Favourite Toys — Juguetes Favoritos

Most of my favourite toys are surrounded by a story. Sometimes the toy is the centre of the story, sometimes an accessory. But, in any case, it shines in there like a mysterious symbol of beauty and wisdom.

When there’s no particular story attached, the image of the toy floats freely around in the mental sea of my childhood. For example, I can think of three of my most enjoyed toys from around the time I was ten to twelve, which simply provided endless hours of stimulating fun, although now I wouldn’t know how to make them work if my life depended on it: the Hulla hoop, the Rubik’s cube and a board game called Mastermind —I lie: there is a little story involving one of my many cheap hulla hoops but it’s a bit gruesome and I’ll leave it, perhaps for some other time. Suffices to say that the story had a happy ending for all concerned.

Other examples of toys swimming in a sea of unencumbered happiness are: baby doll Pepin, the pedal car, the shoebox-sized tv set (it wasn’t a toy and it belonged to the whole family), the black Nancy doll, the multi-purpose plastic ball… This last one does elicit a couple of anecdotes but only poignant to those interested in 1980’s precursors to today’s challenge games, or Actor’s Studio’s-type drama exercises designed by children, or the peculiarities of boxer dogs, or all of the above, so I will leave it in the drawer keeping company to the killer hulla hoop.

The toys with the real stories are: 

— The teddy bear I got the day I was born, who could growl but lost its voice after spending a whole winter up an orange tree and now lives with the plush one-eyed cat I gave my mom on her third to last birthday (it had two eyes when I bought it. I don’t remember how it happened to lose one but my teddy had nothing to do with it; they were good friends from the get-go.)

— The first picture book, which flew with me on my first air flight when I was three and seemed to mysteriously disappear in mid-air. I only know I had it because I remember looking at its wondrous illustrations during that flight, and I only remember the flight because I remember looking at the book while I was on a plane, and it could only be that plane flying to Spain from Germany on 1968.

— The toy pram forcibly left behind after having played with it only for a few days (at least in my mind) because we had to leave the country and had to fit all our possessions in a car (a Citröen 2CV, I think, although it could’ve been a later, bigger model).

— The house made by mum out of a biscuit cardboard box when I was in bed with one of the childhood illnesses and which was destroyed by a hydra that took possession of mum for a few moments while I was not doing my homework.

— The first bike, white, small and pretty, which my grandpa bought for me to the dismay of my mother and aunt, who were counting on his pension to buy bare necessities.

— The second bike, a red BH my mum got me after an all straight A’s 4th grade, which got stolen but then retrieved when I was walking along the path by the almond tree fields. Some children and the woman with the burned-out face who I had seen many times in the neighbourhood but who I had never talked to were walking along the same path in the opposite direction. The burned woman was carrying my bike by the handlebar. She readily gave it to me when I started screaming it was mine. She assured me she didn’t know. 

— The third bike, another BMX. It also got stolen and it also got found, this time by my proactive detective work, of which I remember being very proud of at the time. Not so proud of making a little gitana girl cry because she was so frightened of her parents reaction at her older brother being found out for stealing a bike. I assured her I wasn’t going to tell the police.

I remember being naked on the beach. My mum wanted my brother and I to be naked on the beach —after all, it was Ibiza in the 70’s. The other children weren’t naked, not on that beach, but after the few initial minutes, I didn’t mind that much. I felt equally naked and equally dressed all the time, whether I had clothes on or not. I felt as if my skin was thick and deep blue, like the one of that Indian god’s. 

I would lie on the warm sand and observed the dung beetles do their work by the dunes for hours. Oh, their scent and their perfect beauty! All those toys I mentioned are treasures in the picture book of my life. What of the treasures that cannot be stolen, lost, spoiled or left behind because they weren’t yours to keep, simply there for you to enjoy and then let go? And aren’t all toys merely apparent possessions, simply there for us to enjoy and then let go?

Vivi, January 20th 2022

Juguetes favoritos

La mayoría de mis juguetes favoritos, ya que escoger uno sería un disgusto para los demás, están rodeados de una historia. A veces el juguete es el centro de la historia, a veces un accesorio. Pero, en cualquier caso, brilla ahí dentro como un misterioso símbolo de belleza y sabiduría.

