
Hace mucho, algunas décadas ya, me propuse tres actividades para hacerlas algún día: bucear, montar a caballo y volar en ala delta. Las he ido desechando todas debido, fundamentalmente, a que con los años poseo menos espíritu aventurero. Recuerdo perfectamente cómo he ido descartando cada una de las tres y el mismo hecho de no seguir adelante con ellas siempre ha estado muy bien sustentado.
Unos amigos empezaron en una época un curso de buceo y solo los requisitos que me iban adelantando ya me chirriaban de entrada. Además de supervisar todos los aspectos que uno pueda imaginarse está el hecho de que la percepción del tiempo en el fondo del mar confunde completamente los sentidos; hay que luchar contra ello para tener control sobre cuánto puedes estar ahí abajo, y eso no es algo que vaya conmigo en absoluto, porque en el día a día pierdo la noción de los minutos una y mil veces. El estrés que todo eso podría provocarme alteraría profundamente la sensación de ingravidez, la ausencia de preocupaciones, circunstancias que según los expertos son las mejores y más placenteras que este deporte tiene para ofrecer a sus seguidores.
No creo que yo sintiera como sensaciones predominantes bajo el agua, y en estas extremas condiciones, relajación total, seguridad y vigilancia absoluta de la situación. Entrar en materia con toda esa parafernalia no me pareció nada tranquilizador y me daría muy pocas oportunidades de disfrutar. No me veo repitiéndolo tampoco, ya que someterme a ese proceso una sola vez y conseguirlo me arrancaría un ¡puf, prueba superada! y a volcar mis expectativas en algo muy diferente y con menos tensiones.
Como en todo, el prodigio de la repetición trae consigo la destreza, necesaria para disfrutar con lo que haces; hay que alcanzar cierta habilidad. Pero no se convierte en hábito aquello que aterroriza experimentar y éste es el quid de la cuestión. El dominio de la actividad se va colando poco a poco y se acrecienta la ilusión por realizarla, se valora y se percibe como algo divertido pasado un tiempo. Vamos, que el disfrute es directamente proporcional a su nivel de práctica. Descartado pues el submarinismo puedo, no obstante, intentarlo a una escala menor: el snorkel, te quedas sin aire y subes sin más; no hay, creo, mayor misterio.
Por esa misma época entré por casualidad en una clase teórica de ala delta que iba ya por la mitad. Buscábamos a un amigo que estaba en esa clase y el profe y los compañeros nos pidieron que nos quedásemos hasta que terminara. El nivel de complejidad era tal que empecé a pensar que la inseguridad que sentiría ahí arriba en el aire sería sin duda mayor que la que la que podía vivir en el agua. Yo al menos me manejo nadando y lo de volar me quedó muy grande enseguida con las explicaciones que daba el profesor. La pizarra llena de fórmulas me desilusionó rápido. Había que aplicar leyes de física que siempre luche por aprender en el colegio; en vano, por cierto.
Lo de montar a caballo sí lo probé, pero la experiencia no resultó mejor que esas otras dos que nunca intenté. Me animó a ir una amiga que ya era asidua e iba a pasar la mañana con más gente en un centro de equitación muy cerca de mi zona. Ni corta ni perezosa, pues ya me había deshecho de mis otros dos deseos, acudí al evento muy contenta y algo más segura de mí misma. Me pareció la ocasión pintiparada de poner en práctica al menos una de mis tres propuestas iniciales. El día salió frío, pero precioso, luminoso y sin viento. El entorno insuperable, así que después de adjudicarme el más manso de los caballos empezamos el paseo.
El grupo constaba de ocho personas y todas habían tenido una experiencia previa, así que yo era la manta, la del final. Solo me dieron un par de recomendaciones y, sin más preámbulos, nos pusimos en marcha. Desde luego no vi pizarra alguna, ni desalentadoras fórmulas con las que tener que completar el paseo y al iniciar el trote no me resultó demasiado peligroso.
