Él y sus mascotas

Petu, 2022

No hay en el mundo mayor entrega y una muestra más grande de amor absoluto que la de mi perra por su dueño. Ella le eligió a él, no a mí. Muestra su pasión más ciega y lo hace con todas las células de su cuerpo. A cada momento, todos los minutos del día nos enseña lo que es la devoción pura, la adoración extrema con todo su ser. Yo admiro esa disposición con recelo porque no soy el objeto central de esa apasionada relación; estoy ahí, la presencio y acepto a regañadientes; la comento, a veces me río cuando llega al paroxismo, pero he claudicado. Soy la segundona.

No es que no me quiera, me mira con ternura, me aprecia y cuando alguien menciona algo de salir a la calle sé que cuenta conmigo, se dirige a mí suplicante pero no salta por la correa, no baja atropellada, de dos en dos, los escalones de la terraza para de un vuelo plantarse delante de la verja del jardín jadeando a la espera de que su paseador, enganche la correa al collar, abra la puerta y salga con ella. Conmigo es algo más tibia, conmigo esos aspavientos no los hace.

Fuimos a buscarla en cuanto nos dijeron que se podía separar de su madre a un pequeño pueblo de Segovia y desde entonces, pegada al olor de una camiseta vieja de “su padre” se empapó de su olor y se convirtió en parte de él para siempre. Sociable hasta la médula y zampona por demás, podría decirse que esas son las dos cualidades más sobresalientes, las que más la identifican por encima del resto.

Es, al menos para mí, una preciosa mezcla de labrador con cualquier otra raza; negra, de tamaño mediano, rápida, nerviosa y muy musculada. Cuando se cruzan con ella dos objetos de atención prometedores nunca sabe por cual decidirse y redobla su ímpetu como si con ello pudiera alcanzarlos a los dos a la vez de un solo golpe. Adora el agua, embarrarse y correr libre por el campo todo lo que dan sus patas como si quisiera atravesar de una vez los confines del bosque. Su carácter no deja indiferente a nadie y generalmente va por ahí haciendo amigos.

Suspira fuerte cuando no está de acuerdo con algo y al dormir ronca y sueña aparatosamente con peleas o persecuciones dramáticas estremeciéndose y temblando durante las mismas. Tiene a mi lado su hueco en el sofá, debidamente protegido, pero no es raro que se suba encima de mí para admirar mucho más de cerca y con arrobo al objeto de su devoción continua, su líder. Creemos que es una perra consentida y feliz, dramática y celosa, demandante y afectuosa. Sé que son muchos y muy humanos los rasgos que enumero de su temperamento, quizá los haría suficientes para la interpretación pero no exagero nada al describirla. Supongo que todos los dueños de mascotas del mundo creen que las suyas están dotadas de gran personalidad y dotes extraordinarios.

Una noche recibí la llamada de su dueño que volvía del trabajo. Fue una conversación algo atropellada por la urgencia de la situación. Ya habíamos hablado sobre aquel tema, supongo que para iniciarme con cuidado y pacientemente acerca de otra nueva adquisición. Sutilmente conducida hacia la trampa la pregunta no pudo ser más directa: ¿puedo llevar a casa el gatito que me encontré en la calle? Recibida así la noticia, a plomo, creo que se hizo un silencio largo al otro lado del teléfono, lo suficientemente largo como para que me preguntaran ¿sigues ahí? Calibrando la respuesta y confrontándola con lo que se me venía encima solo acerté a responder: pero cariño, ¿tú no odiabas los gatos? No sé si con la edad se han atemperado las filias y las fobias de mi querido compañero pero esta vez no contestó a mi pregunta, supongo que calibrando, también él, la respuesta. 

Como pude confirmar después se trataba de un pequeñín que, separado de su madre por motivos desconocidos, acabó haciendo noche guarecido bajo unos tablones de madera en la misma calle en la que trabajaba su “próximo dueño”. La verdad es que seguramente no habría tenido muchas posibilidades de supervivencia a pocos metros de la carretera principal. Totalmente acorralada y cogida por sorpresa expresé algo en alto, yo me oí decirlo. Di mi consentimiento a la entrada del gatito en el zoológico familiar. Esa misma noche, por eso corría prisa, se estrenó en casa el nuevo miembro. Asustado e inquieto después de algo menos de media hora de viaje, y como supe después inspeccionando nerviosamente el coche durante el trayecto, pudimos al fin acomodarle entre nosotros en la cama como un paquetito y agotado por la novedad de la experiencia pudimos descansar por fin los tres.

La que no había dado su aprobación, ni había sido invitada a votación alguna, fue nuestra perra. Y nos lo hizo saber; nerviosa y también profundamente contrariada por la nueva adquisición se mostró mohína y terca en un principio porque tenía que acostumbrarse pacientemente a no ser nunca más el único sujeto de atenciones y mimos de la casa. Juguetón e infantil el gatín no pareció percibir las hostilidades de su “prima” sino que la tomó como una obligada compañera de juegos, chinchándola a cada momento y debilitando poco a poco las reticencias iniciales de la antigua reina de la casa. Totalmente destronada fue acostumbrándose a la nueva situación moderando su carácter hasta que estos dos insólitos compañeros a la fuerza se hayan convertido al fin en los mejores amigos, superados totalmente sus primeros desencuentros.

Petu, 2022

Tengo que decir que aunque el pequeñín nunca dejó de ser un incordio para ella siempre fue desde el principio el primero que corría al encuentro de la gran jefa para jugar. Ella se ha hecho rogar y, displicente, le dirigía algún que otro bufido de reprimenda para que el intruso tomase la distancia oportuna y de paso darse ella la debida importancia. El mini-tigre aún en periodo de perfeccionar su fiero rugido a lo más que llegaba es a propinar inofensivos zarpazos que no parecían molestar demasiado a su cada vez más paciente y resignada compañera de juegos. Tengo que decir que para quien no resultaban inocentes del todo esos arañazos era para el dueño de ambos que desde entonces sufre en sus carnes numerosos desgarros, pues decididamente el pequeño agresor ha comprendido que a superior contrincante debía emplearse con mayor rigor y contundencia, sin miramientos. Así que desde el principio no ha escatimado esfuerzos en sus continuas ofensivas lanzadas contra su rescatador y usa como debe sus poderosas herramientas. 

