Él y sus mascotas

Petu, 2022

No hay en el mundo mayor entrega y una muestra más grande de amor absoluto que la de mi perra por su dueño. Ella le eligió a él, no a mí. Muestra su pasión más ciega y lo hace con todas las células de su cuerpo. A cada momento, todos los minutos del día nos enseña lo que es la devoción pura, la adoración extrema con todo su ser. Yo admiro esa disposición con recelo porque no soy el objeto central de esa apasionada relación; estoy ahí, la presencio y acepto a regañadientes; la comento, a veces me río cuando llega al paroxismo, pero he claudicado. Soy la segundona.

No es que no me quiera, me mira con ternura, me aprecia y cuando alguien menciona algo de salir a la calle sé que cuenta conmigo, se dirige a mí suplicante pero no salta por la correa, no baja atropellada, de dos en dos, los escalones de la terraza para de un vuelo plantarse delante de la verja del jardín jadeando a la espera de que su paseador, enganche la correa al collar, abra la puerta y salga con ella. Conmigo es algo más tibia, conmigo esos aspavientos no los hace.

Fuimos a buscarla en cuanto nos dijeron que se podía separar de su madre a un pequeño pueblo de Segovia y desde entonces, pegada al olor de una camiseta vieja de “su padre” se empapó de su olor y se convirtió en parte de él para siempre. Sociable hasta la médula y zampona por demás, podría decirse que esas son las dos cualidades más sobresalientes, las que más la identifican por encima del resto.

Es, al menos para mí, una preciosa mezcla de labrador con cualquier otra raza; negra, de tamaño mediano, rápida, nerviosa y muy musculada. Cuando se cruzan con ella dos objetos de atención prometedores nunca sabe por cual decidirse y redobla su ímpetu como si con ello pudiera alcanzarlos a los dos a la vez de un solo golpe. Adora el agua, embarrarse y correr libre por el campo todo lo que dan sus patas como si quisiera atravesar de una vez los confines del bosque. Su carácter no deja indiferente a nadie y generalmente va por ahí haciendo amigos.

Suspira fuerte cuando no está de acuerdo con algo y al dormir ronca y sueña aparatosamente con peleas o persecuciones dramáticas estremeciéndose y temblando durante las mismas. Tiene a mi lado su hueco en el sofá, debidamente protegido, pero no es raro que se suba encima de mí para admirar mucho más de cerca y con arrobo al objeto de su devoción continua, su líder. Creemos que es una perra consentida y feliz, dramática y celosa, demandante y afectuosa. Sé que son muchos y muy humanos los rasgos que enumero de su temperamento, quizá los haría suficientes para la interpretación pero no exagero nada al describirla. Supongo que todos los dueños de mascotas del mundo creen que las suyas están dotadas de gran personalidad y dotes extraordinarios.

Una noche recibí la llamada de su dueño que volvía del trabajo. Fue una conversación algo atropellada por la urgencia de la situación. Ya habíamos hablado sobre aquel tema, supongo que para iniciarme con cuidado y pacientemente acerca de otra nueva adquisición. Sutilmente conducida hacia la trampa la pregunta no pudo ser más directa: ¿puedo llevar a casa el gatito que me encontré en la calle? Recibida así la noticia, a plomo, creo que se hizo un silencio largo al otro lado del teléfono, lo suficientemente largo como para que me preguntaran ¿sigues ahí? Calibrando la respuesta y confrontándola con lo que se me venía encima solo acerté a responder: pero cariño, ¿tú no odiabas los gatos? No sé si con la edad se han atemperado las filias y las fobias de mi querido compañero pero esta vez no contestó a mi pregunta, supongo que calibrando, también él, la respuesta. 

Como pude confirmar después se trataba de un pequeñín que, separado de su madre por motivos desconocidos, acabó haciendo noche guarecido bajo unos tablones de madera en la misma calle en la que trabajaba su “próximo dueño”. La verdad es que seguramente no habría tenido muchas posibilidades de supervivencia a pocos metros de la carretera principal. Totalmente acorralada y cogida por sorpresa expresé algo en alto, yo me oí decirlo. Di mi consentimiento a la entrada del gatito en el zoológico familiar. Esa misma noche, por eso corría prisa, se estrenó en casa el nuevo miembro. Asustado e inquieto después de algo menos de media hora de viaje, y como supe después inspeccionando nerviosamente el coche durante el trayecto, pudimos al fin acomodarle entre nosotros en la cama como un paquetito y agotado por la novedad de la experiencia pudimos descansar por fin los tres.

La que no había dado su aprobación, ni había sido invitada a votación alguna, fue nuestra perra. Y nos lo hizo saber; nerviosa y también profundamente contrariada por la nueva adquisición se mostró mohína y terca en un principio porque tenía que acostumbrarse pacientemente a no ser nunca más el único sujeto de atenciones y mimos de la casa. Juguetón e infantil el gatín no pareció percibir las hostilidades de su “prima” sino que la tomó como una obligada compañera de juegos, chinchándola a cada momento y debilitando poco a poco las reticencias iniciales de la antigua reina de la casa. Totalmente destronada fue acostumbrándose a la nueva situación moderando su carácter hasta que estos dos insólitos compañeros a la fuerza se hayan convertido al fin en los mejores amigos, superados totalmente sus primeros desencuentros.

Petu, 2022

Tengo que decir que aunque el pequeñín nunca dejó de ser un incordio para ella siempre fue desde el principio el primero que corría al encuentro de la gran jefa para jugar. Ella se ha hecho rogar y, displicente, le dirigía algún que otro bufido de reprimenda para que el intruso tomase la distancia oportuna y de paso darse ella la debida importancia. El mini-tigre aún en periodo de perfeccionar su fiero rugido a lo más que llegaba es a propinar inofensivos zarpazos que no parecían molestar demasiado a su cada vez más paciente y resignada compañera de juegos. Tengo que decir que para quien no resultaban inocentes del todo esos arañazos era para el dueño de ambos que desde entonces sufre en sus carnes numerosos desgarros, pues decididamente el pequeño agresor ha comprendido que a superior contrincante debía emplearse con mayor rigor y contundencia, sin miramientos. Así que desde el principio no ha escatimado esfuerzos en sus continuas ofensivas lanzadas contra su rescatador y usa como debe sus poderosas herramientas. 

