La autopista y el cielo

(c) John Rose 2021

Dedicado a B y a Julio Cortázar

Sentía el sol calentándole la izquierda de la cabeza. Pronto le calentaría toda la cabeza desde arriba, mucho más fuerte de lo que estaba haciendo ahora. Levantó la mirada de la carretera con la fila de coches parados delante del suyo y la dirigió hacia el cielo azul empalidecido por la inmensa luz que lo iluminaba todo. El sol, menuda estrella. Bajo la vista a los coches brillando bajo su luz y le parecieron naves espaciales iluminadas por dentro. Menos mal, pensó ella, que el resto de las estrellas estaban mucho más lejos, si no estarían fritos; literalmente. Qué tontería, no estarían fritos ni no fritos, no habría vida en el planeta, punto. 

Suspiró y sacudió la cabeza en desprecio y cierto cansancio hacia sus propios pensamientos; perdía la paciencia consigo misma cuando pretendía saber más de lo que sabía. ¿Qué sabía ella de lo que hacía la vida posible o no? Lo que había leído en algún fascículo, lo que le habían dicho en el cole cuando era pequeña, algún documental que había visto. Conocimientos limitados recibidos de científicos que en la próxima generación dirían algo distinto, quizás incluso diametralmente opuesto. 

“Sólo sé que no sé nada”, dijo en voz alta.

“¿Quién dijo eso?” preguntó su chico, sentado en el coche a su derecha.

“No lo sé”, contestó ella. Bostezó larga y ruidosamente. “Alguien que sabía mucho”. Abrió la puerta del coche.

“¿A dónde vas?”, dijo el joven.

“A estirar las piernas”, contestó ella saliendo del coche.

“¿Y si se mueve la caravana?”

“¡Qué se va a mover!” protestó la chica. Puso su mano derecha sobre la frente a modo de visera y escudriñó el horizonte más allá del comienzo de la caravana de coches en la autopista. “Esto no se va a mover en mucho tiempo”.

Subió los brazos por encima de su cabeza y se estiró todo lo que pudo. En ese momento, la puerta del coche a la izquierda del suyo se abrió y salió de él un hombre de mediana edad con un perro pequeño en sus brazos. El perrito era blanco y negro de pelo corto, y por un momento la chica creyó que era una vaca en miniatura; una vaca bonsai con un arnés rojo y negro.

El hombre enganchó una correa metálica al arnés del perro y lo depositó cuidadosamente en el asfalto de la carretera entre los dos coches.

“En mi vida he visto un atasco de esta magnitud”, dijo el hombre mirando al perro, como si estuviese hablando con él, aunque la chica supo que se estaba dirigiendo a ella.

“Ya”, dijo ella educadamente. No había salido de su coche para hablar del atasco o de otras inutilidades, para eso ya tenía a su novio en el coche. Había salido a moverse un poco y a respirar algo de aire, aunque estuviese saturado de dióxido de carbono.

Miró al perrito en el suelo. Madre mía, pensó, y me quejo de no poder ver más allá del horizonte. Este pobre, por mucho que mire para arriba, ve mucho menos.

Se dio cuenta de que nunca se le había ocurrido que los perros y otros animales pequeños tenían un campo de visión muy limitado. Se preguntó si lo sabían y sintió lástima de lo poco que las pobres criaturas veían del mundo. Siguió observando al perro, que sobre sus cuatro patitas miraba tranquilo en la dirección contraria al atasco, como también perdido en sus pensamientos. La chica suspiró, aliviada de que el dueño no hubiese insistido en forzar una conversación. Estudió la belleza de las líneas del perro, la sombra que proyectaba en el suelo, que reflejaba fielmente la pureza de sus líneas. Era una buena foto, pero su móvil estaba dentro del coche y le dio pereza sacarlo. Además, para cuando metiese la cabeza por la ventanilla y le pidiese a su novio que le pasase su bolso y él le preguntase que para qué, y ella le respondiese que qué le importaba, y él hubiese accedido a regañadientes a pasarle el bolso donde tenía el móvil, la foto ya no estaría allí. De hecho, mientras pensaba esto, ya había cambiado y la sombra se había encogido y convertido en una bola informe.

De repente el perro tensó todo su cuerpecito y salió disparado en dirección contraria al sentido de los coches. Pilló desprevenido a su dueño, que soltó la correa sin resistencia.

“¡Jesús!” gritó el hombre, pero no hizo gesto de ir detrás del animal. “¡Jesúúúúúúúús!”

Jesús había corrido como una exhalación y desaparecido entre las tres largas filas paralelas de coches. La chica, consternada, abrió la boca para decir algo, pero la expresión del dueño del perro la detuvo. El hombre parecía haberse olvidado completamente de su mascota y miraba al cielo en la dirección contraria con una expresión que parecía una mezcla de sorpresa y gran preocupación.