En un momento dado mi caballo se detuvo sin que hubiera por medio recomendación alguna y empezó a comer hierba y beber de un riachuelo mientras los otros seguían su camino. Como tuve ocasión de saber después el animal, igual de consciente que yo de mi falta de pericia, me estaba poniendo a prueba. A gritos llamé a la instructora para que me echara un cable; instructora que a mí nada me había ilustrado y que iba delante del todo, lejos por si yo la necesitaba; perderme en semejantes circunstancias era otra cosa que avivaba mis temores cuando sentía tanta inseguridad en lo que estaba haciendo.
Me asignó como ayuda puntual a un compañero que azuzó al caballo para que siguiera adelante con el resto y sorteamos el problema. Sin embargo al llegar a un recodo la profesora señaló que era el momento de empezar un galope suave. Uno de los pocos consejos que ella me dio es que a su voz de “al galope” yo no espoleara al caballo y que éste seguiría sin más la ruta ya conocida, pero al trote. Desde luego no me pareció que conociera con profundidad la psicología de mi animal, ya que reaccionó completamente al contrario de sus pronósticos. Probablemente con la ruta tantas veces repetida mi brioso corcel se entregó, con una pasión desbordante, a una carrera que para mí resultó todo un suplicio.
No negaré que empecé a chillar como una poseída, aunque nadie pareció oírme. Las otras enseñanzas que me adelantaron antes de salir eran: una postura correcta, bien erguida, sin tirar en exceso de las riendas, pues eso podía herir al caballo, y procurar que las rodillas siempre estuvieran apretando los flancos del caballo. Procurando apretar a fondo como me decían, y estando yo por entonces en plena forma, por el rabillo del ojo veía que no era así, que mis piernas volaban separadas del caballo al menos medio metro. Parecía recién salida de una película de dibujos animados, fiel reflejo de como pintan a los novatos cabalgando sin control y moviendo las piernas arriba y abajo como si te hubieran recomendado hacerlo así y no al contrario.
Completamente convencida de que tampoco había nacido para esto intenté relajarme y no tirar de las riendas, que es lo que me pedía el cuerpo; pero no sabía qué hacer para que ese animal parara, o al menos aminorara la marcha y no me tirara de la silla. A cada rebote un respingo de dolor, que me hacía pensar que iba a salir volando con mis piernas moviéndose como alas de mariposa; pero también haciendo lo posible por colocarme para no perder, con cada trompazo, ni postura ni compostura. Si yo tuve especial cuidado por no dañar al caballo, no parece que él hiciera lo mismo por mí pues, envalentonado al ver que yo no oponía ninguna resistencia, seguía terco una marcha que no solo no estaba yo en condiciones de seguir, sino que cada vez tenía menos fuerzas para afrontarla.
Después de minutos que se me hicieron horas el “apacible” paseo tocó a su fin y pude descabalgar mucho más trabajosamente de lo que me hubiera gustado admitir y, contenta de verme por fin lejos de mi potro de tortura y de aquella “grata” actividad, regresé destrozada a casa. Toda la tarde estuve en un duermevela tirada en el sillón con las cachas magulladas por los golpes y el esfuerzo. Al día siguiente mucho peor, al dolor se le añadieron las agujetas en las piernas; aunque por como saltaban parecía mentira que fuera por apretarlas contra el caballo.
No es que no recomiende todas éstas actividades, al contrario, me consta que pueden convertirse en algo muy placentero, pero el adiestramiento debería empezar a una edad temprana para que luego se convierta en algo agradable; es como el esquí y los idiomas, también tengo mis vivencias al respecto, pero eso ya es otra historia. A partir de esas experiencias sigo eligiendo, con mucho cuidado, otras actividades en las que creo rendiría más y desempeñaría mejor; aquellas que, de momento, no me he vetado, pero se inclinan más por tomar clases de pintura, cerámica y cosas así. No quiero correr riesgos…
Petu, 17 enero 2022

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