Un par de llaves

Un par de llaves, Petu, 2022

A veces recuperamos una situación del pasado, pensamos en ella y nos damos cuenta de lo absurda que es. La hemos creado nosotros y no queremos decírnoslo para no añadir a nuestra lista más cosas con las que avergonzarnos. Así en la memoria queda a salvo el recuerdo y nuestro orgullo dañado también. Ahora intento, mientras escribo, no dejarme nada por embarazoso que fuera para mí. Y esto es lo que he rescatado del pasado.

En cierta ocasión un amigo que nos había hecho una visita había tenido un despiste: se había dejado olvidado algo que necesitaba. No vivíamos en la misma ciudad pero aprovechando que yo iba a ver a mi padre enfermo a Madrid, que era donde ambos residían, quedamos allí el siguiente fin de semana. Le pedí que se acercara a casa de mis padres y fijamos una hora que nos viniese bien a los dos. La cosa era de lo más simple, nos saludábamos, le devolvía lo suyo y el se volvía a su casa y yo a echar un ojo por aquí, que era para lo que había venido: la cuidadora de mi padre se tomaba el día libre y vine a hacerle compañía aquella tarde. No revestía la menor complicación; fácil, fácil.

Entre dos despistados redomados se creó un extraño campo de fuerza, se liberó una energía que se apoderó de la situación y el absurdo estaba servido.

Unas llaves que tenía que devolver, las mías que no cogí y la torpeza de cerrar la puerta; un acto reflejo que se realiza sin pensar y se sigue con la conversación porque no se repara en ello enseguida. Como habíamos decidido hablar en el descansillo de la escalera para  evitar que mi  padre se quedara solo, seguimos con la conversación sabiendo que iba a ser rápida pues cada uno volvería a lo suyo de antes. La cosa se alarga unos minutos nada más, él se mete en el ascensor y yo me doy la vuelta para volver a entrar, con unas  llaves que  no  tenía, a una puerta cerrada. No claro, no llevo el móvil. De pronto te haces cargo de lo que ha pasado y te entran sudores fríos en el otoño más cálido. No entras en pánico pero te aceleras para buscar una solución. ¿Cómo das a una palanquita y retrocedes en el tiempo, agarras las llaves y el móvil y ya está? Ya has perdido esa opción. 

Un rato tocando el timbre no resolvió nada. Mi padre, muy duro de oído y en la otra punta de la casa no daba señales, ninguna respuesta. Cambié la secuencia de timbrazos por si era más audible para él. Nada. A cada timbrazo el silencio por respuesta.

Fui barajando otras posibilidades. Los vecinos. Era un poco vergonzoso, reconocer mi torpeza a mí misma era facilísimo, llevaba toda una vida haciéndolo, al resto me fastidiaba algo más. ¿Había otras opciones? ¡No podía quedarme toda la tarde sentada en las escaleras como un adolescente al que sus padres han castigado por haber llegado tarde a casa! 

Armada de valor y avergonzada llamé al timbre de la puerta de al lado. Muy amables salieron a ayudarme y me preguntaron qué era lo que necesitaba. Les conté como pude lo que me pasaba y estuvimos un rato aporreando la puerta a la vez que tocábamos salvajemente el timbre. Nada. Fue como querer obtener respuestas de una piedra. Lo peor es que, con su amabilidad, se habían visto involucrados en el absurdo y ya éramos tres. Me invitaron a pasar, me ofrecieron algo para beber y hablamos de cambiar de táctica. 

-Podríamos llamar por teléfono, dijeron ellos muy acertadamente. 

Mi padre se sentaba al lado y a veces el tabique hacía de caja de resonancia. Nos pareció la mejor opción. Eso y abrir la ventana y gritar cerca de él eran las dos últimas posibilidades que barajábamos. Por fin la estrategia del teléfono funcionó y mi padre cogió el auricular. Muy extrañado me comentó: 

-¡Pues no he oído nada! 

-Anda, ábreme la puerta, le dije.

Agradecí a mis colaboradores ocasionales su amabilidad y sus desvelos y me metí en casa de nuevo. 

En aquella época, con el progreso de su enfermedad, debió atravesar con gran dificultad nuestro largo pasillo que se encontraba justo al otro lado de donde generalmente se sentaba. Evitábamos que hiciera todo esto sin vigilancia para estar cerca de él por si tropezaba. Tampoco queríamos dejarle solo durante las horas libres de la cuidadora; pero claro, entre unas cosas y otras, el pobre llevaba solo alrededor de tres cuartos de hora. Un rato más haciéndole compañía y coincidí con la cuidadora a la que pude contarle lo que había pasado. Me despedí de los dos y volví a coger el tren que me llevaría de vuelta a casa.