Las agresiones del pequeñín y las duras respuestas de su dueño a veces alcanzan una magnitud que me obligan a disolver el juego, cosa que parece afectar mucho a los dos. Alguna vez después de poner paz entre ellos, la fiera salta sobre su amo sin preaviso cogiéndole totalmente despistado para después salir huyendo en previsión de nuevas represalias. La verdad es que es un espectáculo verles a ambos, medirse de rival a rival con estas muestras de dominio por el entorno, una lucha por el liderazgo entre los varones de la casa. Las dos féminas hace tiempo claudicamos de esa absurda contienda. Nos contentamos con hacer lo que queremos sin que ellos lo noten demasiado. Distraídos en la importancia de quien ha de ser nombrado campeón-líder-dirigente, una reacción muy masculina de siempre, nosotras aprovechamos para llevar las riendas de la casa con discreción. Dejamos en sus manos los aspectos más importantes como ganar, tener razón y llevarse el gato al agua… No, esa no ha sido una gran comparación, ha sido una desafortunada expresión, mi pobre gatito.

Con todo, de entre las cosas a las que no voy a ceder más es a la entrada de cualquier otro ser en mi casa. Tengo la seguridad absoluta, y así lo he expresado varias veces con una vehemencia que no deja lugar a dudas: no voy a acoger a nadie más, ya sea guacamayo, galápago o tucán. Ya somos muchos en casa, somos quizá demasiados la perra, el gato, el inglés y yo.

Petu, 2022

Petu, 24 julio 2022

Mujer árbol

Mujer árbol 1, Petu

Mi primer té solo lleva como añadido la leche, lo prometo. Sin embargo al mirar por la ventana y sin salir del todo del estado de somnolencia se me agolpan figuras del exterior y cobran formas que puedo traducir en imágenes con mucha facilidad. No tienen que ser perfectas, pero es que ¡se parecen tanto! Siempre doy la bienvenida a todas estas cosas, muy feliz de que se me descubran.

El hombre con bigote me visitó muchos días seguidos, tanto que no pensé que el frío viento otoñal le borraría literalmente del mapa. Así fue como desapareció y me pilló totalmente desprevenida. El árbol se quedó desnudo. El baile de hojas se llevó primero su bigote y después acabó de cuajo con mi ansiado encuentro matinal. No soy una persona precavida en absoluto y no tengo ninguna prueba gráfica de mi amigo y es una pena…Se les echa de menos a todos y a los que no comparten nuestra misma realidad también. Son frágiles, fugaces, pero dejan huella. 

Después de ese viaje sin despedida que hizo volar mi dibujo dejando sin rostro a mi amigo del árbol establecí un nuevo contacto. Las hojas se dispusieron de manera que con un nuevo té apareció la “elegante Señora”. No sé si el té es condición indispensable para esas conexiones pero forma parte ya de todo ese ritual mañanero. Me quedo un rato inmóvil mirando como si fueran a expresarse, como si buscaran el contacto visual conmigo. Ella parece triste, ensimismada. Puede que no quiera estar ahí, o que la miren o, incluso, que yo adivine que, como en otros espejismos, su existencia vaya a ser efímera y espera resignada el desenlace del más trágico de los acontecimientos.

Me despedí de la señora en un acto de previsión. Sabía que no aguantaría el embate de estos vientos tan enérgicos mucho más tiempo. Esta vez sí pude captar la imagen. Es para mí un indicio importante de su existencia. Ahora no hay figuras meciéndose. Ahora hay ramas vacías que bailan obedientes esa coreografía autómata. Tengo fe en que mis amigos u otros en su lugar vendrán el próximo otoño y espero el encuentro pacientemente. Se ha convertido para mí en algo importante, lo espero y lo busco.

A día de hoy incluso las ramas han desaparecido por completo. La época de poda ha dejado poco más que el tronco desnudo frente a una ventana vacía. Solo cielo y el correr de nubes veo ya a través de sus cristales. No me quejo, las estaciones se suceden con rapidez y probablemente, en menos de lo que lo estoy contando, un buen amigo me salude pronto y me invite, taza en mano, a imaginar otra historia, a hablar con él, a soñar despierta.

Mujer árbol 2, Petu

Petu, 1 mayo 2022

Meditación con gato

Tiger. Foto Petu

Por una larga temporada he conseguido que mi ejercicio físico se aproxime prácticamente a cero. De ser una gran consumidora de casi cualquier tipo de método para mantenerme en forma lo he ido reduciendo cada vez más. En aquella época, en cuanto a ejercicio se refiere, entré en una fase de fatiga grande que me impedía hacer una vida normal y, claro, todas aquellas cosas a las que me entregaba con verdadera pasión fueron siendo descartadas por ser demasiado agotadoras. Cualquier actividad, incluidas las cotidianas, suponía para mí un trabajo monumental. Aunque es obvio que aumentando la actividad física disminuye el cansancio porque te provee de más energía para gastar, te revitaliza y da vigor, yo huía de aquella posibilidad y me colocaba al otro extremo: mi lugar favorito, mi rincón perfecto era el más próximo a mi querido sofá con una esponjosa manta hecha a mano por encima. Así pasé gran parte de mi tiempo viendo pasar los días y las semanas mirando a veces por la ventana, viendo alguna peli o leyendo, aunque esto último fue más adelante. 

  Con todo yo disfrutaba de un bienestar interior, de un oasis de paz que seguiré añorando siempre. Si me preguntaban cómo me encontraba, yo respondía que bien. Si me decían que tenía que animarme yo contestaba extrañada que estaba animada, incluso alegre. Mi estado no era depresivo o triste, todo lo contrario, pero no me impulsaba a la acción sino a la ensoñación. Tenía más que ver con la falta de energía que con la tristeza. 

   Con el paso del tiempo, y fue mucho el que pasó aunque yo no lo noté, fui recuperando fuerzas. Con el buen tiempo, primero al sol y luego en los paseos encontré la llave que me devolvió a mi antiguo estado. Aunque antes ya había hecho algún pinito, en algún momento mi atención se fijó de forma más constante en la meditación. Llevo varios años haciendo yoga y quien diga que es un ejercicio suave le invito a que lo pruebe. De momento tenía que posponer esa cadena de posturas y probar con algo más ligero. La meditación fue algo que compaginaba con el yoga pero al igual que éste, la meditación no formaba aún parte de mi día a día. No encontraba un momento perfecto para que fuera metódico, así que solo de vez en cuando acudía en su ayuda. Recibía grandes compensaciones pero, generalmente, cuando me descuidaba, volvía a prescindir de él.