Las agresiones del pequeñín y las duras respuestas de su dueño a veces alcanzan una magnitud que me obligan a disolver el juego, cosa que parece afectar mucho a los dos. Alguna vez después de poner paz entre ellos, la fiera salta sobre su amo sin preaviso cogiéndole totalmente despistado para después salir huyendo en previsión de nuevas represalias. La verdad es que es un espectáculo verles a ambos, medirse de rival a rival con estas muestras de dominio por el entorno, una lucha por el liderazgo entre los varones de la casa. Las dos féminas hace tiempo claudicamos de esa absurda contienda. Nos contentamos con hacer lo que queremos sin que ellos lo noten demasiado. Distraídos en la importancia de quien ha de ser nombrado campeón-líder-dirigente, una reacción muy masculina de siempre, nosotras aprovechamos para llevar las riendas de la casa con discreción. Dejamos en sus manos los aspectos más importantes como ganar, tener razón y llevarse el gato al agua… No, esa no ha sido una gran comparación, ha sido una desafortunada expresión, mi pobre gatito.

Con todo, de entre las cosas a las que no voy a ceder más es a la entrada de cualquier otro ser en mi casa. Tengo la seguridad absoluta, y así lo he expresado varias veces con una vehemencia que no deja lugar a dudas: no voy a acoger a nadie más, ya sea guacamayo, galápago o tucán. Ya somos muchos en casa, somos quizá demasiados la perra, el gato, el inglés y yo.

Petu, 2022

Petu, 24 julio 2022

Con una capita de polvo marrón

Petu, 2022

Hoy hemos amanecido raro, el cielo aparecía marrón, el campo tenía una densa lámina de polvo. Mis árboles favoritos, mis lugares perfectos eran todos una deslucida imagen de color sepia. Dicen que es polvo del Sáhara pero parece una foto antigua, una estampa trasnochada en la que todo sale viejo y con apariencia borrosa. En las fotos me gusta, en la naturaleza no.

Mi paisaje, el de todos, debe ser nítido; el cielo debe lucir su mejor azul, el campo bien verde en invierno, un verde jugoso y húmedo; de color amarillo, el de la paja, cuando hace calor, blanco solo cuando nieva y poco más. Nada de desteñidos ni paletas de tonos raros. No quiero otras representaciones extrañas y menos si son desvaídas.

Además de triste esta mañana el paisaje estaba más silencioso, era como una negativa a asimilar este cambio que parece que no solo me disgustaba a mí. Parece que ese disgusto se había extendido a otros, más o menos protagonistas de nuestro querido entorno. No lo recibí como esa tranquilidad tan agradable que se produce después de una intensa nevada en la que los sonidos se amortiguan y la calma y el reposo se adueñan de toda la naturaleza y también de uno mismo; esto no era igual, esto no era sino una afonía en la que todo se queda mudo por desconfianza, para mostrar su desaprobación y sospecha.

Hoy permanecer asomada a la ventana requería un plus de atrevimiento para afrontar esta distorsión, a mi juicio grave. No me encontraba con ánimos después de ver el panorama que me rodeaba. Para mí quedarme mirando y preguntándome qué era esto supuso un himno a la osadía. Por eso hoy no me recreé mucho mirando al exterior, hoy no necesitaba una gran excusa para dedicarme a otras cosas enseguida. Y quise cambiar de tema, entretenerme en otros quehaceres y evadirme, pero no podía. Seguía terca con lo mismo y no podía separarme de la imagen plana, marrón y triste que me perseguía desde la ventana.

El ánimo también amaneció turbio como si desde ese insólito cielo nos empujaran hacia abajo, como si hubiéramos ganado todos algo de peso, perdido talla, o las dos cosas a la vez. De momento no sé cómo hacerle frente a nada de esto y me estrujo la cabeza para desintoxicarme de polvo y de pesadumbre emocional. Pero algo tengo que hacer para sacudirme ambos. Porque hay un no sé qué de bolero en todo el ambiente desde entonces. 

Petu, 2022

Tristeza y melancolía que me traslada, con cierto remordimiento, a imaginar como avanzaba la vida antes; y contemplo el que tuvo que ser un transcurrir lento y esforzado de nuestros ancestros como contrapartida a este devenir apresurado y superficial, que se pega a nuestros días como otra piel encima de la nuestra, mientras corre desaforado intentando dejarnos atrás continuamente. Pero aunque en sus fotos nos muestre una realidad coloreada de  marrón, apagada y tenue, los vivos colores desprovistos de contaminación del entorno de nuestros abuelos no eran así de desvaídos, solo lo son sus fotos.

Tengo la intención de cambiar de planteamientos y fijar los términos en los que voy a indagar para no despistarme con estas nuevas señales del paisaje que ya veo que no me van a echar una mano. El caso es que el resultado no compensa de momento, las ideas van y vienen en desordenado batiburrillo; como el polvo que cambia de sitio cuando lo limpias en casa; el aire enrarecido lo vuelve todo más espeso y no se te ocurra añadir agua ahora porque podrías vértelas con el dichoso barro. 

Así las cosas tenemos que hacer doble esfuerzo para aclarar conceptos, y yo aprovecho para hacerme las mismas preguntas de siempre pero de una manera mucho más intuitiva. Las respuestas, que tendrán mucho que ver con las que voy a necesitar ahora, serán idóneas para esa limpieza general. Mientras sigo enredada en mis pensamientos intento pillar desprevenida esa desafortunada imagen que me devuelve la ventana, y de vez en cuando me asomo rápida para ver si ese color tan incómodo se ha disipado un poco. 

La idea de dejarme llevar por la tristeza del día no me gusta mucho y me apena pensar más en ello, así que lo primero que me planteo es subir un poco los ánimos, “des-aplastarme”. Bailar no puedo, por prescripción médica, pero poner música y cantar… ¿quién me lo impide? Voy a tener una mañana de derrotar ese polvo extraño y lo haré a conciencia pero sin el plumero. Ahora lo que menos me apetece tomar es un batido de cacao, bastante tengo hoy con la arenisca de chocolate; hoy creo que va a ser un gran vaso de horchata, a ver si con ella desbloqueo este sopor, blanqueo un poco el paisaje y me libro por unas horas del desencanto.