Todo el viaje tuve la sensación de que mi ofrecimiento no había servido para nada. Sí, pensé, devolví unas llaves a su dueño, sin embargo, la razón de ser de bajar a Madrid era cuidar de un enfermo, que había permanecido sin vigilancia un tiempo en el que podría haberse caído o haberle pasado algo grave. A veces se tuercen las cosas aunque vayas con la mejor intención. 

Hoy, volviendo a recordar el episodio, siento una oleada de afecto, al pensar todo lo que vino después, que hizo de su enfermedad un proceso largo y penoso, sobre todo para él, pero también  para todos nosotros. Me trae a la memoria esos vecinos, al lado de los que viví muchos años y que me ayudaron tanto en aquella ocasión, y sobre todo le recuerdo a él que ya, al igual que mi padre, no se encuentra entre nosotros. Mi recuerdo va por ellos. 

Petu, 6 de junio 2022

Favourite Toys — Juguetes Favoritos

Most of my favourite toys are surrounded by a story. Sometimes the toy is the centre of the story, sometimes an accessory. But, in any case, it shines in there like a mysterious symbol of beauty and wisdom.

When there’s no particular story attached, the image of the toy floats freely around in the mental sea of my childhood. For example, I can think of three of my most enjoyed toys from around the time I was ten to twelve, which simply provided endless hours of stimulating fun, although now I wouldn’t know how to make them work if my life depended on it: the Hulla hoop, the Rubik’s cube and a board game called Mastermind —I lie: there is a little story involving one of my many cheap hulla hoops but it’s a bit gruesome and I’ll leave it, perhaps for some other time. Suffices to say that the story had a happy ending for all concerned.

Other examples of toys swimming in a sea of unencumbered happiness are: baby doll Pepin, the pedal car, the shoebox-sized tv set (it wasn’t a toy and it belonged to the whole family), the black Nancy doll, the multi-purpose plastic ball… This last one does elicit a couple of anecdotes but only poignant to those interested in 1980’s precursors to today’s challenge games, or Actor’s Studio’s-type drama exercises designed by children, or the peculiarities of boxer dogs, or all of the above, so I will leave it in the drawer keeping company to the killer hulla hoop.

The toys with the real stories are: 

— The teddy bear I got the day I was born, who could growl but lost its voice after spending a whole winter up an orange tree and now lives with the plush one-eyed cat I gave my mom on her third to last birthday (it had two eyes when I bought it. I don’t remember how it happened to lose one but my teddy had nothing to do with it; they were good friends from the get-go.)

— The first picture book, which flew with me on my first air flight when I was three and seemed to mysteriously disappear in mid-air. I only know I had it because I remember looking at its wondrous illustrations during that flight, and I only remember the flight because I remember looking at the book while I was on a plane, and it could only be that plane flying to Spain from Germany on 1968.

— The toy pram forcibly left behind after having played with it only for a few days (at least in my mind) because we had to leave the country and had to fit all our possessions in a car (a Citröen 2CV, I think, although it could’ve been a later, bigger model).

— The house made by mum out of a biscuit cardboard box when I was in bed with one of the childhood illnesses and which was destroyed by a hydra that took possession of mum for a few moments while I was not doing my homework.

— The first bike, white, small and pretty, which my grandpa bought for me to the dismay of my mother and aunt, who were counting on his pension to buy bare necessities.

— The second bike, a red BH my mum got me after an all straight A’s 4th grade, which got stolen but then retrieved when I was walking along the path by the almond tree fields. Some children and the woman with the burned-out face who I had seen many times in the neighbourhood but who I had never talked to were walking along the same path in the opposite direction. The burned woman was carrying my bike by the handlebar. She readily gave it to me when I started screaming it was mine. She assured me she didn’t know. 

— The third bike, another BMX. It also got stolen and it also got found, this time by my proactive detective work, of which I remember being very proud of at the time. Not so proud of making a little gitana girl cry because she was so frightened of her parents reaction at her older brother being found out for stealing a bike. I assured her I wasn’t going to tell the police.

