“¡En el jardín, en el jardín! ¿Dónde están las semillas? ¡Y no sabemos ni si esa tierra vale! ¡Y mientras tanto qué comemos!”

“Esta tarde iremos juntos al campo en busca de comida.”

“¡No, esta noche iremos tú y yo a buscar comida a las despensas de otros!”

Su marido se dio la vuelta en redondo. Agachado como estaba, perdió el equilibrio y se cayó de culo con las herramientas en la mano. Pero lo que más gracia hizo a su mujer fue la expresión de sorpresa en su cara. Se rió; cuando ponía esa cara, se parecía mucho a sus hijos.

“Sólo les vamos a quitar un poco, hombre. Hay gente que tiene mucho y nosotros no tenemos nada. ¿Qué vamos a hacer? ¿Morir? ¿Dejar a nuestros hijos morir?”

El hombre dejó las herramientas en el suelo, se levantó, dio un abrazo y un beso a su mujer,  y, sin decir nada, salió fuera de la casa. La mujer se quedó allí de pie. Cuando después de un rato se movió, vio un rayo de luz entrando por una de las rendijas de las tablas de madera de una de las paredes. Miró y vio que el haz de luz iluminaba la mesa y las sillas que había junto al colchón en el suelo. Por un momento, su cabaña le pareció un sitio agradable, un verdadero hogar y se preguntó qué significaba aquella visión, de dónde venía, quién la había puesto allí en medio de su desesperación.

Se fueron a dormir temprano, como siempre. No había mucho que hacer, o más bien no mucha energía para hacerlo, y cuando se duerme se olvida uno del hambre, y si no se olvida, se sueña con comer. Antes de dormirse, la mujer se acordó del vecindario donde solían vivir. Soñaba a menudo con él y con su antigua casa. Se durmió y esta vez soñó que se encontraba con una bosta de vaca encima del muro en el camino de vuelta a la cabaña, pero cuando se acercó resultó ser una tarta de chocolate de magnífico aspecto. Fue corriendo a buscar a los niños y a su marido para compartirlo y cuando volvieron el pastel ya no estaba allí. Pero entonces se dio cuenta de que soñaba y volvió a poner el pastel encima del muro. El nuevo era algo más pequeño y más seco, pero aún así estaba bueno y se lo comieron todo enseguida, “antes de que se convierta en caca de vaca”, dijo la mujer en sueños. 

A continuación, tuvo otro sueño. Éste sí era el sueño recurrente de la casa donde vivían antes; la que tendría que haber sido su casa para siempre. Soñó con la cinco familias que vivían con ellos en la misma manzana, a las cuales conocía muy poco. Al final de la manzana había un terreno baldío cuya propiedad compartían los vecinos a partes iguales, pero del cual no hacían uso. Décadas atrás, los primeros compradores de la urbanización se turnaban para cuidar del terreno. Había hierba y hasta una pequeña piscina comunitaria. Se reunían allí para charlar y dejar a sus hijos bañarse en la piscinita. Los niños de la vecindad se conocían bien y corrían libremente entre los jardines de las seis casas, saltando fácilmente por encima de las vallas de rejilla metálica, de no más de un metro de altas. A veces, uno de los niños se quedaba a comer en casa de los amiguitos. La madre sólo tenía que gritar calle arriba, o calle abajo, para avisar a la otra madre de que su hijo no iba a ir a casa a comer. 

Cuándo su marido y ella se trasladaron a vivir a esa manzana, en la casa al otro extremo del terreno comunitario, la urbanización ya se había transformado en edificios de dos pisos, separadas por muros de ladrillo de dos metros y medio. Sus niños nunca llegaron a conocer a los niños de los vecinos demasiado bien. Sólo dos familias tenían niños y eran o mayores o vinieron después de los suyos. Se encontraban en el verano, a veces en la calle, pero nunca fueron a sus casas y mucho menos a comer. Tampoco los niños de los vecinos vinieron a la suya.

Un día, una nueva familia vino a la casa adyacente al terreno, ahora lleno de abundante y espinosa maleza, que protegía a los niños del vecindario de caerse en la piscina vacía y ruinosa. Después de unos meses, los nuevos dueños ofrecieron comprar el terreno comunitario. Ya en el pasado alguien había hecho esa oferta, pero los vecinos no se habían puesto de acuerdo en aceptar el precio por considerarlo en su mayoría demasiado bajo. Lo mismo ocurrió con la propuesta de los nuevos vecinos: no ofrecieron suficiente dinero. A la mujer y su marido les había parecido suficiente, no sólo porque lo necesitaban para pagar al banco la hipoteca atrasada, si no porque les parecía lo justo: vendérselo a la familia que ya vivía allí. “El dinero no lo es todo”, dijo la mujer a sus vecinos, “a ellos les conocemos, son nuestros vecinos y quieren poner un huerto para dar de comer a sus niños”. Pero la miraron como si la cabeza no le funcionase bien, así que decidió no mencionar lo que de verdad pensaba, que dárselo a sus vecinos (aún sin conocerles) era cuestión de ley natural. Seguramente la hubieran enviado a un manicomio, y no les hubiera culpado del todo, ya que ni ella misma sabía lo que quería decir con aquello de ley natural, ni de dónde lo había sacado.