Petu, 26 junio 2022

Vivi, 2022

Un par de llaves

Un par de llaves, Petu, 2022

A veces recuperamos una situación del pasado, pensamos en ella y nos damos cuenta de lo absurda que es. La hemos creado nosotros y no queremos decírnoslo para no añadir a nuestra lista más cosas con las que avergonzarnos. Así en la memoria queda a salvo el recuerdo y nuestro orgullo dañado también. Ahora intento, mientras escribo, no dejarme nada por embarazoso que fuera para mí. Y esto es lo que he rescatado del pasado.

En cierta ocasión un amigo que nos había hecho una visita había tenido un despiste: se había dejado olvidado algo que necesitaba. No vivíamos en la misma ciudad pero aprovechando que yo iba a ver a mi padre enfermo a Madrid, que era donde ambos residían, quedamos allí el siguiente fin de semana. Le pedí que se acercara a casa de mis padres y fijamos una hora que nos viniese bien a los dos. La cosa era de lo más simple, nos saludábamos, le devolvía lo suyo y el se volvía a su casa y yo a echar un ojo por aquí, que era para lo que había venido: la cuidadora de mi padre se tomaba el día libre y vine a hacerle compañía aquella tarde. No revestía la menor complicación; fácil, fácil.

Entre dos despistados redomados se creó un extraño campo de fuerza, se liberó una energía que se apoderó de la situación y el absurdo estaba servido.

Unas llaves que tenía que devolver, las mías que no cogí y la torpeza de cerrar la puerta; un acto reflejo que se realiza sin pensar y se sigue con la conversación porque no se repara en ello enseguida. Como habíamos decidido hablar en el descansillo de la escalera para  evitar que mi  padre se quedara solo, seguimos con la conversación sabiendo que iba a ser rápida pues cada uno volvería a lo suyo de antes. La cosa se alarga unos minutos nada más, él se mete en el ascensor y yo me doy la vuelta para volver a entrar, con unas  llaves que  no  tenía, a una puerta cerrada. No claro, no llevo el móvil. De pronto te haces cargo de lo que ha pasado y te entran sudores fríos en el otoño más cálido. No entras en pánico pero te aceleras para buscar una solución. ¿Cómo das a una palanquita y retrocedes en el tiempo, agarras las llaves y el móvil y ya está? Ya has perdido esa opción. 

Un rato tocando el timbre no resolvió nada. Mi padre, muy duro de oído y en la otra punta de la casa no daba señales, ninguna respuesta. Cambié la secuencia de timbrazos por si era más audible para él. Nada. A cada timbrazo el silencio por respuesta.

Fui barajando otras posibilidades. Los vecinos. Era un poco vergonzoso, reconocer mi torpeza a mí misma era facilísimo, llevaba toda una vida haciéndolo, al resto me fastidiaba algo más. ¿Había otras opciones? ¡No podía quedarme toda la tarde sentada en las escaleras como un adolescente al que sus padres han castigado por haber llegado tarde a casa! 

Armada de valor y avergonzada llamé al timbre de la puerta de al lado. Muy amables salieron a ayudarme y me preguntaron qué era lo que necesitaba. Les conté como pude lo que me pasaba y estuvimos un rato aporreando la puerta a la vez que tocábamos salvajemente el timbre. Nada. Fue como querer obtener respuestas de una piedra. Lo peor es que, con su amabilidad, se habían visto involucrados en el absurdo y ya éramos tres. Me invitaron a pasar, me ofrecieron algo para beber y hablamos de cambiar de táctica. 

-Podríamos llamar por teléfono, dijeron ellos muy acertadamente. 

Mi padre se sentaba al lado y a veces el tabique hacía de caja de resonancia. Nos pareció la mejor opción. Eso y abrir la ventana y gritar cerca de él eran las dos últimas posibilidades que barajábamos. Por fin la estrategia del teléfono funcionó y mi padre cogió el auricular. Muy extrañado me comentó: 

-¡Pues no he oído nada! 

-Anda, ábreme la puerta, le dije.

Agradecí a mis colaboradores ocasionales su amabilidad y sus desvelos y me metí en casa de nuevo. 

En aquella época, con el progreso de su enfermedad, debió atravesar con gran dificultad nuestro largo pasillo que se encontraba justo al otro lado de donde generalmente se sentaba. Evitábamos que hiciera todo esto sin vigilancia para estar cerca de él por si tropezaba. Tampoco queríamos dejarle solo durante las horas libres de la cuidadora; pero claro, entre unas cosas y otras, el pobre llevaba solo alrededor de tres cuartos de hora. Un rato más haciéndole compañía y coincidí con la cuidadora a la que pude contarle lo que había pasado. Me despedí de los dos y volví a coger el tren que me llevaría de vuelta a casa.

Todo el viaje tuve la sensación de que mi ofrecimiento no había servido para nada. Sí, pensé, devolví unas llaves a su dueño, sin embargo, la razón de ser de bajar a Madrid era cuidar de un enfermo, que había permanecido sin vigilancia un tiempo en el que podría haberse caído o haberle pasado algo grave. A veces se tuercen las cosas aunque vayas con la mejor intención. 

Hoy, volviendo a recordar el episodio, siento una oleada de afecto, al pensar todo lo que vino después, que hizo de su enfermedad un proceso largo y penoso, sobre todo para él, pero también  para todos nosotros. Me trae a la memoria esos vecinos, al lado de los que viví muchos años y que me ayudaron tanto en aquella ocasión, y sobre todo le recuerdo a él que ya, al igual que mi padre, no se encuentra entre nosotros. Mi recuerdo va por ellos. 

Petu, 6 de junio 2022

Confusiones, despistes y malentendidos

He tenido varios cuñados en mi vida pero ninguno con una vis cómica tan pronunciada como éste al que me refiero. Provisto de gran sentido del humor y férreo perseguidor de chanzas, o quizá también perseguido tenazmente por ellas, se caracteriza como nadie por ser el rey de la guasa y el equívoco. Hemos pasado grandes ratos oyendo de sus labios, y a veces también descritos por mi hermana, episodios que difícilmente tienen igual, que no pueden compararse con nada. Eso es algo propio de uno, intrínseco a tu ser, se tiene o no se tiene. Escuchándole contar estas historias a menudo se produce un chasquido, como un disparo, que te provoca la risa sin esfuerzo, desde lo más profundo, y ya no puedes parar porque has construido desde esa narración una imagen que te persigue; y ahora lo que te acorrala es algo visual y no puedes resarcirte. La carcajada, cuando no la incredulidad están servidas desde ese momento. A mí me sobrevienen en cascada y una vez que se desencadenan se extienden sin freno.