La chica siguió la mirada del hombre con la suya y vio en el cielo algo que parecía un descomunal globo metálico.

“¿Qué es eso?” preguntó el señor sin quitar la vista del extraño objeto flotante.

“No sé”, dijo la chica entrecerrando los ojos para tratar de verlo mejor. Parecía hecho de un metal que resplandecía dorado a la luz del sol de la mañana. ¿Un globo hecho de oro?

“¿Un globo de esos, er, aerostáticos?” aventuró, dándose cuenta inmediatamente de que, en realidad, no sabía lo que quería decir aerostático. ¿Quieto en el aire?

“Estratosférico”, oyó decir a su chico del otro lado. Había salido del coche y miraba también con la boca abierta al extraño objeto esférico suspendido en el inmenso azul del cielo. 

“Estratosférico”, repitió la chica.

“Sí”, explicó él. “Que está en la estratosfera”.

“Ah,” asintió el dueño de Jesús el perro. “Eso debe ser; uno de esos que miden el clima y esas cosas”. La chica volvió su cabeza para mirarle con curiosidad: otro iluso que, como ella, creía saber algo. Luego giró la cabeza para mirar al globo de nuevo. Se sintió más estúpida que nunca.

“¿Y qué hace que no está en la estratosfera?” quiso saber. Ya de perdidos al río. Pero nadie le respondió. Más gente empezó a salir de los coches atascados en la autopista para elevar sus vistas hacia el objeto. Un objeto volante no identificado, pensó la chica, al menos no identificado por ella y los que estaban a su alrededor. 

“A lo mejor es una nave extraterrestre”, dijo en alto, soltando una risita. Y dirigiéndose a su novio: “Creo que es un fenómeno paranormal”.

“Tú sí que eres un fenómeno paranormal” dijo él.

“Y tú eres un fantasma” le espetó ella dolida. 

Fantasmas, nunca había visto ninguno de los de verdad. Una vez creyó sentir uno. Otra vez, una mañana, se despertó sobresaltada y vio la sombra de tres personas, tres hombres parecían, de pie junto a su cama. Sombras que se esfumaron en cuanto abrió los ojos de par en par. Una vez se fue a la otra punta del universo durante unos segundos. ¡Como le gustaría volver allí! Sintió más paz y alegría en esos segundos que en toda una vida de 22 años en este teatro operístico.

“Que campo de visión más limitado tienen desde ahí abajo”, dijo Oxomo desde la nave. “Pobrecitos los humanos”.

“Bueno”, dijo Durga. “Para eso estamos nosotros aquí para ampliar esa visión”.

“Esperamos que nos lo agradezcan”.

“Esperemos”.

“Por su bien”.

“Por su bien”.

Se echaron las dos a reír. Durga se puso la mano derecha en la frente y sacudió la cabeza en gesto de cómica desesperación. 

Oxomo observó esto.

“Debemos tener cuidado de no parecer orgullosos. Ya sabes que los humanos tienen tendencia a sentirse devaluados”.

“¿Tendencia?” preguntó Durga y soltó una risotada. “That’s the understatement of the year, my friend”.

María entró en la sala de operaciones.

“¿Qué es tan gracioso?” quiso saber. 

Oxomo y Durga se miraron.

“Your son,” dijo Durga. “Huyendo de nosotras”.

Oxomo sonrió sardónicamente.

“Tiene demasiado apego a este mundo material”, observó María, sonriendo también, compasivamente.

“Sí”, concurrió Oxomo. “Esta vez le va a costar más que la última, que ya es decir”.

“No creo,” dijo María observando el mundo allí abajo.

“Con lo cara que está la gasolina y aún insisten en utilizar esos obsoletos vehículos”, dijo Durga, sacudiendo de nuevo su cabeza y abriendo mucho los ojos en gesto de absoluta estupefacción.

Oxomo y María no respondieron. Durga se unió a ellas en su observación silenciosa de la Tierra. 

“Hay que reconocer que nos han ayudado a crear un mundo de abrumadora belleza” susurró sobrecogida.

“Sí,” asistió María, “Allah tiene razón: el corazón creativo de los seres humanos es su salvación”.

“Amen” dijeron las otras, disponiéndose a sentarse a los mandos de la nave para hacer lo que habían venido a hacer. Su paciencia era infinita, pero, sencillamente, era hora de cambiar las cosas.

“¿Esperamos a Atenea?” preguntó Oxomo.

“No” dijo Durga. “Déjale que duerma, que la noche fue extenuante para ella”. “Yo puedo accionar su mando por ella esta vez”.

“Vale”, convinieron Oxomo y María al unísono.

Sin más dilación ni palabrería, Oxomo apretó el botón de la CONFIANZA, María el de IMAN, y Durga los dos últimos, primero ANUGRAHA y, finalmente, AGAPE.

Vivi, 26 junio 2022

© Viviana Guinarte, 2022