 Aprovechando que el letargo de ensoñación pareció ceder un poco me pareció el momento idóneo para poder ampliarlo con esta técnica que me gustaba tanto. La hora elegida fue las ocho de la tarde. Pasaba con gran esfuerzo del sillón a la cama para volcarme en una sesión de meditación guiada, aunque tumbada porque no podía mantener la espalda tan recta y erguida como se recomienda. Provista de cascos para profundizar más en las recomendaciones que me daba algún profesional, me olvidaba por unos minutos del mundo y era capaz de dejar mis pensamientos al margen. Con cada sesión se perfecciona la técnica y consigues resultados cada vez más efectivos y placenteros. Con la puerta cerrada y los cascos la inmersión hacia tu interior es total, salvo que la puerta no esté cerrada como tú creías. 

   En medio de la más tranquila de las sesiones, con todas las alertas desconectadas, siento como mi gato salta como un tigre encima de mí dándome un susto de muerte. Jugando con todos los cables desconecta el reproductor y la entrada de los cascos como si haciendo las tres cosas a la vez y en sigilo fuera a recibir un premio. Lo último que mi conciencia oyó fue: estás muy relajado, tu respiración es lenta y profunda y estás haciendo un viaje a tu interior cada vez más hondo, intenso y penetrante. Tuve que interrumpir la ya de por sí paralizada sesión y realizar una nueva desde el principio porque mis nervios habían alcanzado una intensidad mayor que cuando empecé con la práctica. Unos momentos después mi gato había conseguido su mejor postura, justo en la zona de mi estómago. Fue a partir de ese momento cuando pudimos reiniciar la meditación. 

Es un trabajo conjunto como comprendo poco después: el me relaja a mí con su insignificante peso y yo a él con mi respiración. Gato y proyecto yóguico por fin los dos a una con el mismo deseo de pasar unos minutos sin distracciones, en la misma respiración, en parecida posición. En paz.

Petu, 1 mayo 2022

Superpoderes que te gustaría tener – Superpowers you would like to have

No deberíamos alejarnos demasiado de esa sensación de que todo nos sale bien, de que todo va por buen camino, ese que te va a facilitar las cosas e impedir que des vueltas en círculos. Me gustaría tener ese poder que para mí es súper. A veces, incluso haciendo buenas preguntas y buscando su contestación divagas. No digo nada si las preguntas y respuestas no son las adecuadas. Eso es meterse de lleno en un jardín. Enfrentarse a una situación que puede representar un problema para ti y tener esa naturaleza especial para resolverlo, eso es un superpoder y también lo es tener la facultad de corregir equívocos, enderezar malentendidos con personas y con situaciones escabrosas en general. Ante lo ambiguo, sospechoso o dudoso de un fenómeno, poder seguir unas claves que te permitan dar una solución óptima es un don.

Cuando éramos pequeños en nuestras fantasías incluíamos facultades extraordinarias porque quizá pensábamos que las otras ya las teníamos incorporadas de serie. Preferíamos aquellas que nos otorgaban poderes más llamativos, como volar, ser invisibles o tener una fuerza titánica para desembarazarnos de aquel niño abusón o de las injusticias que cometían contra nosotros los “malotes” del patio del colegio ¿Quién no los ha buscado como deseos incluso en la época de la adolescencia? 

Nunca me ha interesado demasiado conocer los pensamientos de los demás. Bastante tengo ya con ordenar los míos y si no puedo refrenarme lo pregunto directamente. Me ayuda más conocer las intenciones ajenas cuando, a todas luces y con los datos que tengo, vienen a por mí con la clara intención de hacer daño. Las reflexiones de la mayoría son como las nuestras, incontrolables, sin freno y regodeándose continuamente en dar palos de ciego ¿Para qué querríamos meternos en otra mente que no sea la nuestra? Solo pensar en eso las palabras que acuden a mí son: ¡menudo suplicio! 

A veces tendría suficiente con dar a la flechita de deshacer, ir a la situación anterior antes de haber provocado el desastre y estar en situación de corregir esa metedura de pata. Es más reparadora para mí que la de la dirección. Aunque nunca suelo saber hacia donde me dirijo, puedo perfectamente prescindir de esta orden y hacerme con la de rectificar y poner remedio a alguna calamidad de las que bordo. Es una gran flecha, un gran mandato, es la tirita de todas las heridas, sean sangrantes o no. De existir también para la vida real, la flecha del deshacer a mí me sacaría de errores garrafales enormes, algunos inconscientes aún después de realizados, otros conscientes cuando ya los has hecho, pero ninguno a sabiendas. 

Para resumir, aquello que me gustaría poseer de forma mágica pondría lo siguiente:

–Estirar y encoger el tiempo sería fantástico, tendría en mis manos el control de los buenos y malos momentos a solo un toque de varita mágica y dispondría de ellos a gusto.

–Tener el don de la infalibilidad, para evitar fallar más que una escopeta de feria, o unas gafas para dar en el clavo (¿o sería un martillo?), acertar la diana y hacer realidad los deseos.

–Dar buenos consejos y usar de manera acertada cualquier circunstancia y colocarla a mi favor.

Tampoco pido mucho, casi nada ¿no? Nimiedades. Si me lo conceden prometo utilizarlo solo en ciertas ocasiones, y únicamente para causas beneficiosas.

Petu, 30 enero 2022

¡Una de caracoles!

Caracoles, watercolour, Petu 2022

Hija, tú eres lenta. Eres lenta como tu padre, me dice siempre mi madre… Y es verdad. Voy a otra velocidad. Hago las cosas a mi ritmo y a veces pongo de los nervios a los que me rodean; me esperan pacientemente a que acabe de hacer lo más cotidiano y pierden la calma hasta los más tranquilos. Me pones nervioso, oigo a menudo. Alguna vez he contestado, si el tono era demasiado crítico: no, yo no puedo ponerte nervioso, tú ya eres nervioso. No lo hago adrede ni mucho menos, cuando estoy en grupo aprieto el paso, soy más solícita e incluso puedo correr. Tengo claro que voy con más gente, que algunos no tienen tiempo que perder. No quiero obligar al resto a ver pasar la vida con la misma cadencia que yo. Eso suena un poco egoísta.