Hace algunos años y bromeando con el hecho de que iba muy a menudo a verles, mi cuñado se quejaba con un sonoro: ¡otra vez aquí! ¡se me ha hecho muy corto desde la última visita! o alguna cosa por el estilo. Ya acostumbrada de sobra como el resto de la familia a esas expresiones espontáneas las recibimos con guasa y algún comentario irónico, cambiando a otros temas enseguida. En una ocasión la broma coincidió en que yo estaba esperando a que me abrieran el portal y él en su casa pegado al telefonillo. Hola, soy yo; ábreme, por favor. Después de un interminable e indisimulado ¿quién es? sobrevino un ¡ah, eres tú!. Pues no te abro. ¿Cómo te voy a abrir?, que no. No quiero, valiente pesada. ¡Por supuesto que no te abro!. Yo me reía pero no les debía parecer broma a unos vecinos que ya se habían acercado mientras tenía lugar la disparatada conversación y lo estaban oyendo todo desde la entrada al portal. El tono pretendidamente enfadado y serio de mi cuñado no sé si fue percibido por sus vecinos porque tuve que decir algo azorada que estaba bromeando para que me abrieran; algo contrariados porque no me conocían de nada, accedieron a abrirme con la consiguiente explicación por mi parte de que se trataba de una burla muy antigua. 

Afortunadamente este hecho coincidió con que mi cuñado se ablandó por fin y abrió también desde arriba. Agradeciendo el gesto de los amables vecinos y roja de vergüenza entré detrás de ellos excusándome por el  contratiempo. Arriba ya pude contarle a mi cuñado que su broma acababa de traspasar las fronteras familiares porque había sido seguida de cerca por unos vecinos que habían oído todo lo que con respecto a mí había tenido a bien soltar por la boca y no estaba completamente segura de que hubieran percibido su ironía. 

Otro despiste que me pareció muy visual, y me mantuvo mucho tiempo con una sonrisa dibujada en la cara siempre que lo recordaba, fue el que me contó en cierta ocasión una amiga. Ella siempre salía con la hora pegada para coger el tren que la llevaba a la universidad. El trayecto lo hacía siempre andando o corriendo, según fuera mejor o peor de tiempo. Cronometrado no llevaba más de ocho minutos, yendo rápido pero sin correr. Se había vestido a la carrera según  me contaba y, ya en la calle, un transeúnte le para y le dice: joven, se le han caído las medias. A no ser que lleves unas en el bolso, generalmente las que tienes puestas no suelen caerse. Menos las de mi amiga. Una ristra de medias, de esas que llamamos pantis, de más de metro y medio iba haciendo su camino imperturbable detrás de ella. 

No sé cómo dio las gracias al señor, y si le salió la voz debido a la vergüenza que me dijo que pasó, lo que sí sé es que tuvo que enrollar durante al menos un minuto ese inacabable reguero de espuma y atarlo o fijarlo a su pierna para seguir corriendo en dirección a la estación para no perderlas nuevamente por el camino. Me explicó que al ponerse el pantalón y cambiarse de medias, las de el día anterior debieron quedarse enredadas y fueron saliendo cómodamente mientras ella andaba. Esto, junto a que no te cierres bien el pantalón cuando sales del servicio o te dejes la falda atascada con la ropa interior, y vayas tan tranquila dando el espectáculo, son los problemas más embarazosos que puedo imaginar con este tipo de percances, aunque éste es bastante más divertido que los dos anteriores.

Y a vueltas de nuevo con la ropa interior y con mi cuñado también recuerdo otro percance que oí entre risas y que me contaba él cuando era aún reciente. Los fines de semana iba a correr al club mientras dejaba a mis sobrinos dando alguna clase para que ellos también tuvieran una hora de ejercicio al aire libre. Las mañanas de domingo suelen ser muy difíciles para activar a los niños aunque sea para realizar actividades que han sido pactadas con ellos de antemano. Llegan al sitio con prisas, corriendo, obligados por el horario y a menudo enfadados. La mitad de los disparates y despistes vienen como resultado de una desafortunada interacción entre esos grandes conocidos; y mientras van saliendo niños, bolsas y bultos varios, algunas cosas que deben quedar dentro salen díscolas y otras que se necesitan no aparecen o se olvidan, e incluso se pierden.

Pues algo así debió pasar en aquella circunstancia pues, como de la nada, debió colarse un calzoncillo que acabó, como si ese fuera su lugar natural, como si siempre hubiera vivido allí, en el estrecho hueco que había entre el coche y la acera. Rápido como un resorte y nervioso por tan incómoda visión, creyendo que venía de su bolsa abierta y medio caída después de la salida en tropel de los niños, devolvió al coche con un gesto implacable a la vez que disimulado tan comprometida prenda para seguir con el resto de sus actividades. Al relatarnos después los pormenores de tan incómoda situación aseguraba con la mirada alucinada del que no cree lo que ha pasado ¡que no eran suyos!, ¡que no sabe cómo habían llegado ahí!, parece ser que luego encontró los suyos convenientemente preparados al fondo de la bolsa con el resto de utensilios para la ducha y tampoco acierta a comprender cómo los confundió con los de fuera y por qué extraña casualidad se había producido el equívoco. Incrédulo se preguntaba si estaban allí de antes y otro junto con él, confundidos ambos en el espacio-tiempo de lo irreal, hubieran intercambiado moléculas y objetos incoherentes en un baile imposible con ese curioso resultado. Sorprendido y asustado  por el propio fluir de sus pensamientos y de nuestras risas convinimos en pasar a otro tema aunque la expresión divertida de nuestras caras aún tardó un buen rato en olvidarse.

Petu, 6 de junio 2022

¡Esa pierna!