Cuando no hay una historia concreta, la imagen del juguete flota libremente en el mar mental de mi infancia. Por ejemplo, se me ocurren tres de los juguetes que más me gustaron entre los diez y los doce años, y que simplemente me proporcionaban interminables horas de diversión estimulante, aunque ahora no sabría hacerlos funcionar ni aunque me fuera la vida en ello: el Hulla hoop, el cubo de Rubik y un juego de mesa llamado Mastermind —miento: hay una pequeña historia relacionada con uno de mis muchos Hulla hoops baratos, pero es un poco truculenta y la dejaré, quizá, para otra ocasión. Baste decir que la historia tuvo un final feliz para todos los implicados.

Otros ejemplos de juguetes que nadan en un mar de felicidad sin obstáculos son: el muñeco Pepín, el coche de pedales, el televisor del tamaño de una caja de zapatos (no era un juguete y pertenecía a toda la familia), la muñeca Nancy negra, la pelota de plástico multiusos… Esta última sí que suscita un par de anécdotas, pero sólo conmovedoras para quienes se interesen por los precursores ochenteros de los actuales juegos de reto, o por los ejercicios teatrales tipo Actor’s Studio diseñados por niños, o por las peculiaridades de los perros bóxer, o por todo lo anterior, así que lo dejaré en el cajón haciendo compañía al hulla hoop asesino.

Los juguetes con verdaderas historias son: 

– El oso de peluche que me regalaron el día que nací, que podía gruñir pero que perdió la voz después de pasar todo un invierno subido a un naranjo y que ahora vive con el gato de peluche tuerto que le regalé a mi madre en su antepenúltimo cumpleaños (tenía dos ojos cuando lo compré. No recuerdo cómo fue que perdió uno, pero mi oso de peluche no tuvo nada que ver; fueron buenos amigos desde el principio).

– El primer libro ilustrado, que viajó conmigo en mi primer vuelo en avión cuando tenía tres años y que al parecer desapareció misteriosamente en el aire. Sólo sé que lo tenía porque recuerdo haber mirado sus maravillosas ilustraciones durante ese vuelo, y sólo recuerdo el vuelo porque recuerdo haber mirado el libro mientras iba en un avión, y sólo podía ser ese avión en el que volaba a España desde Alemania en 1968.

– El cochecito de bebé de juguete, abandonado a la fuerza después de haber jugado con él sólo unos días (al menos en mi mente) porque teníamos que salir del país y debían cabernos todas nuestras pertenencias en un coche (un Citröen 2CV, creo, aunque podría haber sido un modelo posterior más grande).

– La casa hecha por mamá con una caja de cartón de galletas cuando yo estaba en cama con una de las enfermedades de la infancia y que fue destruida por una hidra que se apoderó de mi madre durante unos momentos mientras yo no hacía los deberes.

– La primera bicicleta, blanca, pequeña y bonita, que me compró mi abuelo para consternación de mi madre y mi tía, que contaban con su pensión para comprar lo más necesario. (Esta bicicleta se menciona en otra historia llamada Gracia, o Grace).

– La segunda bicicleta, una BH roja que me regaló mi madre después de haber sacado todo sobresaliente en 4º de primaria, que me robaron pero que luego recuperé cuando paseaba por el camino junto a los campos de almendros. Unos niños y la mujer con la cara quemada, que había visto muchas veces en el barrio pero con la que nunca había hablado, iban por el mismo camino en dirección contraria. La mujer quemada llevaba mi bicicleta por el manillar. Me la dio de buena gana cuando empecé a gritar que era mía. Me aseguró que no lo sabía. 

– La tercera bicicleta, otra bicicross. También me la robaron y también la encontré, esta vez gracias a mi proactiva labor detectivesca, de la que recuerdo estar muy orgullosa en aquel momento. No tan orgullosa de haber hecho llorar a una niña gitana porque estaba muy asustada por la posible reacción de sus padres al ser descubierto su hermano mayor por robar una bicicleta. Le aseguré que no iba a decírselo a la policía.

