La autopista y el cielo

(c) John Rose 2021

Dedicado a B y a Julio Cortázar

Sentía el sol calentándole la izquierda de la cabeza. Pronto le calentaría toda la cabeza desde arriba, mucho más fuerte de lo que estaba haciendo ahora. Levantó la mirada de la carretera con la fila de coches parados delante del suyo y la dirigió hacia el cielo azul empalidecido por la inmensa luz que lo iluminaba todo. El sol, menuda estrella. Bajo la vista a los coches brillando bajo su luz y le parecieron naves espaciales iluminadas por dentro. Menos mal, pensó ella, que el resto de las estrellas estaban mucho más lejos, si no estarían fritos; literalmente. Qué tontería, no estarían fritos ni no fritos, no habría vida en el planeta, punto. 

Suspiró y sacudió la cabeza en desprecio y cierto cansancio hacia sus propios pensamientos; perdía la paciencia consigo misma cuando pretendía saber más de lo que sabía. ¿Qué sabía ella de lo que hacía la vida posible o no? Lo que había leído en algún fascículo, lo que le habían dicho en el cole cuando era pequeña, algún documental que había visto. Conocimientos limitados recibidos de científicos que en la próxima generación dirían algo distinto, quizás incluso diametralmente opuesto. 

“Sólo sé que no sé nada”, dijo en voz alta.

“¿Quién dijo eso?” preguntó su chico, sentado en el coche a su derecha.

“No lo sé”, contestó ella. Bostezó larga y ruidosamente. “Alguien que sabía mucho”. Abrió la puerta del coche.

“¿A dónde vas?”, dijo el joven.

“A estirar las piernas”, contestó ella saliendo del coche.

“¿Y si se mueve la caravana?”

“¡Qué se va a mover!” protestó la chica. Puso su mano derecha sobre la frente a modo de visera y escudriñó el horizonte más allá del comienzo de la caravana de coches en la autopista. “Esto no se va a mover en mucho tiempo”.

Subió los brazos por encima de su cabeza y se estiró todo lo que pudo. En ese momento, la puerta del coche a la izquierda del suyo se abrió y salió de él un hombre de mediana edad con un perro pequeño en sus brazos. El perrito era blanco y negro de pelo corto, y por un momento la chica creyó que era una vaca en miniatura; una vaca bonsai con un arnés rojo y negro.

El hombre enganchó una correa metálica al arnés del perro y lo depositó cuidadosamente en el asfalto de la carretera entre los dos coches.

“En mi vida he visto un atasco de esta magnitud”, dijo el hombre mirando al perro, como si estuviese hablando con él, aunque la chica supo que se estaba dirigiendo a ella.

“Ya”, dijo ella educadamente. No había salido de su coche para hablar del atasco o de otras inutilidades, para eso ya tenía a su novio en el coche. Había salido a moverse un poco y a respirar algo de aire, aunque estuviese saturado de dióxido de carbono.

Miró al perrito en el suelo. Madre mía, pensó, y me quejo de no poder ver más allá del horizonte. Este pobre, por mucho que mire para arriba, ve mucho menos.

Se dio cuenta de que nunca se le había ocurrido que los perros y otros animales pequeños tenían un campo de visión muy limitado. Se preguntó si lo sabían y sintió lástima de lo poco que las pobres criaturas veían del mundo. Siguió observando al perro, que sobre sus cuatro patitas miraba tranquilo en la dirección contraria al atasco, como también perdido en sus pensamientos. La chica suspiró, aliviada de que el dueño no hubiese insistido en forzar una conversación. Estudió la belleza de las líneas del perro, la sombra que proyectaba en el suelo, que reflejaba fielmente la pureza de sus líneas. Era una buena foto, pero su móvil estaba dentro del coche y le dio pereza sacarlo. Además, para cuando metiese la cabeza por la ventanilla y le pidiese a su novio que le pasase su bolso y él le preguntase que para qué, y ella le respondiese que qué le importaba, y él hubiese accedido a regañadientes a pasarle el bolso donde tenía el móvil, la foto ya no estaría allí. De hecho, mientras pensaba esto, ya había cambiado y la sombra se había encogido y convertido en una bola informe.

De repente el perro tensó todo su cuerpecito y salió disparado en dirección contraria al sentido de los coches. Pilló desprevenido a su dueño, que soltó la correa sin resistencia.