Recuerdo los últimos días de trabajo como algo muy doloroso tanto en el nivel físico como en el nivel emocional. Sin ayuda de mi profesión no concebía ninguna esperanza dentro del futuro más material en el que nos solemos mover todos por imperativo legal y sin embargo sabía que mi única opción era dejarlo por mi bien, por mi salud. Una de las razones que esgrimía: me dolía horriblemente la pierna y necesitaba creer que no faltaba nada para ir a casa o reunirme con mis amigas después del trabajo y celebrar algo, ¿pero qué? No sé si la situación admitía celebraciones. En plena disyuntiva del “por donde tiro” no veía en las actuales circunstancias nada que fuera más allá de mi seguridad, y que se diera de por vida; era todo por lo que había luchado, había dado lo mejor de mí, mis mejores años y miles de horas sin apenas obtener nada a cambio. Espera: sí, ahora que recuerdo. Dinero… que había invertido en una casa en la que no viviría y tenía alquilada para pagar una hipoteca que no se acababa nunca. 

Mi pierna me decía que me dolía ponerme en marcha pero yo contestaba que era más cómodo haber luchado ya por el puesto que tenía y que ahora tocaba apoltronarse. No “meneallo” para que no se descolocara nada. Pues el hecho es que el dolor me avisaba de dos cosas, la primera es que permanecer ahora en el mismo sitio de siempre me producía grandes molestias y que acudir en la dirección en la que tenía por costumbre avanzar también se me hacía insoportable. Mi pierna y yo íbamos por libre y de momento no nos poníamos de acuerdo. Teníamos intereses distintos: yo la tranquilidad, la monotonía de un trabajo siempre igual que no me planteaba ningún reto profesional desde hacía mucho tiempo, y tampoco me ofrecía ninguna inspiración. Ella, la dichosa pierna, me decía a gritos (de dolor) que debía ponerme en marcha hacia otro sitio, cambiar mis objetivos, al menos elegir uno por el que recuperar la ilusión, uno en el que interviniesen sueños aún no realizados, nuevas emociones. La vida, eso que nos despierta, nos agita pero también nos desconcierta como nada. Urdir planes no es nada fácil en esta situación, pero quedarse sin hacer nada era muy desgarrador también (además de por el sufrimiento no iba con gusto a trabajar,…pero ¿quién en su sano juicio lo hace?).

Creo que era buena en mi trabajo, hubo un tiempo en el que me gustó ejercer, incluso hubo un tiempo largo en el que disfruté. Me sentía indispensable, porque lo era, porque era la única que defendía este tenderete y al estar sola el puesto abarcaba ya más de lo que mis fuerzas, mi pierna y yo misma podíamos sostener: ayudante, auxiliar, ordenanza, clientes, teléfono, recados, correos, documentos, supervisión, gestión, control de las diferentes oficinas, comprobación de datos, cantidades. Sí, debía de ser buena, muy buena pues ni me cambiaban por otra, (bueno, hubo veces que puntualmente me cambiaron por dos) ni me ofrecían una ayuda más sostenida en el tiempo, algo más que unos mesecitos para ir tirando.

En un primer momento no sabía que podía abarcar tanto, pero se fueron acumulando tareas y años y yo tiraba de ellos junto con el carro. ¿no me dolerá por eso la pierna? ¡Quién sabe! Mis despistes siempre han tenido la etiqueta de colosales pero, salvo alguno que otro puntual, generalmente los dejaba dentro de la esfera personal porque en ella no me veía obligada a poner tanta atención. Era más caótica la persona que la trabajadora. Y desde luego tenía puestas más certezas e ilusiones en ésta que en aquella. Las dudas me las planteaba y las debatía ya en mi casa, en el sofá o con la almohada. Contra todo pronóstico, llevaba una pila de años intentando mejorar mis condiciones laborales aunque también me trabajé mucho en esos años mi estado emocional.

 El psicólogo del colegio, en cierta ocasión, me puso en una nota aparte que estaba dotada de un rico mundo interior, cosa que hizo reír mucho a mi padre, que siempre esperó entre divertido e incrédulo a que esa riqueza se expresara pronto, que saliera algún día a la luz. No sé si esa coletilla profesional le funcionó como muleta al psicólogo pero siempre que pensaba en ello me alivió saber que, al menos, pudiera haber algo interesante en las profundidades de mi cerebro, solo tendría que indagar, me dije resuelta. Y me puse a ello. No sé si por eso mismo desde pequeña fui proclive al ensimismamiento porque me gustaba estar sola y darle caña a las ensoñaciones. Ahora digo que me voy a meditar; antes me quitaba de en medio y me entregaba con pasión a “mis cosas”. Mi madre siempre me contó que fui una niña que se entretenía sola durante horas, con juguetes o sin ellos. No daba mucha guerra. En algún momento estábamos rondando por ahí cinco hermanos con edades muy similares haciéndonos fuertes por toda la casa. Hay que entender la importancia que ese detalle tuvo que tener para mi madre y para el resto de la familia aunque solo fuera durante la fuerte presión demográfica que vivimos en esa época.

 Algún tiempo después de la niñez yo hacía mis pinitos en cuanto a plantearme interrogantes, entraba en lo que a mí me parecía lo más recóndito de la mente e iba en busca de respuestas, ponía en cuestión mis dudas y quería creer que algunas las dejaba atrás mediante este procedimiento. De eso se trata en parte el hecho de madurar… en resolver, hacer lo mismo que haces pero intentar hacerlo mejor, con criterio. Cuestionarte todo sin entrar en un soliloquio paranoide; más bien consiste en hacerte preguntas con el objetivo de obtener respuestas. Avanzar y sorprenderte siempre con los resultados de lo que un día fuiste capaz de hacer, ponerte cara a cara con tu mejor logro y eso no se consigue mas que intentándolo de nuevo. 