Pero cuando estoy sola estiro esos momentos y los paladeo. Mi tendencia a ensimismarme viene de lejos. Creo que me entretenía sola desde pequeña, que seguía mis propias cavilaciones y me costaba aterrizar cuando me hablaban si estaba en medio de mi cadena de pensamientos. La timidez también magnifica esos diálogos internos, te hablas a ti misma, tienes una vida aparte. Me relaja esa lentitud mía que irrita tanto a los demás a veces; viene muy bien para ordenarte la cabeza, el armario y la vida. Yo apostaría por intentarlo si no lo habéis hecho, aunque solo funcionara para una de las tres cosas. 

Claro que, actuar así tiene repercusiones. Cunde menos todo, te da tiempo a hacer exactamente la mitad de lo que habías programado, pero cuando acabas no se te sale el estómago por la boca, no estás agotada como cuando pierdes el autobús después de darte la gran carrera. Generalmente no siento tristeza por lo que no he conseguido terminar, pero soy consciente de que me ha llevado muchos años salir airosa si lo he alcanzado con el tiempo. He tenido que esforzarme mucho para no decir ¡mañana lo termino! No es fácil pero en algunas ocasiones he podido decir sin despeinarme ¿pero para quién es importante, para ti o para mí?

Si he conseguido muchas cosas es a fuerza de mucho ensayo-error, de sentir que un sobre esfuerzo no es malo si es puntual; pero la cadena de voy-a-agotarme-para-conseguir-algo y mañana me monto en otro tren desbocado sin un criterio concreto ni dirección aparente. No vale de nada. Si en un momento de tu vida tienes la sensación de que todo se reduce a eso no hay duda, por ahí no es. Ya sé que tampoco se resuelven las cosas con excesiva tranquilidad, pero conseguir moverte en un término medio siempre ha sido lo más saludable. Lo mejor para no claudicar en una sociedad tan acelerada como ésta es no dejar colgadas cosas sin hacer, pero tampoco permitir que la vorágine te arrastre con su enloquecida competición. No seamos nunca más correcaminos. Votemos por las carreras de caracoles.

Petu, 24 enero 2022

La última vez que te saliste de tu zona de confort — The last time you came out of your comfort zone

Soy una persona muy comodona, me gusta decir que soy bastante adaptable para evitar el movimiento, la ruptura, el cambio y a veces no es bueno. No sé si esto con la edad se atrofia y el elástico se rompe obligándote a no transigir más porque, si no, ceder acabará por pasarte factura y tomas definitivamente las riendas de tu vida; o por el contrario, al atrofiarse del todo, te obligas a continuar por el mismo sitio, a ir con cuidado y a seguir por el camino trillado aprovechando la inercia de nuevo para llegar donde siempre.

Insistir también insisto poco, incluso en circunstancias en que no debería aflojar me doy por vencida y lo dejo para mejor ocasión. Sí, soy una campeona del posponer y encima me irritan sobremanera los efectos que trae actuar así; como si la culpa fuera de los demás. He sufrido las consecuencias de la pasividad varias veces y supongo que las seguiré padeciendo. Arreglar un error mucho más tarde de lo que sería de desear es un derroche de energías y un atraso pudiendo haberlo hecho cuanto antes si no te hubiera faltado el coraje necesario. Y cuando digo error también me refiero a tomar la decisión menos valiente. No tengo perdón. Cada uno tiene su zona de confianza, la mía tiene que ser amplia y gira entorno a seguir en la rueda por tiempo inmemorial, dando vueltas hasta el mareo, adorando lo conocido, confeccionando ese surco del que no quieres salirte y haciéndolo más y más profundo porque otras veces te dio resultado. Generalmente caigo en la cuenta de que vuelvo a las andadas muy tarde. 

Todo lo anterior me ha hecho pensar en cambiar, no hace tanto de esto; en ponerme un poco en peligro, en arriesgarme pero solo lo consigo de forma muy medida, después de estudiarlo mucho. Me resulta muy difícil, me opongo a ello con todo mi ser. Me revuelvo contra mí misma pero hoy por hoy puedo decir que estoy pasando “peligrosamente” por encima de mis límites y hago exactamente lo contrario que llevo haciendo toda la vida: me estoy exponiendo con mucho miedo, me pongo a prueba sopesando todos los pros y los contras, desobedezco aplicando mucho sentido común, me revelo… poco. 

Recuperar cierta autonomía, decir lo que creo y quejarme de alguna que otra injusticia es toda una liberación y también un costoso aprendizaje. Me siento otra, me desconozco pero me gusto más que obediente y sumisa. Al menos no me enfado tanto. Quiero coger carrerilla y hacerlo sin tanto aspaviento, abiertamente. Quiero no posponer, nada de aplazar, y seguir la vocecita interior que de repetírmela mi hermana se me ha quedado grabada y no dejo de reír mientras la repito yo misma ahora cuando caigo en la cuenta de que vuelvo a las andadas: Petu, mueve el c.

Petu, 20 enero 2022

Favourite Toys — Juguetes Favoritos

Most of my favourite toys are surrounded by a story. Sometimes the toy is the centre of the story, sometimes an accessory. But, in any case, it shines in there like a mysterious symbol of beauty and wisdom.

When there’s no particular story attached, the image of the toy floats freely around in the mental sea of my childhood. For example, I can think of three of my most enjoyed toys from around the time I was ten to twelve, which simply provided endless hours of stimulating fun, although now I wouldn’t know how to make them work if my life depended on it: the Hulla hoop, the Rubik’s cube and a board game called Mastermind —I lie: there is a little story involving one of my many cheap hulla hoops but it’s a bit gruesome and I’ll leave it, perhaps for some other time. Suffices to say that the story had a happy ending for all concerned.

Other examples of toys swimming in a sea of unencumbered happiness are: baby doll Pepin, the pedal car, the shoebox-sized tv set (it wasn’t a toy and it belonged to the whole family), the black Nancy doll, the multi-purpose plastic ball… This last one does elicit a couple of anecdotes but only poignant to those interested in 1980’s precursors to today’s challenge games, or Actor’s Studio’s-type drama exercises designed by children, or the peculiarities of boxer dogs, or all of the above, so I will leave it in the drawer keeping company to the killer hulla hoop.

