¡Esa pierna!

Recuerdo los últimos días de trabajo como algo muy doloroso tanto en el nivel físico como en el nivel emocional. Sin ayuda de mi profesión no concebía ninguna esperanza dentro del futuro más material en el que nos solemos mover todos por imperativo legal y sin embargo sabía que mi única opción era dejarlo por mi bien, por mi salud. Una de las razones que esgrimía: me dolía horriblemente la pierna y necesitaba creer que no faltaba nada para ir a casa o reunirme con mis amigas después del trabajo y celebrar algo, ¿pero qué? No sé si la situación admitía celebraciones. En plena disyuntiva del “por donde tiro” no veía en las actuales circunstancias nada que fuera más allá de mi seguridad, y que se diera de por vida; era todo por lo que había luchado, había dado lo mejor de mí, mis mejores años y miles de horas sin apenas obtener nada a cambio. Espera: sí, ahora que recuerdo. Dinero… que había invertido en una casa en la que no viviría y tenía alquilada para pagar una hipoteca que no se acababa nunca. 

Mi pierna me decía que me dolía ponerme en marcha pero yo contestaba que era más cómodo haber luchado ya por el puesto que tenía y que ahora tocaba apoltronarse. No “meneallo” para que no se descolocara nada. Pues el hecho es que el dolor me avisaba de dos cosas, la primera es que permanecer ahora en el mismo sitio de siempre me producía grandes molestias y que acudir en la dirección en la que tenía por costumbre avanzar también se me hacía insoportable. Mi pierna y yo íbamos por libre y de momento no nos poníamos de acuerdo. Teníamos intereses distintos: yo la tranquilidad, la monotonía de un trabajo siempre igual que no me planteaba ningún reto profesional desde hacía mucho tiempo, y tampoco me ofrecía ninguna inspiración. Ella, la dichosa pierna, me decía a gritos (de dolor) que debía ponerme en marcha hacia otro sitio, cambiar mis objetivos, al menos elegir uno por el que recuperar la ilusión, uno en el que interviniesen sueños aún no realizados, nuevas emociones. La vida, eso que nos despierta, nos agita pero también nos desconcierta como nada. Urdir planes no es nada fácil en esta situación, pero quedarse sin hacer nada era muy desgarrador también (además de por el sufrimiento no iba con gusto a trabajar,…pero ¿quién en su sano juicio lo hace?).

Creo que era buena en mi trabajo, hubo un tiempo en el que me gustó ejercer, incluso hubo un tiempo largo en el que disfruté. Me sentía indispensable, porque lo era, porque era la única que defendía este tenderete y al estar sola el puesto abarcaba ya más de lo que mis fuerzas, mi pierna y yo misma podíamos sostener: ayudante, auxiliar, ordenanza, clientes, teléfono, recados, correos, documentos, supervisión, gestión, control de las diferentes oficinas, comprobación de datos, cantidades. Sí, debía de ser buena, muy buena pues ni me cambiaban por otra, (bueno, hubo veces que puntualmente me cambiaron por dos) ni me ofrecían una ayuda más sostenida en el tiempo, algo más que unos mesecitos para ir tirando.

En un primer momento no sabía que podía abarcar tanto, pero se fueron acumulando tareas y años y yo tiraba de ellos junto con el carro. ¿no me dolerá por eso la pierna? ¡Quién sabe! Mis despistes siempre han tenido la etiqueta de colosales pero, salvo alguno que otro puntual, generalmente los dejaba dentro de la esfera personal porque en ella no me veía obligada a poner tanta atención. Era más caótica la persona que la trabajadora. Y desde luego tenía puestas más certezas e ilusiones en ésta que en aquella. Las dudas me las planteaba y las debatía ya en mi casa, en el sofá o con la almohada. Contra todo pronóstico, llevaba una pila de años intentando mejorar mis condiciones laborales aunque también me trabajé mucho en esos años mi estado emocional.

