
No hay en el mundo mayor entrega y una muestra más grande de amor absoluto que la de mi perra por su dueño. Ella le eligió a él, no a mí. Muestra su pasión más ciega y lo hace con todas las células de su cuerpo. A cada momento, todos los minutos del día nos enseña lo que es la devoción pura, la adoración extrema con todo su ser. Yo admiro esa disposición con recelo porque no soy el objeto central de esa apasionada relación; estoy ahí, la presencio y acepto a regañadientes; la comento, a veces me río cuando llega al paroxismo, pero he claudicado. Soy la segundona.
No es que no me quiera, me mira con ternura, me aprecia y cuando alguien menciona algo de salir a la calle sé que cuenta conmigo, se dirige a mí suplicante pero no salta por la correa, no baja atropellada, de dos en dos, los escalones de la terraza para de un vuelo plantarse delante de la verja del jardín jadeando a la espera de que su paseador, enganche la correa al collar, abra la puerta y salga con ella. Conmigo es algo más tibia, conmigo esos aspavientos no los hace.
Fuimos a buscarla en cuanto nos dijeron que se podía separar de su madre a un pequeño pueblo de Segovia y desde entonces, pegada al olor de una camiseta vieja de “su padre” se empapó de su olor y se convirtió en parte de él para siempre. Sociable hasta la médula y zampona por demás, podría decirse que esas son las dos cualidades más sobresalientes, las que más la identifican por encima del resto.
Es, al menos para mí, una preciosa mezcla de labrador con cualquier otra raza; negra, de tamaño mediano, rápida, nerviosa y muy musculada. Cuando se cruzan con ella dos objetos de atención prometedores nunca sabe por cual decidirse y redobla su ímpetu como si con ello pudiera alcanzarlos a los dos a la vez de un solo golpe. Adora el agua, embarrarse y correr libre por el campo todo lo que dan sus patas como si quisiera atravesar de una vez los confines del bosque. Su carácter no deja indiferente a nadie y generalmente va por ahí haciendo amigos.
Suspira fuerte cuando no está de acuerdo con algo y al dormir ronca y sueña aparatosamente con peleas o persecuciones dramáticas estremeciéndose y temblando durante las mismas. Tiene a mi lado su hueco en el sofá, debidamente protegido, pero no es raro que se suba encima de mí para admirar mucho más de cerca y con arrobo al objeto de su devoción continua, su líder. Creemos que es una perra consentida y feliz, dramática y celosa, demandante y afectuosa. Sé que son muchos y muy humanos los rasgos que enumero de su temperamento, quizá los haría suficientes para la interpretación pero no exagero nada al describirla. Supongo que todos los dueños de mascotas del mundo creen que las suyas están dotadas de gran personalidad y dotes extraordinarios.
Una noche recibí la llamada de su dueño que volvía del trabajo. Fue una conversación algo atropellada por la urgencia de la situación. Ya habíamos hablado sobre aquel tema, supongo que para iniciarme con cuidado y pacientemente acerca de otra nueva adquisición. Sutilmente conducida hacia la trampa la pregunta no pudo ser más directa: ¿puedo llevar a casa el gatito que me encontré en la calle? Recibida así la noticia, a plomo, creo que se hizo un silencio largo al otro lado del teléfono, lo suficientemente largo como para que me preguntaran ¿sigues ahí? Calibrando la respuesta y confrontándola con lo que se me venía encima solo acerté a responder: pero cariño, ¿tú no odiabas los gatos? No sé si con la edad se han atemperado las filias y las fobias de mi querido compañero pero esta vez no contestó a mi pregunta, supongo que calibrando, también él, la respuesta.
Como pude confirmar después se trataba de un pequeñín que, separado de su madre por motivos desconocidos, acabó haciendo noche guarecido bajo unos tablones de madera en la misma calle en la que trabajaba su “próximo dueño”. La verdad es que seguramente no habría tenido muchas posibilidades de supervivencia a pocos metros de la carretera principal. Totalmente acorralada y cogida por sorpresa expresé algo en alto, yo me oí decirlo. Di mi consentimiento a la entrada del gatito en el zoológico familiar. Esa misma noche, por eso corría prisa, se estrenó en casa el nuevo miembro. Asustado e inquieto después de algo menos de media hora de viaje, y como supe después inspeccionando nerviosamente el coche durante el trayecto, pudimos al fin acomodarle entre nosotros en la cama como un paquetito y agotado por la novedad de la experiencia pudimos descansar por fin los tres.
La que no había dado su aprobación, ni había sido invitada a votación alguna, fue nuestra perra. Y nos lo hizo saber; nerviosa y también profundamente contrariada por la nueva adquisición se mostró mohína y terca en un principio porque tenía que acostumbrarse pacientemente a no ser nunca más el único sujeto de atenciones y mimos de la casa. Juguetón e infantil el gatín no pareció percibir las hostilidades de su “prima” sino que la tomó como una obligada compañera de juegos, chinchándola a cada momento y debilitando poco a poco las reticencias iniciales de la antigua reina de la casa. Totalmente destronada fue acostumbrándose a la nueva situación moderando su carácter hasta que estos dos insólitos compañeros a la fuerza se hayan convertido al fin en los mejores amigos, superados totalmente sus primeros desencuentros.