The toys with the real stories are: 

— The teddy bear I got the day I was born, who could growl but lost its voice after spending a whole winter up an orange tree and now lives with the plush one-eyed cat I gave my mom on her third to last birthday (it had two eyes when I bought it. I don’t remember how it happened to lose one but my teddy had nothing to do with it; they were good friends from the get-go.)

— The first picture book, which flew with me on my first air flight when I was three and seemed to mysteriously disappear in mid-air. I only know I had it because I remember looking at its wondrous illustrations during that flight, and I only remember the flight because I remember looking at the book while I was on a plane, and it could only be that plane flying to Spain from Germany on 1968.

— The toy pram forcibly left behind after having played with it only for a few days (at least in my mind) because we had to leave the country and had to fit all our possessions in a car (a Citröen 2CV, I think, although it could’ve been a later, bigger model).

— The house made by mum out of a biscuit cardboard box when I was in bed with one of the childhood illnesses and which was destroyed by a hydra that took possession of mum for a few moments while I was not doing my homework.

— The first bike, white, small and pretty, which my grandpa bought for me to the dismay of my mother and aunt, who were counting on his pension to buy bare necessities.

— The second bike, a red BH my mum got me after an all straight A’s 4th grade, which got stolen but then retrieved when I was walking along the path by the almond tree fields. Some children and the woman with the burned-out face who I had seen many times in the neighbourhood but who I had never talked to were walking along the same path in the opposite direction. The burned woman was carrying my bike by the handlebar. She readily gave it to me when I started screaming it was mine. She assured me she didn’t know. 

— The third bike, another BMX. It also got stolen and it also got found, this time by my proactive detective work, of which I remember being very proud of at the time. Not so proud of making a little gitana girl cry because she was so frightened of her parents reaction at her older brother being found out for stealing a bike. I assured her I wasn’t going to tell the police.

I remember being naked on the beach. My mum wanted my brother and I to be naked on the beach —after all, it was Ibiza in the 70’s. The other children weren’t naked, not on that beach, but after the few initial minutes, I didn’t mind that much. I felt equally naked and equally dressed all the time, whether I had clothes on or not. I felt as if my skin was thick and deep blue, like the one of that Indian god’s. 

I would lie on the warm sand and observed the dung beetles do their work by the dunes for hours. Oh, their scent and their perfect beauty! All those toys I mentioned are treasures in the picture book of my life. What of the treasures that cannot be stolen, lost, spoiled or left behind because they weren’t yours to keep, simply there for you to enjoy and then let go? And aren’t all toys merely apparent possessions, simply there for us to enjoy and then let go?

Vivi, January 20th 2022

Juguetes favoritos

La mayoría de mis juguetes favoritos, ya que escoger uno sería un disgusto para los demás, están rodeados de una historia. A veces el juguete es el centro de la historia, a veces un accesorio. Pero, en cualquier caso, brilla ahí dentro como un misterioso símbolo de belleza y sabiduría.

Cuando no hay una historia concreta, la imagen del juguete flota libremente en el mar mental de mi infancia. Por ejemplo, se me ocurren tres de los juguetes que más me gustaron entre los diez y los doce años, y que simplemente me proporcionaban interminables horas de diversión estimulante, aunque ahora no sabría hacerlos funcionar ni aunque me fuera la vida en ello: el Hulla hoop, el cubo de Rubik y un juego de mesa llamado Mastermind —miento: hay una pequeña historia relacionada con uno de mis muchos Hulla hoops baratos, pero es un poco truculenta y la dejaré, quizá, para otra ocasión. Baste decir que la historia tuvo un final feliz para todos los implicados.

Otros ejemplos de juguetes que nadan en un mar de felicidad sin obstáculos son: el muñeco Pepín, el coche de pedales, el televisor del tamaño de una caja de zapatos (no era un juguete y pertenecía a toda la familia), la muñeca Nancy negra, la pelota de plástico multiusos… Esta última sí que suscita un par de anécdotas, pero sólo conmovedoras para quienes se interesen por los precursores ochenteros de los actuales juegos de reto, o por los ejercicios teatrales tipo Actor’s Studio diseñados por niños, o por las peculiaridades de los perros bóxer, o por todo lo anterior, así que lo dejaré en el cajón haciendo compañía al hulla hoop asesino.

Los juguetes con verdaderas historias son: 

– El oso de peluche que me regalaron el día que nací, que podía gruñir pero que perdió la voz después de pasar todo un invierno subido a un naranjo y que ahora vive con el gato de peluche tuerto que le regalé a mi madre en su antepenúltimo cumpleaños (tenía dos ojos cuando lo compré. No recuerdo cómo fue que perdió uno, pero mi oso de peluche no tuvo nada que ver; fueron buenos amigos desde el principio).

– El primer libro ilustrado, que viajó conmigo en mi primer vuelo en avión cuando tenía tres años y que al parecer desapareció misteriosamente en el aire. Sólo sé que lo tenía porque recuerdo haber mirado sus maravillosas ilustraciones durante ese vuelo, y sólo recuerdo el vuelo porque recuerdo haber mirado el libro mientras iba en un avión, y sólo podía ser ese avión en el que volaba a España desde Alemania en 1968.

– El cochecito de bebé de juguete, abandonado a la fuerza después de haber jugado con él sólo unos días (al menos en mi mente) porque teníamos que salir del país y debían cabernos todas nuestras pertenencias en un coche (un Citröen 2CV, creo, aunque podría haber sido un modelo posterior más grande).

– La casa hecha por mamá con una caja de cartón de galletas cuando yo estaba en cama con una de las enfermedades de la infancia y que fue destruida por una hidra que se apoderó de mi madre durante unos momentos mientras yo no hacía los deberes.

– La primera bicicleta, blanca, pequeña y bonita, que me compró mi abuelo para consternación de mi madre y mi tía, que contaban con su pensión para comprar lo más necesario. (Esta bicicleta se menciona en otra historia llamada Gracia, o Grace).