Recuerdo estar desnuda en la playa. Mi madre quería que mi hermano y yo estuviéramos desnudos en la playa; después de todo, era Ibiza en los años 70. Los otros niños no estaban desnudos, no en esa playa, pero después de los pocos minutos iniciales, no me importó mucho. Me sentía igualmente desnuda y vestida a la vez todo el tiempo, tuviera o no ropa puesta. Sentía como si mi piel fuera gruesa y de un azul intenso, como la de aquel dios indio. 

Me tumbaba en la cálida arena y observaba a los escarabajos peloteros hacer su trabajo junto a las dunas durante horas. ¡Oh, su olor y su perfecta belleza! Todos esos juguetes que he mencionado son tesoros en el libro de imágenes de mi vida. ¿Y qué hay de los tesoros que no se pueden robar, perder, estropear o dejar atrás porque no eran tuyos para conservarlos, simplemente estaban ahí para que los disfrutaras y luego los dejaras ir? ¿Y no son todos los juguetes meras posesiones aparentes, simplemente para que los disfrutemos y luego los dejemos ir?

Vivi, 20 enero 2022

©Viviana Guinarte

Esperanza

Insostenible. Volviendo a casa andando, a la mujer le venía esa palabra a la mente. Casa. Hacía sólo unos meses no hubiera llamado así al sitio donde ella y su pequeña familia vivían. Y mucho menos hogar. Y, sin embargo, ese inmundo sitio ahora lo era, su hogar, y el de su familia. La cabaña, la llamaban así, por negarse a llamarla chabola. La situación insostenible les había avocado a ese lugar. El gobierno insostenible, la economía insostenible, les habían volcado en ese lugar, como se vuelca la basura en los vertederos. Ahora creía entender lo que los ecologistas habían querido decir con lo de economía sostenible, mercado justo… Justicia. Insostenible también. Muy insostenible. Vale ya de insostenible, se dijo la mujer. Se enfadaba consigo misma y sus pensamientos incesantes y repetitivos.

Siguió andando camino abajo. Eso todavía podía hacerlo. Las piernas aún le sostenían y podía andar. ¿Qué otras cosas podía hacer? Mirar a los árboles. Levantó los ojos del camino para mirar a los árboles. La primavera había llegado y los árboles estaban llenos de verde, abarrotados de vida. Como todos los años. La naturaleza sí practicaba una economía sostenible. Nunca parecía haber de menos, siempre de más. Y, sin embargo, su familia no tenía suficiente para comer. Se le ocurrió de repente que eso no tenía sentido. ¿Por qué si la naturaleza producía en desbordante abundancia, su familia, y otras muchas familias, no tenían suficiente para comer? No tenía sentido. Le sorprendió esa inesperada comprensión y luego, de inmediato, se admiró de que nunca se le hubiera ocurrido antes.

Respiró hondo el verdor de los árboles, la limpia atmósfera del campo. Otra cosa que podía hacer: respirar. Cuántos conocidos, algunos amigos, un par de familiares, no podían decir lo mismo. Cuántos habían muerto de enfermedades, cuántos se habían suicidado. Unos cuantos… no, unos muchos, y sólo donde ella vivía. En las ciudades habían sido muchos más. Así que tenía suerte de que todavía podía hacer muchas cosas; sí, tenía mucho por lo que dar gracias. Por alguna razón, la idea de que tenía suerte y que tenía que dar gracias, le pareció muy cómica y se rió a carcajadas a solas por el camino. Hacía mucho que no se reía, pensaba que ya no podía. Pero, sí, otra cosa que todavía podía hacer. Iba a tener que contárselo a sus niños, que se quejaban de lo seria que estaba últimamente.

Llegó a casa, a la cabaña, muy cansada. El camino no había sido tan largo; solía andar tres veces más esa distancia sin tan siquiera faltarle el aliento hacía menos de un año, aunque pareciera un siglo. Pero el hambre cansa más que las distancias.

Los niños salieron a lo que ellos insistían en llamar “el jardín”, un terreno con malas hierbas en torno a la cabaña, hecha un tercio de ladrillos, un tercio de uralita, un tercio de plásticos varios. 