 A medida que van pasando los años dejas de hacer cosas por impulso. Claro que si una es miedosa lo sigue siendo siempre, pero yo hice cosas que hoy me parecen impensables: como dejar un trabajo porque sí. Hoy casi es un alarde, tal y como está todo. A otra edad y por mucho menos habría dejado este puesto al que hoy me aferro con uñas y dientes sin echar cuentas de que puede ser el inconsciente el que me impida ir a trabajar “regalándome” un dolor tan grande. ¡Cosas más extrañas se han visto! y de momento debo entregarme a estos pensamientos por si se me quita el dolor, por si no va a más y debo decidirme por hacer algo; lo mismo o algo muy diferente. Y es que madurar está muy bien pero solo si no te impone una fuerte inmovilidad, una gran coraza o un intenso dolor. Solo si te deja ser de alguna manera más libre y no sientes que caes por un precipicio solo por tener que tomar una importante decisión. Por otro lado está la irreflexión que, aunque no es de por sí un signo de madurez, puede que te ponga en órbita hacia sitios que te beneficiarán mucho tanto como persona como profesional. Quizá porque no lo has pensado demasiado; quizá porque, al verte impelido en algunos casos hacia lo desconocido, podrías aceptar de buen grado una propuesta imprudente o en cierto modo irracional. Y a todo eso no digo yo que no esté bien, pero es que de pensarlo un poco no iría, no me la jugaría y no me liaría la manta a la cabeza. ¡Qué hacer! Si un impedimento físico dificulta el normal desempeño de mi trabajo habitual, ¿tengo que cambiar de actividad? Pregunto porque el tema laboral está que arde… Seguimos interpretando ese dolor de pierna que me dice que lo que estoy haciendo ya no es mi camino, que me duele cuando voy a donde-no-quiero-ir. 

Recuerdo que hace unos años me pasó poco más o menos algo así pero con un súper esguince. Un tobillo que alcanzó las dimensiones de una pierna y negro como tizón que me hizo permanecer un mes largo de baja, una baja feliz porque me mantenía en casa leyendo, escribiendo, pensando en mis cosas. Aunque dolía mucho, era preferible esto a ir a trabajar. Si no me conociera bien diría que en aquel momento de mi vida quería desentenderme de mis responsabilidades, pero por muy difíciles que se pusieran las cosas yo no podía escapar entonces a ellas. Ese era el quid de la cuestión: el sentido del deber me obligaba una y otra vez a vérmelas con el dolor por aquello que no me llenaba, una circunstancia triste cuando sientes que aún tienes mucho que dar. Mucho, mucho… y ganas, aún las tienes todas. Hoy me encuentro todo el rato como pez fuera del agua, que lo he dado todo, que no me vincula ya nada a mi antigua profesión y que no mantengo ni de lejos esa ilusión cuando hago frente, soluciono y resuelvo cualquier reto laboral de envergadura.

Por ahora, como aún no me ha sobrevenido ninguna epifanía, cero información que me alumbre y tampoco he recibido por correo ninguna idea feliz, seguiré indagando y seguiré informando también en la medida de lo posible.

Petu, 6 de junio 2022

¡Qué tía!

Recuerdo varios casos de tirón de bolso, ese procedimiento que utilizan los amigos de lo ajeno para apropiarse de bolsos de incautos que pasean por la calle sin tomar demasiadas precauciones. Solo uno de los tres prosperó como los cacos deseaban. En todos hubo una fuerte y clara oposición, una lucha abierta por lo que es de uno y no lo cede a la fuerza sin oponer una justa y fiera resistencia, todas presentaron batalla. No presencié ninguno de los episodios, en todos ellos me contaron los pormenores aquellos que los presenciaron y en los tres salió de lo más profundo de mí un elogioso ¡qué tía!

El primero lo contaron unos familiares que salieron a dar un paseo por el barrio. De lejos vieron como un sujeto realizaba sin mucho miramiento su  vergonzosa acción, tirando al suelo a una mujer mayor con el único propósito de llevarse su bolso y si para ello tenía que arrancárselo pues parece que lo habría hecho. La mujer empeñada en que ese desconocido no se saliera con la suya, terca y agarrando el bolso se dejó arrastrar varios metros. Esta pareja de conocidos que lo estaba viendo corrió en ayuda de la mujer gritando: ¡suelte el bolso, suéltelo! La pobre infeliz, como si realmente oyera lo contrario de lo que le decían lo apretaba más y seguía siendo arrastrada por el desaprensivo atacante que, al ver que había llamado la atención por más tiempo del estrictamente necesario para perpetrar su fechoría y se acercaba alguien a socorrer a su víctima, salió huyendo sin bolso. Las fuerzas de la señora no menguaron y por eso mismo vio como el asaltante desaparecía por las calles del barrio. 

Se levantó del suelo con ayuda de varias personas hecha un ecce homo con el  abrigo roto, las medias agujereadas y sangre en las rodillas. Además del susto en el cuerpo y los nervios la pobre mujer también tuvo que sufrir la reprimenda de todos los espectadores por no haber cedido desde el principio, soltando el bolso y ahorrándose el arrastre y las heridas. 

El segundo caso fue el de una persona aún más recalcitrante, lo protagonizó un familiar muy cercano y querido en la familia. Terca, obstinada y con gran determinación, nuestra tía abuela bien entrada en la edad madura disfrutaba de una envidiable condición física. Se apuntaba a muchos de nuestros juegos que requerían un gran esfuerzo a la altura de muy pocos mayores. Cuando nos disponíamos a jugar era ella incluso la que los proponía. Comba, goma, el pañuelo…¡qué sé yo! Era de sobra conocido en la familia su desparpajo en general pero también su facilidad para relatar historias disparatadas, contarnos los libros que leía exagerando todo lo posible y consiguiendo que acabaran siendo un gran absurdo. A todo le daba su peculiar visión aprovechando para cambiar las palabras, el orden de las frases; inventando un idioma nuevo que solo nosotros conocíamos. Risueña, divertida, activa y muy peculiar siempre fue por libre. Aunque ya conocíamos al menos la mitad de sus sorprendentes salidas, raras veces nos dejaba indiferente. Solo pasaba algunas semanas en verano en el mismo pueblo que nosotros porque ella residía en Valencia capital. Allí tuvo lugar el suceso que ocurrió en segundo lugar, que me contaron de joven y que tuvo como protagonista a nuestra pizpireta tía.

Parece ser que iba a hacer unos recados por alguna de las calles principales de Valencia, en una hora en que no eran demasiado transitadas. Portaba su bolso con actitud despistada que es la preferida de los ladrones. Supongo que la visual que el caco realizó para escoger a su víctima no fue del todo acertada, pues aquel individuo sufrió en sus propias carnes tan nefasta elección. Al notar que tras el tirón le arrebataban el bolso mi tía salió corriendo detrás del caco y cuanto más apretaba éste el paso más corría ella detrás. Sin aflojar velocidad ninguno de los dos, parece que se dieron una larga carrera por varias calles de alrededor, durante la cual el infeliz pretendía dar esquinazo a la dichosa señora. Un rato después, decaído, doblado por el esfuerzo y encorvado sobre sus rodillas, (suponemos que lamentando su mala suerte también), intentaba recuperar el resuello sin dar crédito a lo que la abuela daba de sí.