– La segunda bicicleta, una BH roja que me regaló mi madre después de haber sacado todo sobresaliente en 4º de primaria, que me robaron pero que luego recuperé cuando paseaba por el camino junto a los campos de almendros. Unos niños y la mujer con la cara quemada, que había visto muchas veces en el barrio pero con la que nunca había hablado, iban por el mismo camino en dirección contraria. La mujer quemada llevaba mi bicicleta por el manillar. Me la dio de buena gana cuando empecé a gritar que era mía. Me aseguró que no lo sabía. 

– La tercera bicicleta, otra bicicross. También me la robaron y también la encontré, esta vez gracias a mi proactiva labor detectivesca, de la que recuerdo estar muy orgullosa en aquel momento. No tan orgullosa de haber hecho llorar a una niña gitana porque estaba muy asustada por la posible reacción de sus padres al ser descubierto su hermano mayor por robar una bicicleta. Le aseguré que no iba a decírselo a la policía.

Recuerdo estar desnuda en la playa. Mi madre quería que mi hermano y yo estuviéramos desnudos en la playa; después de todo, era Ibiza en los años 70. Los otros niños no estaban desnudos, no en esa playa, pero después de los pocos minutos iniciales, no me importó mucho. Me sentía igualmente desnuda y vestida a la vez todo el tiempo, tuviera o no ropa puesta. Sentía como si mi piel fuera gruesa y de un azul intenso, como la de aquel dios indio. 

Me tumbaba en la cálida arena y observaba a los escarabajos peloteros hacer su trabajo junto a las dunas durante horas. ¡Oh, su olor y su perfecta belleza! Todos esos juguetes que he mencionado son tesoros en el libro de imágenes de mi vida. ¿Y qué hay de los tesoros que no se pueden robar, perder, estropear o dejar atrás porque no eran tuyos para conservarlos, simplemente estaban ahí para que los disfrutaras y luego los dejaras ir? ¿Y no son todos los juguetes meras posesiones aparentes, simplemente para que los disfrutemos y luego los dejemos ir?

Vivi, 20 enero 2022

©Viviana Guinarte

Qué te hace reír — What makes you laugh

Como a todos, cuando estoy de buen humor me hace reír cualquier cosa; nada o casi nada escapa a mi predisposición a echar una gran carcajada. El ingenio, la chispa y la suave ironía me pueden. Mi intención es aproximarme a todo eso a propósito para disfrutarlo, y también lo busco siempre en los demás. La gansada me atrae como un imán al hierro.

Pero ya si oigo la risa cristalina de un niño jugando, disfrutando y contagiándosela a otros, se convierte en el no va más. Pasar por un jardín de infancia, un cole o cualquier parque y sentirte atrapado por esas risas es como escuchar el gorjeo de los pájaros. Te detengas o no, si las has sentido, se quedan unidas a ti un buen rato. Otro sonido que me provoca una sonrisa porque suena a eso, a reírse, es el sonido del agua cuando baja por un riachuelo.  De todo lo que se te puede pegar, esto es de las cosas más agradables con las que puedes encontrarte. El ”regustillo” puede quedarse mucho tiempo y es del rico.

También disfruto cuando se producen coincidencias en la conversación y dos personas repiten al mismo tiempo una frase o cuando estás hablando con alguien y está reproduciendo literalmente tus pensamientos, eso me parece el sumun de la casualidad; si hablas de alguien y te lo encuentras o te llama, o incluso en el mismo día te cuentan algo sobre él, ¿no es lo máximo?

Los chistes tontos, los juegos de palabras y el equívoco son también mi debilidad y por lo mismo me gusta mucho conocer a personas que tienen un agudo sentido del humor. La ocurrencia, la gracia, sacarle punta a todo pero sin despellejar a nadie con ello; la burla por la burla en una situación, sin ir en contra de una persona, porque no se trata de echar leña al fuego. 

La mejor carcajada del mundo la de mi sobrina siendo bebé, por su contundencia y por lo inesperada, en una habitación fuera del alcance de los mayores que estábamos de sobremesa. Una de mis debilidades era jugar con todos, hacerles cucamonas, gestos para provocar sus risas. La que incité en ese momento fue tan inusual que toda la familia acudió corriendo, pensando con horror en qué estaba haciendo para que sonara así en un bebé tan pequeño. Después fui capaz de reproducir ese momento así que, lo que provocó la felicidad de mi sobrina esa vez, no sé si era el ruido de un papel de regalo al estrujarlo o mecerla y a la voz de: un, dos, tres, echarla sobre la cama para que saltara varias veces con el impulso. Ese crujido o quizá el rebote, no puedo asegurarlo, fue lo que encendió su carcajada, que de un soplo provocó la mía, así como la preocupación de todos los demás que, muy alterados, entraron en la habitación en tromba, prohibiéndome de paso que siguiera con aquello. 

Juegos aparte, ya sea sonrisa, risa o carcajada (en cualquiera de sus grados) son herramientas que utilizo como tabla de salvación, como válvula de escape, y funciona; te cambia el talante, la forma de recibir las cosas y el mal humor por una actitud alegre, positiva. He oído que la alegría, el tomarse todo de una manera más liviana y no complicarse tanto la vida libera tensiones y mejora la memoria. Mae West, célebre actriz que triunfó entre los años 20 y 40, conocida por su recalcitrante provocación e ironía, dijo que el sentido del humor es el que ayuda a sobrellevar a los otros cinco. 

Petu, 17 enero 2022

Gracia

P de pequeña (a), Vivi 2021

Hoy era el cumpleaños de su madre. O el día del nacimiento de su madre, si se tenía en cuenta que su madre había fallecido hacía veinte. Se decía así ¿No?: El aniversario del nacimiento de… Pero no, esa pomposa expresión se reservaba para la gente famosa, y su madre no había sido famosa, ni pomposa. El caso es que todos los años, el día del cumpleaños de su madre Gracia hacía algo especial, distinto a lo que hacía todos los días, en honor a su madre. ¡Viva mamá!, pensó. Curiosa expresión, pensó. Su madre estaba muerta, pero, ¡Viva mamá! Como ¡Viva Zapata! Aunque estuviese muerto.

Tomando su primer café de la mañana se le ocurrió que podía mirar las fotos de familia, algo que no había hecho desde hacía años. Sacó la vieja lata de fotos del armario de la salita y con ella bajo el brazo, Gracia abrió la puerta del jardín y se sentó en los escalones. Puso la lata en su regazo y la miró sin abrir, como quien hace una pregunta.