‘Mamááááá!!!! chillaban los tres mientras corrían hacía ella, la boca y los brazos abiertos de alegría. La boca abierta también de hambre, no pudo dejar de pensar la madre. La alegría era de verla, pero también de pensar que les traía algo para comer. Se agachó para abrazarlos y dejó que ellos la abrazaran. Un amasijo de personitas. El amor de sus niños alimentaba más que cien barras de pan, pero cómo le hubiera gustado tener una para darles a ellos. Mientras sostenía sus abrazos, a la madre le vino a la mente el cuento de Hansel y Gretel, y se vio a sí misma siendo la malvada madrastra, enviando a sus niños a un recado que les perdiese en el bosque para siempre. Les besó en la carita para disipar el perverso pensamiento. Vaya estupideces trepaban de las cloacas de su subconsciente. Como si no tuviese ya suficiente con la porquería a su alrededor.

Del bolsillo de su chaqueta sacó tres galletas que alguien le había dado en el centro del pueblo y le dio una a cada niño que, sorbiendo el aire, se dispusieron a devorar. Ella miró a otro lado; no podía soportar esa visión. Caminó hacia la cabaña y entró en ella. 

Su marido estaba agachado junto a lo que él llamaba la chimenea, y que quizás con el tiempo llegaría a serlo. Aquel invierno la habían utilizado durante el día, la mujer insistiendo en dejar la puerta de uralita abierta por miedo a los posibles efectos del humo, ya que la “chimenea” no tiraba bien. Durante la noche la apagaban y dormían todos juntos en el suelo de la única habitación, en el mismo colchón arrebujados bajo los edredones y las mantas que habían traído de lo que había sido su casa de cuatro habitaciones.

“¡Hola cariño!’ dijo él de buen humor, girando la cabeza para mirarla. ¿Cómo ha ido?”

“Mal,” contestó ella no queriendo mirar a su alrededor, la “casa” se le caía encima siempre que la observaba. “No he conseguido más que tres galletas.”

El hombre no dijo nada y se dio la vuelta para seguir chapuceando en la chimenea. 

“Vamos a tener que hacer algo, Carlos,” dijo la mujer.

“¿Hacer qué? ¿Robar?” dijo él con sorna.

“Bueno,” dijo ella. “Se nos acabaron las lentejas y las alubias. Algo tenemos que comer…”

“Vamos a plantar en el jardín…”

“¡En el jardín, en el jardín! ¿Dónde están las semillas? ¡Y no sabemos ni si esa tierra vale! ¡Y mientras tanto qué comemos!”

“Esta tarde iremos juntos al campo en busca de comida.”

“¡No, esta noche iremos tú y yo a buscar comida a las despensas de otros!”

Su marido se dio la vuelta en redondo. Agachado como estaba, perdió el equilibrio y se cayó de culo con las herramientas en la mano. Pero lo que más gracia hizo a su mujer fue la expresión de sorpresa en su cara. Se rió; cuando ponía esa cara, se parecía mucho a sus hijos.

“Sólo les vamos a quitar un poco, hombre. Hay gente que tiene mucho y nosotros no tenemos nada. ¿Qué vamos a hacer? ¿Morir? ¿Dejar a nuestros hijos morir?”

El hombre dejó las herramientas en el suelo, se levantó, dio un abrazo y un beso a su mujer,  y, sin decir nada, salió fuera de la casa. La mujer se quedó allí de pie. Cuando después de un rato se movió, vio un rayo de luz entrando por una de las rendijas de las tablas de madera de una de las paredes. Miró y vio que el haz de luz iluminaba la mesa y las sillas que había junto al colchón en el suelo. Por un momento, su cabaña le pareció un sitio agradable, un verdadero hogar y se preguntó qué significaba aquella visión, de dónde venía, quién la había puesto allí en medio de su desesperación.