Tengo que decir que aunque el pequeñín nunca dejó de ser un incordio para ella siempre fue desde el principio el primero que corría al encuentro de la gran jefa para jugar. Ella se ha hecho rogar y, displicente, le dirigía algún que otro bufido de reprimenda para que el intruso tomase la distancia oportuna y de paso darse ella la debida importancia. El mini-tigre aún en periodo de perfeccionar su fiero rugido a lo más que llegaba es a propinar inofensivos zarpazos que no parecían molestar demasiado a su cada vez más paciente y resignada compañera de juegos. Tengo que decir que para quien no resultaban inocentes del todo esos arañazos era para el dueño de ambos que desde entonces sufre en sus carnes numerosos desgarros, pues decididamente el pequeño agresor ha comprendido que a superior contrincante debía emplearse con mayor rigor y contundencia, sin miramientos. Así que desde el principio no ha escatimado esfuerzos en sus continuas ofensivas lanzadas contra su rescatador y usa como debe sus poderosas herramientas.
Las agresiones del pequeñín y las duras respuestas de su dueño a veces alcanzan una magnitud que me obligan a disolver el juego, cosa que parece afectar mucho a los dos. Alguna vez después de poner paz entre ellos, la fiera salta sobre su amo sin preaviso cogiéndole totalmente despistado para después salir huyendo en previsión de nuevas represalias. La verdad es que es un espectáculo verles a ambos, medirse de rival a rival con estas muestras de dominio por el entorno, una lucha por el liderazgo entre los varones de la casa. Las dos féminas hace tiempo claudicamos de esa absurda contienda. Nos contentamos con hacer lo que queremos sin que ellos lo noten demasiado. Distraídos en la importancia de quien ha de ser nombrado campeón-líder-dirigente, una reacción muy masculina de siempre, nosotras aprovechamos para llevar las riendas de la casa con discreción. Dejamos en sus manos los aspectos más importantes como ganar, tener razón y llevarse el gato al agua… No, esa no ha sido una gran comparación, ha sido una desafortunada expresión, mi pobre gatito.
Con todo, de entre las cosas a las que no voy a ceder más es a la entrada de cualquier otro ser en mi casa. Tengo la seguridad absoluta, y así lo he expresado varias veces con una vehemencia que no deja lugar a dudas: no voy a acoger a nadie más, ya sea guacamayo, galápago o tucán. Ya somos muchos en casa, somos quizá demasiados la perra, el gato, el inglés y yo.

Petu, 24 julio 2022

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