Pero en su sueño no se estaba acordando del pasado. Ahora soñaba que ella y su familia se trasladaban a ese terreno y metían su cabaña dentro de la piscina sin que los vecinos les viesen. Por las noches irían quitando las zarzas de alrededor y cultivarían la fértil tierra debajo sin que nadie se diese cuenta. La avaricia rompe el saco, pensó en sueños. Y se despertó.

Todavía era noche cerrada. Su marido respiraba pausadamente a su lado en el colchón, dormido. El pequeño Miguel dormía entre los dos, tan profundamente que no se le oía ni respirar. La mujer sentía a su hija Remiela, pegada a su espalda, también dormida. Levantó la cabeza y adivinó a su hijo mayor, Gabriel, durmiendo a la derecha del padre. La mujer se fue levantando, poco a poco, como el agua que se escurre entre los espaguetis. Ya de pie, observó el bulto oscuro que hacía su familia en el suelo, maravillada de que siguieran durmiendo apaciblemente, como si éste fuese el mejor de los mundos. Les tapó bien antes de ponerse los zapatos y el abrigo. De noche la chaqueta no sería suficiente.

Salió de la cabaña y miró la noche iluminada por la luna casi llena. Se acordó de los versos del poema: en una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, oh dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. Su madre le había enseñado esos versos siendo niña. Se había olvidado del resto del poema. Su alma, separada de ella, perdida en algún rincón del universo; en su pecho, encogido, el corazón le latía bajito.

Anduvo hasta su antigua calle y la recorrió ignorando casi perfectamente su casa en la esquina; algo que había practicado en su mente muchas veces en los últimos meses. Las luces de las casas estaban apagadas, lo que no era extraño dada las altas horas de la noche, pero las farolas también estaban apagadas; algo a lo que la mujer todavía no se había acostumbrado: la noche iluminada sólo por la luna, cuando había luna. 

Llegó a la otra esquina de la manzana; la esquina del terreno en desuso. Habían construido un muro de piedra de un metro y medio de altura alrededor que no le impidió ver el huerto descubierto. A la luz de la luna parecía magnífico, abarrotado de cosechas diversas y abundantes, con árboles frutales en las cuatro esquinas. La cancilla de entrada al huerto estaba cerrada, pero no tenía candado, ni llave, ni siquiera un pasador. Después de pensarlo unos momentos y observar la casa de al lado a oscuras y en silencio, abrió despacio la cancilla y entró en el huerto. Chirrió un poco, como un gato maullando suavemente. La mujer caminó de puntillas, mirando al suelo para no pisar nada valioso. Siendo abril en tierras frías, la mayoría de las cosas que había crecían bajo tierra. Le pareció ver plantas de patatas, zanahorias, cebollas… Vio otras cosas por encima de la tierra: coles, espinacas, acelgas… No lo pudo resistir, se agachó para arrancar unas hojas. Son para mis niños, les decía a los desconocidos dueños del jardín en su mente, que quieren comer y no es justo que pasen hambre. Nunca se lo hubiese imaginado, un año atrás, que en su país, la mayoría de los niños pasarían hambre, igual que siempre había visto en la televisión que la pasaban los niños en los países del Tercer Mundo. Ahora el Tercer Mundo había llegado a éste.

De repente, bajo la luz nocturna vio el rojo de las fresas. Qué raro, se dijo, fresas ya, por aquí. Pero no había estado haciendo frío. Se agachó, cogió una y se la metió en la boca. 

“Buenas noches,” dijo una voz de hombre. La mujer casi se atragantó con la fresa. Levantó la mirada y vio al hombre sentado en una silla en el jardín de la casa de al lado. Se dio cuenta entonces  de que ya no había separación entre la casa y el terreno como estaba antes.

“Buenas noches,” susurró ella, y en seguida: “lo siento”. Levantó las hojas de espinaca en su mano derecha. “Son para mis niños, tienen…”

“Excepto la fresa,” dijo él. “La fresa fue para ti.”

La mujer no supo que decir. Sentía ganas de llorar. No podía decir que su intención en un primer momento no había sido robar; sabía muy bien que había salido de su chabola en medio de la noche para robar. Estaba tan cansada que no tenía fuerzas ni para enfadarse.