Se fueron a dormir temprano, como siempre. No había mucho que hacer, o más bien no mucha energía para hacerlo, y cuando se duerme se olvida uno del hambre, y si no se olvida, se sueña con comer. Antes de dormirse, la mujer se acordó del vecindario donde solían vivir. Soñaba a menudo con él y con su antigua casa. Se durmió y esta vez soñó que se encontraba con una bosta de vaca encima del muro en el camino de vuelta a la cabaña, pero cuando se acercó resultó ser una tarta de chocolate de magnífico aspecto. Fue corriendo a buscar a los niños y a su marido para compartirlo y cuando volvieron el pastel ya no estaba allí. Pero entonces se dio cuenta de que soñaba y volvió a poner el pastel encima del muro. El nuevo era algo más pequeño y más seco, pero aún así estaba bueno y se lo comieron todo enseguida, “antes de que se convierta en caca de vaca”, dijo la mujer en sueños. 

A continuación, tuvo otro sueño. Éste sí era el sueño recurrente de la casa donde vivían antes; la que tendría que haber sido su casa para siempre. Soñó con la cinco familias que vivían con ellos en la misma manzana, a las cuales conocía muy poco. Al final de la manzana había un terreno baldío cuya propiedad compartían los vecinos a partes iguales, pero del cual no hacían uso. Décadas atrás, los primeros compradores de la urbanización se turnaban para cuidar del terreno. Había hierba y hasta una pequeña piscina comunitaria. Se reunían allí para charlar y dejar a sus hijos bañarse en la piscinita. Los niños de la vecindad se conocían bien y corrían libremente entre los jardines de las seis casas, saltando fácilmente por encima de las vallas de rejilla metálica, de no más de un metro de altas. A veces, uno de los niños se quedaba a comer en casa de los amiguitos. La madre sólo tenía que gritar calle arriba, o calle abajo, para avisar a la otra madre de que su hijo no iba a ir a casa a comer. 

Cuándo su marido y ella se trasladaron a vivir a esa manzana, en la casa al otro extremo del terreno comunitario, la urbanización ya se había transformado en edificios de dos pisos, separadas por muros de ladrillo de dos metros y medio. Sus niños nunca llegaron a conocer a los niños de los vecinos demasiado bien. Sólo dos familias tenían niños y eran o mayores o vinieron después de los suyos. Se encontraban en el verano, a veces en la calle, pero nunca fueron a sus casas y mucho menos a comer. Tampoco los niños de los vecinos vinieron a la suya.

Un día, una nueva familia vino a la casa adyacente al terreno, ahora lleno de abundante y espinosa maleza, que protegía a los niños del vecindario de caerse en la piscina vacía y ruinosa. Después de unos meses, los nuevos dueños ofrecieron comprar el terreno comunitario. Ya en el pasado alguien había hecho esa oferta, pero los vecinos no se habían puesto de acuerdo en aceptar el precio por considerarlo en su mayoría demasiado bajo. Lo mismo ocurrió con la propuesta de los nuevos vecinos: no ofrecieron suficiente dinero. A la mujer y su marido les había parecido suficiente, no sólo porque lo necesitaban para pagar al banco la hipoteca atrasada, si no porque les parecía lo justo: vendérselo a la familia que ya vivía allí. “El dinero no lo es todo”, dijo la mujer a sus vecinos, “a ellos les conocemos, son nuestros vecinos y quieren poner un huerto para dar de comer a sus niños”. Pero la miraron como si la cabeza no le funcionase bien, así que decidió no mencionar lo que de verdad pensaba, que dárselo a sus vecinos (aún sin conocerles) era cuestión de ley natural. Seguramente la hubieran enviado a un manicomio, y no les hubiera culpado del todo, ya que ni ella misma sabía lo que quería decir con aquello de ley natural, ni de dónde lo había sacado.

Pero en su sueño no se estaba acordando del pasado. Ahora soñaba que ella y su familia se trasladaban a ese terreno y metían su cabaña dentro de la piscina sin que los vecinos les viesen. Por las noches irían quitando las zarzas de alrededor y cultivarían la fértil tierra debajo sin que nadie se diese cuenta. La avaricia rompe el saco, pensó en sueños. Y se despertó.