“¡Jesús!” gritó el hombre, pero no hizo gesto de ir detrás del animal. “¡Jesúúúúúúúús!”

Jesús había corrido como una exhalación y desaparecido entre las tres largas filas paralelas de coches. La chica, consternada, abrió la boca para decir algo, pero la expresión del dueño del perro la detuvo. El hombre parecía haberse olvidado completamente de su mascota y miraba al cielo en la dirección contraria con una expresión que parecía una mezcla de sorpresa y gran preocupación.

La chica siguió la mirada del hombre con la suya y vio en el cielo algo que parecía un descomunal globo metálico.

“¿Qué es eso?” preguntó el señor sin quitar la vista del extraño objeto flotante.

“No sé”, dijo la chica entrecerrando los ojos para tratar de verlo mejor. Parecía hecho de un metal que resplandecía dorado a la luz del sol de la mañana. ¿Un globo hecho de oro?

“¿Un globo de esos, er, aerostáticos?” aventuró, dándose cuenta inmediatamente de que, en realidad, no sabía lo que quería decir aerostático. ¿Quieto en el aire?

“Estratosférico”, oyó decir a su chico del otro lado. Había salido del coche y miraba también con la boca abierta al extraño objeto esférico suspendido en el inmenso azul del cielo. 

“Estratosférico”, repitió la chica.

“Sí”, explicó él. “Que está en la estratosfera”.

“Ah,” asintió el dueño de Jesús el perro. “Eso debe ser; uno de esos que miden el clima y esas cosas”. La chica volvió su cabeza para mirarle con curiosidad: otro iluso que, como ella, creía saber algo. Luego giró la cabeza para mirar al globo de nuevo. Se sintió más estúpida que nunca.

“¿Y qué hace que no está en la estratosfera?” quiso saber. Ya de perdidos al río. Pero nadie le respondió. Más gente empezó a salir de los coches atascados en la autopista para elevar sus vistas hacia el objeto. Un objeto volante no identificado, pensó la chica, al menos no identificado por ella y los que estaban a su alrededor. 

“A lo mejor es una nave extraterrestre”, dijo en alto, soltando una risita. Y dirigiéndose a su novio: “Creo que es un fenómeno paranormal”.

“Tú sí que eres un fenómeno paranormal” dijo él.

“Y tú eres un fantasma” le espetó ella dolida. 

Fantasmas, nunca había visto ninguno de los de verdad. Una vez creyó sentir uno. Otra vez, una mañana, se despertó sobresaltada y vio la sombra de tres personas, tres hombres parecían, de pie junto a su cama. Sombras que se esfumaron en cuanto abrió los ojos de par en par. Una vez se fue a la otra punta del universo durante unos segundos. ¡Como le gustaría volver allí! Sintió más paz y alegría en esos segundos que en toda una vida de 22 años en este teatro operístico.

“Que campo de visión más limitado tienen desde ahí abajo”, dijo Oxomo desde la nave. “Pobrecitos los humanos”.

“Bueno”, dijo Durga. “Para eso estamos nosotros aquí para ampliar esa visión”.

“Esperamos que nos lo agradezcan”.

“Esperemos”.

“Por su bien”.

“Por su bien”.

Se echaron las dos a reír. Durga se puso la mano derecha en la frente y sacudió la cabeza en gesto de cómica desesperación. 

Oxomo observó esto.

“Debemos tener cuidado de no parecer orgullosos. Ya sabes que los humanos tienen tendencia a sentirse devaluados”.

“¿Tendencia?” preguntó Durga y soltó una risotada. “That’s the understatement of the year, my friend”.

María entró en la sala de operaciones.

“¿Qué es tan gracioso?” quiso saber. 

Oxomo y Durga se miraron.

“Your son,” dijo Durga. “Huyendo de nosotras”.

Oxomo sonrió sardónicamente.

“Tiene demasiado apego a este mundo material”, observó María, sonriendo también, compasivamente.

“Sí”, concurrió Oxomo. “Esta vez le va a costar más que la última, que ya es decir”.

“No creo,” dijo María observando el mundo allí abajo.

“Con lo cara que está la gasolina y aún insisten en utilizar esos obsoletos vehículos”, dijo Durga, sacudiendo de nuevo su cabeza y abriendo mucho los ojos en gesto de absoluta estupefacción.