“Un momento,” dijo el hombre levantándose de la silla. “¿Tú no eres Esperanza?”

“Sí,” dijo ella.

“No me lo puedo creer,” dijo él y empezó a reírse. “Soy Antonio ¿No me reconoces?”

“Sí,” contestó ella. “Ahora sí. No sabía que seguíais viviendo aquí.”

“Sí, aquí seguimos, Natalia, los niños y yo. Espera que voy a llamar a Natalia, no se lo va a creer…”

“No, no la despiertes. Ya me voy, mira, toma tus espinacas.”

“No seas tonta, llévatelas, pero no te vayas, déjame que te explique, anda, ven y siéntate, mientras despierto a Natalia…”

Antonio no se fue hasta que Esperanza se hubiese sentado y luego entró apresurado en su casa. Al medio minuto salió con Natalia en camisón y con pelos de loca.

Esperanza se levantó de la silla.

“¿Pero cómo estás chica?” dijo la otra mujer con una gran sonrisa. Cuando vio la cara de su antigua vecina, la abrazó. Esperanza empezó a llorar calladamente.

“¿Sabes qué estábamos diciendo esta tarde Natalia y yo?,” le dijo Antonio sin perder la excitación en su voz. Se volvió hacia su mujer.

“¿Qué te dije Nat? ¿Eh? ¿Qué te dije que necesitábamos recuperar?.” Antonio se empezó a reír otra vez.

“Shhh, Antonio, vas a despertar a los vecinos!” susurró su mujer.

“Qué vecinos? ¡Si ya no tenemos! ¡Díselo, anda!”

“Díselo tú, Antonio, pero baja la voz.”

“Vale, pues le dije: ‘necesitamos esperanza’.” 

La mujer no reaccionó.

“Tenemos que recuperar la esperanza, le dije ¡y aquí estás!” exclamó Antonio, haciendo el gesto de “aquí estás”: los brazos estirados delante de él, manos abiertas, palmas hacia arriba.

La mujer permaneció callada. Tanta alegría le confundía. Le confundía especialmente en relación a su nombre. Para ella su nombre no era más que un nombre y, ciertamente, no se relacionaba a sí misma con la esperanza.

“Esperanza” dijo Natalia suavemente. “¿Dónde está tu familia?”

La mujer tragó saliva y no dijo nada. Sus antiguos vecinos esperaron con paciencia.

Por fin, Esperanza explicó dónde estaban los suyos y por-qué estaban allí. Cuando terminó, más lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas. Le parecía que en su pecho había un pozo inagotable de lágrimas que no dejaba de desbordarse.

“¿Por qué no volvéis a vuestra antigua casa, Esperanza?” preguntó Antonio, ya sin asomo de humor en su voz. “Ahora no vive nadie ahí”.

“Es verdad,” le alentó Natalia. “Somos los únicos en el vecindario y no creo que estas casas se vuelvan a habitar en mucho tiempo, Esperanza. No tiene ningún sentido que viváis en esas condiciones con todas estas casas vacías, que ya no pertenecen a nadie.”

“Ni siquiera a los bancos,” añadió Antonio.

“A nosotros nos encantaría teneros de nuevo como vecinos,” dijo Natalia.

“Sí, a vosotros sí, porque tampoco queremos a cualquiera,” explicó Antonio, entrándole la risa otra vez.

“La tierra en esta zona es buena para cultivar,” dijo Natalia.

“Ya era casi nuestra casa,” musitó Esperanza.

“Era vuestra casa,” dijo Natalia. “Y lo sigue siendo.”

“¿Pero eso no es ilegal?” preguntó Esperanza.

“Puede que sí,” aceptó Antonio. “Pero es justo.”

La mujer pensó en los suyos, dormidos en el colchón sobre el suelo y el corazón se le hinchó de amor. Su cabaña no era tan mala en realidad. Había sido muy dura con ella, cuando les había permitido sobrevivir el invierno. Pero su antigua casa, con el fértil jardín que podían convertir en huerto, era mucho mejor.

“Anda” dijo Natalia. “Veníos a desayunar mañana”.

“Hoy”, corrigió Antonio.

“Eso, hoy, y hablamos otra vez. A los niños les encantará ver a los vuestros. Se encuentran un poco solos y aburridos aquí.”

La mujer estaba pensando.

“¿Esperanza?” preguntó Antonio.

Sí, se dijo la mujer, soy Esperanza, no me gastéis el nombre.

“Sí”, dijo en voz alta. “Les voy a buscar ahora mismo”.

Vivi, 16 diciembre 2021

© Viviana Guinarte 2021