 El psicólogo del colegio, en cierta ocasión, me puso en una nota aparte que estaba dotada de un rico mundo interior, cosa que hizo reír mucho a mi padre, que siempre esperó entre divertido e incrédulo a que esa riqueza se expresara pronto, que saliera algún día a la luz. No sé si esa coletilla profesional le funcionó como muleta al psicólogo pero siempre que pensaba en ello me alivió saber que, al menos, pudiera haber algo interesante en las profundidades de mi cerebro, solo tendría que indagar, me dije resuelta. Y me puse a ello. No sé si por eso mismo desde pequeña fui proclive al ensimismamiento porque me gustaba estar sola y darle caña a las ensoñaciones. Ahora digo que me voy a meditar; antes me quitaba de en medio y me entregaba con pasión a “mis cosas”. Mi madre siempre me contó que fui una niña que se entretenía sola durante horas, con juguetes o sin ellos. No daba mucha guerra. En algún momento estábamos rondando por ahí cinco hermanos con edades muy similares haciéndonos fuertes por toda la casa. Hay que entender la importancia que ese detalle tuvo que tener para mi madre y para el resto de la familia aunque solo fuera durante la fuerte presión demográfica que vivimos en esa época.

 Algún tiempo después de la niñez yo hacía mis pinitos en cuanto a plantearme interrogantes, entraba en lo que a mí me parecía lo más recóndito de la mente e iba en busca de respuestas, ponía en cuestión mis dudas y quería creer que algunas las dejaba atrás mediante este procedimiento. De eso se trata en parte el hecho de madurar… en resolver, hacer lo mismo que haces pero intentar hacerlo mejor, con criterio. Cuestionarte todo sin entrar en un soliloquio paranoide; más bien consiste en hacerte preguntas con el objetivo de obtener respuestas. Avanzar y sorprenderte siempre con los resultados de lo que un día fuiste capaz de hacer, ponerte cara a cara con tu mejor logro y eso no se consigue mas que intentándolo de nuevo. 

 A medida que van pasando los años dejas de hacer cosas por impulso. Claro que si una es miedosa lo sigue siendo siempre, pero yo hice cosas que hoy me parecen impensables: como dejar un trabajo porque sí. Hoy casi es un alarde, tal y como está todo. A otra edad y por mucho menos habría dejado este puesto al que hoy me aferro con uñas y dientes sin echar cuentas de que puede ser el inconsciente el que me impida ir a trabajar “regalándome” un dolor tan grande. ¡Cosas más extrañas se han visto! y de momento debo entregarme a estos pensamientos por si se me quita el dolor, por si no va a más y debo decidirme por hacer algo; lo mismo o algo muy diferente. Y es que madurar está muy bien pero solo si no te impone una fuerte inmovilidad, una gran coraza o un intenso dolor. Solo si te deja ser de alguna manera más libre y no sientes que caes por un precipicio solo por tener que tomar una importante decisión. Por otro lado está la irreflexión que, aunque no es de por sí un signo de madurez, puede que te ponga en órbita hacia sitios que te beneficiarán mucho tanto como persona como profesional. Quizá porque no lo has pensado demasiado; quizá porque, al verte impelido en algunos casos hacia lo desconocido, podrías aceptar de buen grado una propuesta imprudente o en cierto modo irracional. Y a todo eso no digo yo que no esté bien, pero es que de pensarlo un poco no iría, no me la jugaría y no me liaría la manta a la cabeza. ¡Qué hacer! Si un impedimento físico dificulta el normal desempeño de mi trabajo habitual, ¿tengo que cambiar de actividad? Pregunto porque el tema laboral está que arde… Seguimos interpretando ese dolor de pierna que me dice que lo que estoy haciendo ya no es mi camino, que me duele cuando voy a donde-no-quiero-ir. 