I remember being naked on the beach. My mum wanted my brother and I to be naked on the beach —after all, it was Ibiza in the 70’s. The other children weren’t naked, not on that beach, but after the few initial minutes, I didn’t mind that much. I felt equally naked and equally dressed all the time, whether I had clothes on or not. I felt as if my skin was thick and deep blue, like the one of that Indian god’s. 

I would lie on the warm sand and observed the dung beetles do their work by the dunes for hours. Oh, their scent and their perfect beauty! All those toys I mentioned are treasures in the picture book of my life. What of the treasures that cannot be stolen, lost, spoiled or left behind because they weren’t yours to keep, simply there for you to enjoy and then let go? And aren’t all toys merely apparent possessions, simply there for us to enjoy and then let go?

Vivi, January 20th 2022

Juguetes favoritos

La mayoría de mis juguetes favoritos, ya que escoger uno sería un disgusto para los demás, están rodeados de una historia. A veces el juguete es el centro de la historia, a veces un accesorio. Pero, en cualquier caso, brilla ahí dentro como un misterioso símbolo de belleza y sabiduría.

Cuando no hay una historia concreta, la imagen del juguete flota libremente en el mar mental de mi infancia. Por ejemplo, se me ocurren tres de los juguetes que más me gustaron entre los diez y los doce años, y que simplemente me proporcionaban interminables horas de diversión estimulante, aunque ahora no sabría hacerlos funcionar ni aunque me fuera la vida en ello: el Hulla hoop, el cubo de Rubik y un juego de mesa llamado Mastermind —miento: hay una pequeña historia relacionada con uno de mis muchos Hulla hoops baratos, pero es un poco truculenta y la dejaré, quizá, para otra ocasión. Baste decir que la historia tuvo un final feliz para todos los implicados.

Otros ejemplos de juguetes que nadan en un mar de felicidad sin obstáculos son: el muñeco Pepín, el coche de pedales, el televisor del tamaño de una caja de zapatos (no era un juguete y pertenecía a toda la familia), la muñeca Nancy negra, la pelota de plástico multiusos… Esta última sí que suscita un par de anécdotas, pero sólo conmovedoras para quienes se interesen por los precursores ochenteros de los actuales juegos de reto, o por los ejercicios teatrales tipo Actor’s Studio diseñados por niños, o por las peculiaridades de los perros bóxer, o por todo lo anterior, así que lo dejaré en el cajón haciendo compañía al hulla hoop asesino.

Los juguetes con verdaderas historias son: 

– El oso de peluche que me regalaron el día que nací, que podía gruñir pero que perdió la voz después de pasar todo un invierno subido a un naranjo y que ahora vive con el gato de peluche tuerto que le regalé a mi madre en su antepenúltimo cumpleaños (tenía dos ojos cuando lo compré. No recuerdo cómo fue que perdió uno, pero mi oso de peluche no tuvo nada que ver; fueron buenos amigos desde el principio).

– El primer libro ilustrado, que viajó conmigo en mi primer vuelo en avión cuando tenía tres años y que al parecer desapareció misteriosamente en el aire. Sólo sé que lo tenía porque recuerdo haber mirado sus maravillosas ilustraciones durante ese vuelo, y sólo recuerdo el vuelo porque recuerdo haber mirado el libro mientras iba en un avión, y sólo podía ser ese avión en el que volaba a España desde Alemania en 1968.

– El cochecito de bebé de juguete, abandonado a la fuerza después de haber jugado con él sólo unos días (al menos en mi mente) porque teníamos que salir del país y debían cabernos todas nuestras pertenencias en un coche (un Citröen 2CV, creo, aunque podría haber sido un modelo posterior más grande).

– La casa hecha por mamá con una caja de cartón de galletas cuando yo estaba en cama con una de las enfermedades de la infancia y que fue destruida por una hidra que se apoderó de mi madre durante unos momentos mientras yo no hacía los deberes.

– La primera bicicleta, blanca, pequeña y bonita, que me compró mi abuelo para consternación de mi madre y mi tía, que contaban con su pensión para comprar lo más necesario. (Esta bicicleta se menciona en otra historia llamada Gracia, o Grace).

– La segunda bicicleta, una BH roja que me regaló mi madre después de haber sacado todo sobresaliente en 4º de primaria, que me robaron pero que luego recuperé cuando paseaba por el camino junto a los campos de almendros. Unos niños y la mujer con la cara quemada, que había visto muchas veces en el barrio pero con la que nunca había hablado, iban por el mismo camino en dirección contraria. La mujer quemada llevaba mi bicicleta por el manillar. Me la dio de buena gana cuando empecé a gritar que era mía. Me aseguró que no lo sabía. 