Oxomo y María no respondieron. Durga se unió a ellas en su observación silenciosa de la Tierra. 

“Hay que reconocer que nos han ayudado a crear un mundo de abrumadora belleza” susurró sobrecogida.

“Sí,” asistió María, “Allah tiene razón: el corazón creativo de los seres humanos es su salvación”.

“Amen” dijeron las otras, disponiéndose a sentarse a los mandos de la nave para hacer lo que habían venido a hacer. Su paciencia era infinita, pero, sencillamente, era hora de cambiar las cosas.

“¿Esperamos a Atenea?” preguntó Oxomo.

“No” dijo Durga. “Déjale que duerma, que la noche fue extenuante para ella”. “Yo puedo accionar su mando por ella esta vez”.

“Vale”, convinieron Oxomo y María al unísono.

Sin más dilación ni palabrería, Oxomo apretó el botón de la CONFIANZA, María el de IMAN, y Durga los dos últimos, primero ANUGRAHA y, finalmente, AGAPE.

Vivi, 26 junio 2022

© Viviana Guinarte, 2022

Un par de llaves

Un par de llaves, Petu, 2022

A veces recuperamos una situación del pasado, pensamos en ella y nos damos cuenta de lo absurda que es. La hemos creado nosotros y no queremos decírnoslo para no añadir a nuestra lista más cosas con las que avergonzarnos. Así en la memoria queda a salvo el recuerdo y nuestro orgullo dañado también. Ahora intento, mientras escribo, no dejarme nada por embarazoso que fuera para mí. Y esto es lo que he rescatado del pasado.

En cierta ocasión un amigo que nos había hecho una visita había tenido un despiste: se había dejado olvidado algo que necesitaba. No vivíamos en la misma ciudad pero aprovechando que yo iba a ver a mi padre enfermo a Madrid, que era donde ambos residían, quedamos allí el siguiente fin de semana. Le pedí que se acercara a casa de mis padres y fijamos una hora que nos viniese bien a los dos. La cosa era de lo más simple, nos saludábamos, le devolvía lo suyo y el se volvía a su casa y yo a echar un ojo por aquí, que era para lo que había venido: la cuidadora de mi padre se tomaba el día libre y vine a hacerle compañía aquella tarde. No revestía la menor complicación; fácil, fácil.

Entre dos despistados redomados se creó un extraño campo de fuerza, se liberó una energía que se apoderó de la situación y el absurdo estaba servido.

Unas llaves que tenía que devolver, las mías que no cogí y la torpeza de cerrar la puerta; un acto reflejo que se realiza sin pensar y se sigue con la conversación porque no se repara en ello enseguida. Como habíamos decidido hablar en el descansillo de la escalera para  evitar que mi  padre se quedara solo, seguimos con la conversación sabiendo que iba a ser rápida pues cada uno volvería a lo suyo de antes. La cosa se alarga unos minutos nada más, él se mete en el ascensor y yo me doy la vuelta para volver a entrar, con unas  llaves que  no  tenía, a una puerta cerrada. No claro, no llevo el móvil. De pronto te haces cargo de lo que ha pasado y te entran sudores fríos en el otoño más cálido. No entras en pánico pero te aceleras para buscar una solución. ¿Cómo das a una palanquita y retrocedes en el tiempo, agarras las llaves y el móvil y ya está? Ya has perdido esa opción. 

Un rato tocando el timbre no resolvió nada. Mi padre, muy duro de oído y en la otra punta de la casa no daba señales, ninguna respuesta. Cambié la secuencia de timbrazos por si era más audible para él. Nada. A cada timbrazo el silencio por respuesta.

Fui barajando otras posibilidades. Los vecinos. Era un poco vergonzoso, reconocer mi torpeza a mí misma era facilísimo, llevaba toda una vida haciéndolo, al resto me fastidiaba algo más. ¿Había otras opciones? ¡No podía quedarme toda la tarde sentada en las escaleras como un adolescente al que sus padres han castigado por haber llegado tarde a casa! 

Armada de valor y avergonzada llamé al timbre de la puerta de al lado. Muy amables salieron a ayudarme y me preguntaron qué era lo que necesitaba. Les conté como pude lo que me pasaba y estuvimos un rato aporreando la puerta a la vez que tocábamos salvajemente el timbre. Nada. Fue como querer obtener respuestas de una piedra. Lo peor es que, con su amabilidad, se habían visto involucrados en el absurdo y ya éramos tres. Me invitaron a pasar, me ofrecieron algo para beber y hablamos de cambiar de táctica. 