Todavía era noche cerrada. Su marido respiraba pausadamente a su lado en el colchón, dormido. El pequeño Miguel dormía entre los dos, tan profundamente que no se le oía ni respirar. La mujer sentía a su hija Remiela, pegada a su espalda, también dormida. Levantó la cabeza y adivinó a su hijo mayor, Gabriel, durmiendo a la derecha del padre. La mujer se fue levantando, poco a poco, como el agua que se escurre entre los espaguetis. Ya de pie, observó el bulto oscuro que hacía su familia en el suelo, maravillada de que siguieran durmiendo apaciblemente, como si éste fuese el mejor de los mundos. Les tapó bien antes de ponerse los zapatos y el abrigo. De noche la chaqueta no sería suficiente.

Salió de la cabaña y miró la noche iluminada por la luna casi llena. Se acordó de los versos del poema: en una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, oh dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. Su madre le había enseñado esos versos siendo niña. Se había olvidado del resto del poema. Su alma, separada de ella, perdida en algún rincón del universo; en su pecho, encogido, el corazón le latía bajito.

Anduvo hasta su antigua calle y la recorrió ignorando casi perfectamente su casa en la esquina; algo que había practicado en su mente muchas veces en los últimos meses. Las luces de las casas estaban apagadas, lo que no era extraño dada las altas horas de la noche, pero las farolas también estaban apagadas; algo a lo que la mujer todavía no se había acostumbrado: la noche iluminada sólo por la luna, cuando había luna. 

Llegó a la otra esquina de la manzana; la esquina del terreno en desuso. Habían construido un muro de piedra de un metro y medio de altura alrededor que no le impidió ver el huerto descubierto. A la luz de la luna parecía magnífico, abarrotado de cosechas diversas y abundantes, con árboles frutales en las cuatro esquinas. La cancilla de entrada al huerto estaba cerrada, pero no tenía candado, ni llave, ni siquiera un pasador. Después de pensarlo unos momentos y observar la casa de al lado a oscuras y en silencio, abrió despacio la cancilla y entró en el huerto. Chirrió un poco, como un gato maullando suavemente. La mujer caminó de puntillas, mirando al suelo para no pisar nada valioso. Siendo abril en tierras frías, la mayoría de las cosas que había crecían bajo tierra. Le pareció ver plantas de patatas, zanahorias, cebollas… Vio otras cosas por encima de la tierra: coles, espinacas, acelgas… No lo pudo resistir, se agachó para arrancar unas hojas. Son para mis niños, les decía a los desconocidos dueños del jardín en su mente, que quieren comer y no es justo que pasen hambre. Nunca se lo hubiese imaginado, un año atrás, que en su país, la mayoría de los niños pasarían hambre, igual que siempre había visto en la televisión que la pasaban los niños en los países del Tercer Mundo. Ahora el Tercer Mundo había llegado a éste.

De repente, bajo la luz nocturna vio el rojo de las fresas. Qué raro, se dijo, fresas ya, por aquí. Pero no había estado haciendo frío. Se agachó, cogió una y se la metió en la boca. 

“Buenas noches,” dijo una voz de hombre. La mujer casi se atragantó con la fresa. Levantó la mirada y vio al hombre sentado en una silla en el jardín de la casa de al lado. Se dio cuenta entonces  de que ya no había separación entre la casa y el terreno como estaba antes.

“Buenas noches,” susurró ella, y en seguida: “lo siento”. Levantó las hojas de espinaca en su mano derecha. “Son para mis niños, tienen…”

“Excepto la fresa,” dijo él. “La fresa fue para ti.”

La mujer no supo que decir. Sentía ganas de llorar. No podía decir que su intención en un primer momento no había sido robar; sabía muy bien que había salido de su chabola en medio de la noche para robar. Estaba tan cansada que no tenía fuerzas ni para enfadarse.

“Un momento,” dijo el hombre levantándose de la silla. “¿Tú no eres Esperanza?”

“Sí,” dijo ella.

“No me lo puedo creer,” dijo él y empezó a reírse. “Soy Antonio ¿No me reconoces?”

“Sí,” contestó ella. “Ahora sí. No sabía que seguíais viviendo aquí.”

“Sí, aquí seguimos, Natalia, los niños y yo. Espera que voy a llamar a Natalia, no se lo va a creer…”

“No, no la despiertes. Ya me voy, mira, toma tus espinacas.”