Al ver que el ladrón paraba para tomar un descanso, mi tía aprovechó para camelárselo. Mira hijo, no te voy a dar el bolso voluntariamente. Yo aún tengo aguante para rato, así que si no quieres seguir tira el bolso y el monedero y quédate el dinero que llevo. Si no, seguimos corriendo, tú verás, ¡como quieras! 

Solo un minuto después y habiendo calibrado no solo lo desentrenado que estaba él y el fuelle de la señora decidió hacerle caso antes de sucumbir o desplomarse en el suelo. Con el orgullo herido y el miedo en el cuerpo por si se le echaba encima la policía se plantearía que no podía ni contar lo sucedido por el descrédito que esto iba suponer a su carrera, nunca mejor dicho. Así que, estudiadas las opciones, abatido y humillado, abrió el bolso saco el dinero del monedero y dejó todo en la calle para que aquella odiosa mujer dejara por fin de perseguirle.

La tercera víctima de un atropello similar no fue otra que mi hermana, la pequeñita de la casa. Estaba con el resto de los hermanos que se habían animado a hacer un viajecito a Andalucía. Descansando y disfrutando de un relajado aperitivo en una concurrida terraza, con el calor y la actitud indolente de las vacaciones, no repararon que uno de los bolsos estaba algo lejos para ser controlado. 

Como cuando unos descansan otros siguen alerta, alguien vio la posible ganancia, aprovechó la situación y el bolso pasó rápidamente a otras manos. Rápida como una flecha, mi hermana, deshaciéndose de las incómodas sandalias, de dos zancadas dio alcance al ratero enganchándolo desde atrás por el cuello de la camiseta. Aquel impresentable ya se había subido a una motocicleta que estaba preparada para salir pitando y aunque agarrado, no lo estaba con suficiente firmeza. Con el acelerón mi hermana perdió su presa, escurriéndose rápidamente como un pez de entre sus dedos. No hay cosa que más rabia dé que te roben y estar a punto de recobrarlo todo, así que con la adrenalina a tope y muy enfadada se dirigió al resto de hermanos diciendo: ¡anda que me habéis ayudado! 

Desde luego fue en aquella ocasión la que más rápido reaccionó de todos los testigos. Entre ellos se miraron con preocupación. Rápida, fuerte y decidida, mi hermana si le consigue agarrar le mata. La segunda parte fue también muy desagradable pues en el momento de poner la denuncia el agente, luchando por encontrar las teclas de la máquina de escribir, hizo que el sencillo trámite llevara el doble de tiempo; tampoco ponía un dato a derechas de cuanto le contaban como si la historia no fuese con él o porque su trabajo fuera otro. Desde entonces hago todo lo posible por colocar el bolso lo más cerca de mí, yo no tengo tanta fuerza, ni tantos reflejos, ni soy tan rápida.

Petu, 27 mayo 2022

Superpoderes que te gustaría tener – Superpowers you would like to have

No deberíamos alejarnos demasiado de esa sensación de que todo nos sale bien, de que todo va por buen camino, ese que te va a facilitar las cosas e impedir que des vueltas en círculos. Me gustaría tener ese poder que para mí es súper. A veces, incluso haciendo buenas preguntas y buscando su contestación divagas. No digo nada si las preguntas y respuestas no son las adecuadas. Eso es meterse de lleno en un jardín. Enfrentarse a una situación que puede representar un problema para ti y tener esa naturaleza especial para resolverlo, eso es un superpoder y también lo es tener la facultad de corregir equívocos, enderezar malentendidos con personas y con situaciones escabrosas en general. Ante lo ambiguo, sospechoso o dudoso de un fenómeno, poder seguir unas claves que te permitan dar una solución óptima es un don.

Cuando éramos pequeños en nuestras fantasías incluíamos facultades extraordinarias porque quizá pensábamos que las otras ya las teníamos incorporadas de serie. Preferíamos aquellas que nos otorgaban poderes más llamativos, como volar, ser invisibles o tener una fuerza titánica para desembarazarnos de aquel niño abusón o de las injusticias que cometían contra nosotros los “malotes” del patio del colegio ¿Quién no los ha buscado como deseos incluso en la época de la adolescencia? 

Nunca me ha interesado demasiado conocer los pensamientos de los demás. Bastante tengo ya con ordenar los míos y si no puedo refrenarme lo pregunto directamente. Me ayuda más conocer las intenciones ajenas cuando, a todas luces y con los datos que tengo, vienen a por mí con la clara intención de hacer daño. Las reflexiones de la mayoría son como las nuestras, incontrolables, sin freno y regodeándose continuamente en dar palos de ciego ¿Para qué querríamos meternos en otra mente que no sea la nuestra? Solo pensar en eso las palabras que acuden a mí son: ¡menudo suplicio! 

A veces tendría suficiente con dar a la flechita de deshacer, ir a la situación anterior antes de haber provocado el desastre y estar en situación de corregir esa metedura de pata. Es más reparadora para mí que la de la dirección. Aunque nunca suelo saber hacia donde me dirijo, puedo perfectamente prescindir de esta orden y hacerme con la de rectificar y poner remedio a alguna calamidad de las que bordo. Es una gran flecha, un gran mandato, es la tirita de todas las heridas, sean sangrantes o no. De existir también para la vida real, la flecha del deshacer a mí me sacaría de errores garrafales enormes, algunos inconscientes aún después de realizados, otros conscientes cuando ya los has hecho, pero ninguno a sabiendas. 

Para resumir, aquello que me gustaría poseer de forma mágica pondría lo siguiente:

–Estirar y encoger el tiempo sería fantástico, tendría en mis manos el control de los buenos y malos momentos a solo un toque de varita mágica y dispondría de ellos a gusto.

–Tener el don de la infalibilidad, para evitar fallar más que una escopeta de feria, o unas gafas para dar en el clavo (¿o sería un martillo?), acertar la diana y hacer realidad los deseos.