Siguió vigilando la lata de fotos, el dibujo de flores desgastadas, las líneas de óxido que formaban ya parte del dibujo. Más que vieja, la lata era antigua. Había pertenecido a su madre desde que su madre era niña. Al principio, cuando se compró en la tienda vete tú a saber donde, llevaba polvo de chocolate dentro; después, cuando se acabó el polvo de chocolate, se limpió cuidadosamente y fue la lata de los hilos de coser y de la cinta métrica y del alfiletero. Cuando Gracia heredó la lata, ya quedaban pocos hilos y pocas ganas de coser por lo que trasladó ese oficio del pasado a una caja más pequeña, y metió en ella el pasado familiar en forma de fotos, que ocupaba bastante.

La mujer levantó los ojos un momento para mirar al jardín. Le llamaban jardín porque estaba en las inmediaciones de su casa y estaba rodeado de un muro. Pero ¿era realmente un jardín? Su hijo había hecho la observación recientemente de que aquello no era un jardín, porque había mirado la definición de jardín en Google y ponía que era un “terreno en el que se cultivan plantas y flores ornamentales”. Ahora, observándolo, Gracia pensó “bueno, plantas y flores hay”. Era un jardín, concluyó, cultivado por la naturaleza, ornamentado tal y como a ella le daba la gana. Vio en ese momento un negrísimo mirlo con un pico muy naranja posándose en una de las baldosas del camino a la verja, la única baldosa que todavía se podía ver entre la maleza. El tipo de jardín preferido por los pájaros, pensó Gracia. Inspiró hondo, exhaló fuerte, el mirlo se echó a volar. 

Abrió la lata. Las fotos de arriba eran de la familia más reciente en su vida: sus hijos, su marido… Cuidadosamente, metió la mano derecha dentro de la lata por uno de los lados hasta alcanzar el fondo de la misma. Pinzó una de las fotos entre el pulgar y el índice, y la sacó a la luz. La miró. Conocía esa foto. Era su madre el día de su primera comunión. Le dio un vuelco el corazón. ¡Qué guapa era su madre! ¡Y cómo nunca dejó de ser niña! Ese último pensamiento cogió a Gracia por sorpresa; nunca antes había sido consciente de ello, pero era verdad: su madre fue niña incluso dentro de su cuerpo de adulta. ¿Podía decir lo mismo de sí misma?

Le dio la vuelta a la foto. Efectivamente, tal y como recordaba, allí estaba el mensaje que el padre de su madre le había escrito: “En recuerdo de este sagrado día de tu primera comunión, te deseo que te conserves siempre en este estado de pureza y candor. Tu padre, Francisco”.

Su madre había odiado ese mensaje y así se lo había hecho saber a su hija, y su hija lo había odiado con ella en solidaridad emocional e intelectual. “Tu abuelo era un fanático religioso”, le explicó su madre en repetidas ocasiones. “Todos los días, salía de casa a las seis de la mañana para ir a misa. Siete días a la semana, recorriendo el camino campo a través hasta la iglesia. Y cuando volvía comía tres comidas en una. Sí, comía una vez al día. Y luego se encerraba en su habitación y pasaba el resto del día allí, rezando y leyendo la Biblia y el Nuevo Testamento. No le hacía caso a tu abuela, ni la ayudaba en nada, ni en la casa, ni en la huerta… Y como la mísera pensión de militar que tenía tu abuelo no daba para alimentar a la familia, tu abuela se partió la espalda trabajando la huerta, y vendiendo las verduras y las frutas en el mercado del pueblo”.

Gracia levantó los ojos de la foto con la niña ataviada de blanco vestido, blancos guantes, blanco rosario, blanco misal y blanca limosnera. Su mirada se fijó en la enorme celinda que había en su jardín-selva, cuajada de flores, también blancas. 

Reflexionó sobre aquel paternal mensaje. Si separaba esas palabras del hombre que las había escrito, si obviaba su religiosidad, y el intrínseco espíritu puritano, crítico, anti-sexual ¿Qué tenía todo eso de malo? ¿Qué había de malo en la pureza y el candor? Viendo la celinda y su extraordinaria flor blanca, sencilla, sincera y perfumada, no se le ocurrió nada.

Quizás su madre y ella habían interpretado mal las palabras del padre y abuelo Francisco. Quizás no era malo desearle a nadie una vida abundante en pureza y candor. Sobre todo teniendo en cuenta que la pureza y el candor también podían ser sensuales (siendo las blancas flores de la celinda un claro ejemplo de ello). 

¿Cuántas interpretaciones se podían dar a las palabras? Gracia lo sabía bien por su propio nombre. Solía odiarlo también, porque los niños se metían con ella cuando era niña: “Jaja, qué gracia das, Gracia!, le decían”. “Gracia, tienes que dar las gracias”, le decían. Pero luego más tarde, en clase de religión empezó a oír la palabra gracia en relación a Dios. La gracia de Dios, decía el profesor. Sus compañeros soltaban risitas cuando oían eso. En el recreo reían abiertamente: “Jaja, Dios es gracioso”, cuchicheaban, por si el profe de religión andaba cerca. Gracia se reía con ellos, porque a ella esa idea también le parecía graciosa. Pero sabía bien que la gracia divina quería decir otra cosa, una cosa muy seria y muy grande: la benevolencia y la generosidad desinteresadas que impulsan la creación e imbuyen a todo ser viviente. 

Desde que entendió eso a su manera de niña, le gustó su nombre. Hasta que un día le preguntó a su madre por qué le había llamado Gracia. Su madre le explicó con una sonrisa de orgullo y bochorno que venía de su actriz preferida: Grace Kelly. Grace era gracia en inglés pero, claro, no le iba a poner un nombre en inglés. “La gente no lo habría entendido y lo pronunciaría mal, y más en aquellos tiempos en los que la gente pronunciaba los nombres de los actores extranjeros tal y como se escribían,” dijo riéndose. “Encima los niños se habrían burlado de ti. Ya sabes como son”. La decepción de Gracia fue profunda. Vaya, el nombre de una actriz de Hollywood. Traducido al español, encima.