Recuerdo que hace unos años me pasó poco más o menos algo así pero con un súper esguince. Un tobillo que alcanzó las dimensiones de una pierna y negro como tizón que me hizo permanecer un mes largo de baja, una baja feliz porque me mantenía en casa leyendo, escribiendo, pensando en mis cosas. Aunque dolía mucho, era preferible esto a ir a trabajar. Si no me conociera bien diría que en aquel momento de mi vida quería desentenderme de mis responsabilidades, pero por muy difíciles que se pusieran las cosas yo no podía escapar entonces a ellas. Ese era el quid de la cuestión: el sentido del deber me obligaba una y otra vez a vérmelas con el dolor por aquello que no me llenaba, una circunstancia triste cuando sientes que aún tienes mucho que dar. Mucho, mucho… y ganas, aún las tienes todas. Hoy me encuentro todo el rato como pez fuera del agua, que lo he dado todo, que no me vincula ya nada a mi antigua profesión y que no mantengo ni de lejos esa ilusión cuando hago frente, soluciono y resuelvo cualquier reto laboral de envergadura.

Por ahora, como aún no me ha sobrevenido ninguna epifanía, cero información que me alumbre y tampoco he recibido por correo ninguna idea feliz, seguiré indagando y seguiré informando también en la medida de lo posible.

Petu, 6 de junio 2022

¡Qué tía!

Recuerdo varios casos de tirón de bolso, ese procedimiento que utilizan los amigos de lo ajeno para apropiarse de bolsos de incautos que pasean por la calle sin tomar demasiadas precauciones. Solo uno de los tres prosperó como los cacos deseaban. En todos hubo una fuerte y clara oposición, una lucha abierta por lo que es de uno y no lo cede a la fuerza sin oponer una justa y fiera resistencia, todas presentaron batalla. No presencié ninguno de los episodios, en todos ellos me contaron los pormenores aquellos que los presenciaron y en los tres salió de lo más profundo de mí un elogioso ¡qué tía!

El primero lo contaron unos familiares que salieron a dar un paseo por el barrio. De lejos vieron como un sujeto realizaba sin mucho miramiento su  vergonzosa acción, tirando al suelo a una mujer mayor con el único propósito de llevarse su bolso y si para ello tenía que arrancárselo pues parece que lo habría hecho. La mujer empeñada en que ese desconocido no se saliera con la suya, terca y agarrando el bolso se dejó arrastrar varios metros. Esta pareja de conocidos que lo estaba viendo corrió en ayuda de la mujer gritando: ¡suelte el bolso, suéltelo! La pobre infeliz, como si realmente oyera lo contrario de lo que le decían lo apretaba más y seguía siendo arrastrada por el desaprensivo atacante que, al ver que había llamado la atención por más tiempo del estrictamente necesario para perpetrar su fechoría y se acercaba alguien a socorrer a su víctima, salió huyendo sin bolso. Las fuerzas de la señora no menguaron y por eso mismo vio como el asaltante desaparecía por las calles del barrio. 

Se levantó del suelo con ayuda de varias personas hecha un ecce homo con el  abrigo roto, las medias agujereadas y sangre en las rodillas. Además del susto en el cuerpo y los nervios la pobre mujer también tuvo que sufrir la reprimenda de todos los espectadores por no haber cedido desde el principio, soltando el bolso y ahorrándose el arrastre y las heridas. 

El segundo caso fue el de una persona aún más recalcitrante, lo protagonizó un familiar muy cercano y querido en la familia. Terca, obstinada y con gran determinación, nuestra tía abuela bien entrada en la edad madura disfrutaba de una envidiable condición física. Se apuntaba a muchos de nuestros juegos que requerían un gran esfuerzo a la altura de muy pocos mayores. Cuando nos disponíamos a jugar era ella incluso la que los proponía. Comba, goma, el pañuelo…¡qué sé yo! Era de sobra conocido en la familia su desparpajo en general pero también su facilidad para relatar historias disparatadas, contarnos los libros que leía exagerando todo lo posible y consiguiendo que acabaran siendo un gran absurdo. A todo le daba su peculiar visión aprovechando para cambiar las palabras, el orden de las frases; inventando un idioma nuevo que solo nosotros conocíamos. Risueña, divertida, activa y muy peculiar siempre fue por libre. Aunque ya conocíamos al menos la mitad de sus sorprendentes salidas, raras veces nos dejaba indiferente. Solo pasaba algunas semanas en verano en el mismo pueblo que nosotros porque ella residía en Valencia capital. Allí tuvo lugar el suceso que ocurrió en segundo lugar, que me contaron de joven y que tuvo como protagonista a nuestra pizpireta tía.