“No seas tonta, llévatelas, pero no te vayas, déjame que te explique, anda, ven y siéntate, mientras despierto a Natalia…”

Antonio no se fue hasta que Esperanza se hubiese sentado y luego entró apresurado en su casa. Al medio minuto salió con Natalia en camisón y con pelos de loca.

Esperanza se levantó de la silla.

“¿Pero cómo estás chica?” dijo la otra mujer con una gran sonrisa. Cuando vio la cara de su antigua vecina, la abrazó. Esperanza empezó a llorar calladamente.

“¿Sabes qué estábamos diciendo esta tarde Natalia y yo?,” le dijo Antonio sin perder la excitación en su voz. Se volvió hacia su mujer.

“¿Qué te dije Nat? ¿Eh? ¿Qué te dije que necesitábamos recuperar?.” Antonio se empezó a reír otra vez.

“Shhh, Antonio, vas a despertar a los vecinos!” susurró su mujer.

“Qué vecinos? ¡Si ya no tenemos! ¡Díselo, anda!”

“Díselo tú, Antonio, pero baja la voz.”

“Vale, pues le dije: ‘necesitamos esperanza’.” 

La mujer no reaccionó.

“Tenemos que recuperar la esperanza, le dije ¡y aquí estás!” exclamó Antonio, haciendo el gesto de “aquí estás”: los brazos estirados delante de él, manos abiertas, palmas hacia arriba.

La mujer permaneció callada. Tanta alegría le confundía. Le confundía especialmente en relación a su nombre. Para ella su nombre no era más que un nombre y, ciertamente, no se relacionaba a sí misma con la esperanza.

“Esperanza” dijo Natalia suavemente. “¿Dónde está tu familia?”

La mujer tragó saliva y no dijo nada. Sus antiguos vecinos esperaron con paciencia.

Por fin, Esperanza explicó dónde estaban los suyos y por-qué estaban allí. Cuando terminó, más lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas. Le parecía que en su pecho había un pozo inagotable de lágrimas que no dejaba de desbordarse.

“¿Por qué no volvéis a vuestra antigua casa, Esperanza?” preguntó Antonio, ya sin asomo de humor en su voz. “Ahora no vive nadie ahí”.

“Es verdad,” le alentó Natalia. “Somos los únicos en el vecindario y no creo que estas casas se vuelvan a habitar en mucho tiempo, Esperanza. No tiene ningún sentido que viváis en esas condiciones con todas estas casas vacías, que ya no pertenecen a nadie.”

“Ni siquiera a los bancos,” añadió Antonio.

“A nosotros nos encantaría teneros de nuevo como vecinos,” dijo Natalia.

“Sí, a vosotros sí, porque tampoco queremos a cualquiera,” explicó Antonio, entrándole la risa otra vez.

“La tierra en esta zona es buena para cultivar,” dijo Natalia.

“Ya era casi nuestra casa,” musitó Esperanza.

“Era vuestra casa,” dijo Natalia. “Y lo sigue siendo.”

“¿Pero eso no es ilegal?” preguntó Esperanza.

“Puede que sí,” aceptó Antonio. “Pero es justo.”

La mujer pensó en los suyos, dormidos en el colchón sobre el suelo y el corazón se le hinchó de amor. Su cabaña no era tan mala en realidad. Había sido muy dura con ella, cuando les había permitido sobrevivir el invierno. Pero su antigua casa, con el fértil jardín que podían convertir en huerto, era mucho mejor.

“Anda” dijo Natalia. “Veníos a desayunar mañana”.

“Hoy”, corrigió Antonio.

“Eso, hoy, y hablamos otra vez. A los niños les encantará ver a los vuestros. Se encuentran un poco solos y aburridos aquí.”

La mujer estaba pensando.

“¿Esperanza?” preguntó Antonio.

Sí, se dijo la mujer, soy Esperanza, no me gastéis el nombre.

“Sí”, dijo en voz alta. “Les voy a buscar ahora mismo”.

Vivi, 16 diciembre 2021

© Viviana Guinarte 2021