Suspirando de nuevo, la mujer se puso en pie. Aunque todavía era temprano ya se estaba cociendo allí fuera en lo que iba a ser un caluroso día de junio. De todas formas, necesitaba otro café y algo de comer, que todavía no había desayunado. Entró en la casa. Le envolvió la frescura y la penumbra. No sintió la presencia del marido, que seguiría fuera, vagando deprimido por los campos. Sí sintió la presencia de los hijos, adolescentes enfadados y confusos,  durmiendo todavía en cama. La náusea del remordimiento le retorció las tripas. ¿Sería su culpa que los demás a su alrededor no fuesen felices como ella? ¿Estaría acaparando toda la felicidad disponible en su inmediatez? ¿Por qué su felicidad no contagiaba a sus seres queridos? 

Miró el pasillo oscuro que daba a las habitaciones. Al final del pasillo a la izquierda estaba el hueco sin puerta que daba entrada a la cocina. De ahí venía un halo de luz sin mucho convencimiento. También de ahí y también débil vino el tañido de algo pequeño, como un utensilio de metal. Gracia se imaginó a un ratón golpeando un cacito con una cucharilla. Un ratón colorao que se pasaba a sus tres gatos por el forro. Dio un paso para adentrarse en el pasillo y de repente le alcanzó un perfume familiar, que no obstante no supo identificar. Siguió andando por en el pasillo y el perfume se intensificó. También la luz al final tomó fuerza. Cuando llegó a la cocina vio que sí había una puerta. Una vieja y gruesa puerta de madera dividida en dos mitades, la de abajo y la de arriba, pintada de verde, como la puerta de la casa de su niñez. La mitad de arriba estaba abierta de par en par, la de abajo estaba cerrada con el pestillo. Gracia corrió el pestillo, preguntándose por qué estaba colocado de este lado y no del lado de la cocina. Cuando abrió la puerta vio el porqué: donde estaba su cocina estaba lo que en su familia llamaban el alboio, es decir, el porche, y más allá, el jardín de su infancia. Vaya, pensó Gracia, hacía tiempo que no tenía una experiencia mística o extrasensorial. Desde hacía por lo menos dos décadas. Esperaba que fuese algo más larga que la última, que había durado sólo unos segundos. 

P de pequeña (b), Vivi 2021

Atravesó el alboio hasta el jardín donde empezaba el estrecho sendero que lo atravesaba hasta la cancilla del fondo. A la izquierda vio el primero de los muchos frutales que estaban en el jardín: un naranjo. Ese era el perfume que la invadía, el de las flores del naranjo. Sintió la presencia de su abuelo Francisco en el árbol. Recordó cuando el abuelo se subió al naranjo para cogerle una naranja de lo más alto, y se cayó al suelo con un catapúm de todo su cuerpo y una fuerte exhalación por la boca. ¡Cómo se rió la niña! Mamá y la tía Amelia salieron corriendo de la casa. ¡Cómo se asustaron y se enfadaron con el anciano por haber intentado semejante locura! ¿Y tú? Le riñeron a la niña ¿Qué haces riéndote? Pero la niña no se sintió mal: el abuelo no se murió ni se rompió nada, y le dio la naranja, que era lo que los dos querían. Gracias abuelo.

La mujer vio el pozo al lado del naranjo; el pozo que daba el agua más rica que había bebido en su vida. Apoyada en el pozo, vio la pequeña bicicleta blanca; la primera bicicleta que tuvo. Se la compró el abuelo. Llegó un día del pueblo con ella. La puso en el alboio apoyada en sus ruedines y dijo a la niña: Para ti. Mamá y la tía Carmen salieron a ver, y se asustaron y se enfadaron: el abuelo Francisco la había comprado sin consultar. Se había gastado la pensión del mes. Pero, claro, la niña estaba loca de felicidad, y no devolvieron el regalo. El abuelo sostuvo la bici por detrás mientras Gracia la montaba recorriendo el estrecho senderito hasta la cancilla del fondo.

La mujer volvió a su cocina. Ya no estaba en el alboio de suelo desgastado y tejado desvencijado. Miró hacia atrás y ya no había puerta en su cocina, ni de dos hojas ni de ninguna. Sólo el hueco por el cual entró su marido, que se sorprendió al verla.

“¿Dónde estabas?” preguntó con cara enfadada. “Me estaba empezando a asustar. Te he estado buscando por todas partes. Pensé que te había pasado algo”.

“No me ha pasado nada”, respondió la mujer. “Y he estado aquí en todo momento”.

Vivi, 23 diciembre 2021

©Viviana Guinarte, 2021


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De ahora en adelante

Reloj de arena, Petu 2021

Un buen día te levantas y todo sale a pedir de boca. Los acontecimientos se suceden tranquilamente, parece que obedecen a una razón desconocida. Te vuelve la calma y sientes la necesidad de dejarte llevar porque no te arrastra ni te posee el drama. Sabes que darle la razón a lo que pasa es la respuesta. Por una vez te entregas a lo fácil, para que no se desate tu cólera interna que intenta reorientar todo hacia la consecución de tus caprichos infantiles.

Y ya está, ahora es como tirar de un hilo flojo, suave, que no se enreda si no es levemente entre tus dedos. Cada pulso ocupa su sitio y cada respiración inspira a la siguiente en un continuo que sigue provocando una cálida pereza. No hay sopor ya que los sentidos sin estar exaltados se activan provocando un baile de placenteras sensaciones. No ceder a ellas es como pecar, parece más una renuncia que una entrega; aunque la renuncia recuerda a la negación y la entrega te deja un rastro de regustillo dulce, aquí obedece a otros estímulos. Aquí ceder a las sensaciones es no precipitarse pues no tiene esa violencia, no pierdes tu esencia sino que la ganas. Te apoderas de tu verdadero yo para asirle y no para aferrarte con miedo y ansia a él.

Aprovechar ese momento que entra sin avisar y que en cualquier momento te abandona es como dejarte flotar por aguas en calma. Y es que a veces no lo hacemos. Secuestramos esos momentos devolviéndoles la violencia del estrés, de la prisa en la que siempre, todos, estamos inmersos. No vale intentar reproducirlos. Con el esfuerzo se evapora su esencia. Solo queda estar abierto a la visita inesperada pero cálida y deseada. Solo cabe soñar  cuando no viene, cuando no está aquí. Al valorar todo esto le hacemos una seña para que se adelante cuando apenas se ha asomado para saludar. Le damos la bienvenida y volvemos a tirar sin ansia de nuestro hilo.

Petu, 7 diciembre 2021