Parece ser que iba a hacer unos recados por alguna de las calles principales de Valencia, en una hora en que no eran demasiado transitadas. Portaba su bolso con actitud despistada que es la preferida de los ladrones. Supongo que la visual que el caco realizó para escoger a su víctima no fue del todo acertada, pues aquel individuo sufrió en sus propias carnes tan nefasta elección. Al notar que tras el tirón le arrebataban el bolso mi tía salió corriendo detrás del caco y cuanto más apretaba éste el paso más corría ella detrás. Sin aflojar velocidad ninguno de los dos, parece que se dieron una larga carrera por varias calles de alrededor, durante la cual el infeliz pretendía dar esquinazo a la dichosa señora. Un rato después, decaído, doblado por el esfuerzo y encorvado sobre sus rodillas, (suponemos que lamentando su mala suerte también), intentaba recuperar el resuello sin dar crédito a lo que la abuela daba de sí.

Al ver que el ladrón paraba para tomar un descanso, mi tía aprovechó para camelárselo. Mira hijo, no te voy a dar el bolso voluntariamente. Yo aún tengo aguante para rato, así que si no quieres seguir tira el bolso y el monedero y quédate el dinero que llevo. Si no, seguimos corriendo, tú verás, ¡como quieras! 

Solo un minuto después y habiendo calibrado no solo lo desentrenado que estaba él y el fuelle de la señora decidió hacerle caso antes de sucumbir o desplomarse en el suelo. Con el orgullo herido y el miedo en el cuerpo por si se le echaba encima la policía se plantearía que no podía ni contar lo sucedido por el descrédito que esto iba suponer a su carrera, nunca mejor dicho. Así que, estudiadas las opciones, abatido y humillado, abrió el bolso saco el dinero del monedero y dejó todo en la calle para que aquella odiosa mujer dejara por fin de perseguirle.

La tercera víctima de un atropello similar no fue otra que mi hermana, la pequeñita de la casa. Estaba con el resto de los hermanos que se habían animado a hacer un viajecito a Andalucía. Descansando y disfrutando de un relajado aperitivo en una concurrida terraza, con el calor y la actitud indolente de las vacaciones, no repararon que uno de los bolsos estaba algo lejos para ser controlado. 

Como cuando unos descansan otros siguen alerta, alguien vio la posible ganancia, aprovechó la situación y el bolso pasó rápidamente a otras manos. Rápida como una flecha, mi hermana, deshaciéndose de las incómodas sandalias, de dos zancadas dio alcance al ratero enganchándolo desde atrás por el cuello de la camiseta. Aquel impresentable ya se había subido a una motocicleta que estaba preparada para salir pitando y aunque agarrado, no lo estaba con suficiente firmeza. Con el acelerón mi hermana perdió su presa, escurriéndose rápidamente como un pez de entre sus dedos. No hay cosa que más rabia dé que te roben y estar a punto de recobrarlo todo, así que con la adrenalina a tope y muy enfadada se dirigió al resto de hermanos diciendo: ¡anda que me habéis ayudado! 

Desde luego fue en aquella ocasión la que más rápido reaccionó de todos los testigos. Entre ellos se miraron con preocupación. Rápida, fuerte y decidida, mi hermana si le consigue agarrar le mata. La segunda parte fue también muy desagradable pues en el momento de poner la denuncia el agente, luchando por encontrar las teclas de la máquina de escribir, hizo que el sencillo trámite llevara el doble de tiempo; tampoco ponía un dato a derechas de cuanto le contaban como si la historia no fuese con él o porque su trabajo fuera otro. Desde entonces hago todo lo posible por colocar el bolso lo más cerca de mí, yo no tengo tanta fuerza, ni tantos reflejos, ni soy tan rápida.

Petu, 27 mayo 2022