–Dar buenos consejos y usar de manera acertada cualquier circunstancia y colocarla a mi favor.

Tampoco pido mucho, casi nada ¿no? Nimiedades. Si me lo conceden prometo utilizarlo solo en ciertas ocasiones, y únicamente para causas beneficiosas.

Petu, 30 enero 2022

¡Una de caracoles!

Caracoles, watercolour, Petu 2022

Hija, tú eres lenta. Eres lenta como tu padre, me dice siempre mi madre… Y es verdad. Voy a otra velocidad. Hago las cosas a mi ritmo y a veces pongo de los nervios a los que me rodean; me esperan pacientemente a que acabe de hacer lo más cotidiano y pierden la calma hasta los más tranquilos. Me pones nervioso, oigo a menudo. Alguna vez he contestado, si el tono era demasiado crítico: no, yo no puedo ponerte nervioso, tú ya eres nervioso. No lo hago adrede ni mucho menos, cuando estoy en grupo aprieto el paso, soy más solícita e incluso puedo correr. Tengo claro que voy con más gente, que algunos no tienen tiempo que perder. No quiero obligar al resto a ver pasar la vida con la misma cadencia que yo. Eso suena un poco egoísta.

Pero cuando estoy sola estiro esos momentos y los paladeo. Mi tendencia a ensimismarme viene de lejos. Creo que me entretenía sola desde pequeña, que seguía mis propias cavilaciones y me costaba aterrizar cuando me hablaban si estaba en medio de mi cadena de pensamientos. La timidez también magnifica esos diálogos internos, te hablas a ti misma, tienes una vida aparte. Me relaja esa lentitud mía que irrita tanto a los demás a veces; viene muy bien para ordenarte la cabeza, el armario y la vida. Yo apostaría por intentarlo si no lo habéis hecho, aunque solo funcionara para una de las tres cosas. 

Claro que, actuar así tiene repercusiones. Cunde menos todo, te da tiempo a hacer exactamente la mitad de lo que habías programado, pero cuando acabas no se te sale el estómago por la boca, no estás agotada como cuando pierdes el autobús después de darte la gran carrera. Generalmente no siento tristeza por lo que no he conseguido terminar, pero soy consciente de que me ha llevado muchos años salir airosa si lo he alcanzado con el tiempo. He tenido que esforzarme mucho para no decir ¡mañana lo termino! No es fácil pero en algunas ocasiones he podido decir sin despeinarme ¿pero para quién es importante, para ti o para mí?

Si he conseguido muchas cosas es a fuerza de mucho ensayo-error, de sentir que un sobre esfuerzo no es malo si es puntual; pero la cadena de voy-a-agotarme-para-conseguir-algo y mañana me monto en otro tren desbocado sin un criterio concreto ni dirección aparente. No vale de nada. Si en un momento de tu vida tienes la sensación de que todo se reduce a eso no hay duda, por ahí no es. Ya sé que tampoco se resuelven las cosas con excesiva tranquilidad, pero conseguir moverte en un término medio siempre ha sido lo más saludable. Lo mejor para no claudicar en una sociedad tan acelerada como ésta es no dejar colgadas cosas sin hacer, pero tampoco permitir que la vorágine te arrastre con su enloquecida competición. No seamos nunca más correcaminos. Votemos por las carreras de caracoles.

Petu, 24 enero 2022

La última vez que te saliste de tu zona de confort — The last time you came out of your comfort zone

Soy una persona muy comodona, me gusta decir que soy bastante adaptable para evitar el movimiento, la ruptura, el cambio y a veces no es bueno. No sé si esto con la edad se atrofia y el elástico se rompe obligándote a no transigir más porque, si no, ceder acabará por pasarte factura y tomas definitivamente las riendas de tu vida; o por el contrario, al atrofiarse del todo, te obligas a continuar por el mismo sitio, a ir con cuidado y a seguir por el camino trillado aprovechando la inercia de nuevo para llegar donde siempre.

Insistir también insisto poco, incluso en circunstancias en que no debería aflojar me doy por vencida y lo dejo para mejor ocasión. Sí, soy una campeona del posponer y encima me irritan sobremanera los efectos que trae actuar así; como si la culpa fuera de los demás. He sufrido las consecuencias de la pasividad varias veces y supongo que las seguiré padeciendo. Arreglar un error mucho más tarde de lo que sería de desear es un derroche de energías y un atraso pudiendo haberlo hecho cuanto antes si no te hubiera faltado el coraje necesario. Y cuando digo error también me refiero a tomar la decisión menos valiente. No tengo perdón. Cada uno tiene su zona de confianza, la mía tiene que ser amplia y gira entorno a seguir en la rueda por tiempo inmemorial, dando vueltas hasta el mareo, adorando lo conocido, confeccionando ese surco del que no quieres salirte y haciéndolo más y más profundo porque otras veces te dio resultado. Generalmente caigo en la cuenta de que vuelvo a las andadas muy tarde. 

Todo lo anterior me ha hecho pensar en cambiar, no hace tanto de esto; en ponerme un poco en peligro, en arriesgarme pero solo lo consigo de forma muy medida, después de estudiarlo mucho. Me resulta muy difícil, me opongo a ello con todo mi ser. Me revuelvo contra mí misma pero hoy por hoy puedo decir que estoy pasando “peligrosamente” por encima de mis límites y hago exactamente lo contrario que llevo haciendo toda la vida: me estoy exponiendo con mucho miedo, me pongo a prueba sopesando todos los pros y los contras, desobedezco aplicando mucho sentido común, me revelo… poco. 

Recuperar cierta autonomía, decir lo que creo y quejarme de alguna que otra injusticia es toda una liberación y también un costoso aprendizaje. Me siento otra, me desconozco pero me gusto más que obediente y sumisa. Al menos no me enfado tanto. Quiero coger carrerilla y hacerlo sin tanto aspaviento, abiertamente. Quiero no posponer, nada de aplazar, y seguir la vocecita interior que de repetírmela mi hermana se me ha quedado grabada y no dejo de reír mientras la repito yo misma ahora cuando caigo en la cuenta de que vuelvo a las andadas: Petu, mueve el c.

Petu, 20 enero 2022