– La tercera bicicleta, otra bicicross. También me la robaron y también la encontré, esta vez gracias a mi proactiva labor detectivesca, de la que recuerdo estar muy orgullosa en aquel momento. No tan orgullosa de haber hecho llorar a una niña gitana porque estaba muy asustada por la posible reacción de sus padres al ser descubierto su hermano mayor por robar una bicicleta. Le aseguré que no iba a decírselo a la policía.

Recuerdo estar desnuda en la playa. Mi madre quería que mi hermano y yo estuviéramos desnudos en la playa; después de todo, era Ibiza en los años 70. Los otros niños no estaban desnudos, no en esa playa, pero después de los pocos minutos iniciales, no me importó mucho. Me sentía igualmente desnuda y vestida a la vez todo el tiempo, tuviera o no ropa puesta. Sentía como si mi piel fuera gruesa y de un azul intenso, como la de aquel dios indio. 

Me tumbaba en la cálida arena y observaba a los escarabajos peloteros hacer su trabajo junto a las dunas durante horas. ¡Oh, su olor y su perfecta belleza! Todos esos juguetes que he mencionado son tesoros en el libro de imágenes de mi vida. ¿Y qué hay de los tesoros que no se pueden robar, perder, estropear o dejar atrás porque no eran tuyos para conservarlos, simplemente estaban ahí para que los disfrutaras y luego los dejaras ir? ¿Y no son todos los juguetes meras posesiones aparentes, simplemente para que los disfrutemos y luego los dejemos ir?

Vivi, 20 enero 2022

©Viviana Guinarte

Juguete favorito

He sido afortunada con eso de los juguetes. He disfrutado de muchos, de los míos y de los de mis hermanos. No sé muy bien si he tenido juegos favoritos o momentos favoritos en los que jugaba con un montón de cosas que no necesariamente eran juguetes.

Mis juguetes favoritos… creo que fueron aquellos con los que pasaba horas y horas las mañanas de los sábados y domingos de mi infancia. Pero no consigo decidirme por uno solo, ¡imposible! Hay mil, entre ellos una muñeca especial que sale en alguna de mis fotos antiguas, mi primer peluche que aún conservo con todas sus calvas, el cine de juguete que fue todo un descubrimiento, el juego de construcciones de mi hermano.  

¿Puedo incluir las pinturas en esa lista? Nos pasábamos las horas cantando y oyendo cuentos con el tocadiscos, mientras manchábamos y manchábamos hojas de papel y, eventualmente, la sufrida moqueta azul gris que fue testigo de toda mi infancia ya estuviéramos sentados, tumbados, apoyados de lado. Mis recuerdos también giran alrededor de dos viejos puffs de fibra trenzada y piel de vaca en la parte de arriba. Los utilizábamos para rodar sobre ellos pero nunca fueron un verdadero asiento. 

El momento más temido y pesado: recogerlo todo en un gran cajón forrado de aironfix de “terciopelo” verde y adornado con remaches de metal. Un poco antes de eso, y vacío el cajón, también nos metíamos dentro en innumerables ocasiones convirtiéndolo en un barco, no sé si pirata o no. Dentro de casa esos fueron nuestros “trastos.” 

Cuando hacía bueno salíamos al Retiro cargados de bicis, triciclos, patines, cubos y palas pero sobre todo ropa para rebozarnos bien en la tierra. Empocilgados, que decía mi padre, y que nosotros siempre entendimos como hasta arriba de porquería. El mejor regalo de un niño: disfrutar sin tener que preocuparte de las manchas, la ropa y los zapatos. Venir como si lo hicieras de la guerra pero con una sonrisa de oreja a oreja. Insuperable. 

No puedo reducir mi lista a un solo juguete, han sido tantos que es muy difícil hasta hacer una pequeña selección, pero creo que los juguetes en nuestra casa han sido muy disfrutados, muy compartidos y también sacados de su uso habitual en numerosas ocasiones. Hemos exprimido todos y cada uno de los que llegaron a casa fueran para nosotros o para otro de los hermanos. Reciclados, heredados, intercambiados, casi todos muy especiales por eso me resisto a decir uno. Me quedo con los momentos vividos, con esos recuerdos y, como niño glotón, con todos los juguetes que poblaron mi infancia.

Petu, 8 enero 2022

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