-Podríamos llamar por teléfono, dijeron ellos muy acertadamente. 

Mi padre se sentaba al lado y a veces el tabique hacía de caja de resonancia. Nos pareció la mejor opción. Eso y abrir la ventana y gritar cerca de él eran las dos últimas posibilidades que barajábamos. Por fin la estrategia del teléfono funcionó y mi padre cogió el auricular. Muy extrañado me comentó: 

-¡Pues no he oído nada! 

-Anda, ábreme la puerta, le dije.

Agradecí a mis colaboradores ocasionales su amabilidad y sus desvelos y me metí en casa de nuevo. 

En aquella época, con el progreso de su enfermedad, debió atravesar con gran dificultad nuestro largo pasillo que se encontraba justo al otro lado de donde generalmente se sentaba. Evitábamos que hiciera todo esto sin vigilancia para estar cerca de él por si tropezaba. Tampoco queríamos dejarle solo durante las horas libres de la cuidadora; pero claro, entre unas cosas y otras, el pobre llevaba solo alrededor de tres cuartos de hora. Un rato más haciéndole compañía y coincidí con la cuidadora a la que pude contarle lo que había pasado. Me despedí de los dos y volví a coger el tren que me llevaría de vuelta a casa.

Todo el viaje tuve la sensación de que mi ofrecimiento no había servido para nada. Sí, pensé, devolví unas llaves a su dueño, sin embargo, la razón de ser de bajar a Madrid era cuidar de un enfermo, que había permanecido sin vigilancia un tiempo en el que podría haberse caído o haberle pasado algo grave. A veces se tuercen las cosas aunque vayas con la mejor intención. 

Hoy, volviendo a recordar el episodio, siento una oleada de afecto, al pensar todo lo que vino después, que hizo de su enfermedad un proceso largo y penoso, sobre todo para él, pero también  para todos nosotros. Me trae a la memoria esos vecinos, al lado de los que viví muchos años y que me ayudaron tanto en aquella ocasión, y sobre todo le recuerdo a él que ya, al igual que mi padre, no se encuentra entre nosotros. Mi recuerdo va por ellos. 

Petu, 6 de junio 2022

Confusiones, despistes y malentendidos

He tenido varios cuñados en mi vida pero ninguno con una vis cómica tan pronunciada como éste al que me refiero. Provisto de gran sentido del humor y férreo perseguidor de chanzas, o quizá también perseguido tenazmente por ellas, se caracteriza como nadie por ser el rey de la guasa y el equívoco. Hemos pasado grandes ratos oyendo de sus labios, y a veces también descritos por mi hermana, episodios que difícilmente tienen igual, que no pueden compararse con nada. Eso es algo propio de uno, intrínseco a tu ser, se tiene o no se tiene. Escuchándole contar estas historias a menudo se produce un chasquido, como un disparo, que te provoca la risa sin esfuerzo, desde lo más profundo, y ya no puedes parar porque has construido desde esa narración una imagen que te persigue; y ahora lo que te acorrala es algo visual y no puedes resarcirte. La carcajada, cuando no la incredulidad están servidas desde ese momento. A mí me sobrevienen en cascada y una vez que se desencadenan se extienden sin freno.

Hace algunos años y bromeando con el hecho de que iba muy a menudo a verles, mi cuñado se quejaba con un sonoro: ¡otra vez aquí! ¡se me ha hecho muy corto desde la última visita! o alguna cosa por el estilo. Ya acostumbrada de sobra como el resto de la familia a esas expresiones espontáneas las recibimos con guasa y algún comentario irónico, cambiando a otros temas enseguida. En una ocasión la broma coincidió en que yo estaba esperando a que me abrieran el portal y él en su casa pegado al telefonillo. Hola, soy yo; ábreme, por favor. Después de un interminable e indisimulado ¿quién es? sobrevino un ¡ah, eres tú!. Pues no te abro. ¿Cómo te voy a abrir?, que no. No quiero, valiente pesada. ¡Por supuesto que no te abro!. Yo me reía pero no les debía parecer broma a unos vecinos que ya se habían acercado mientras tenía lugar la disparatada conversación y lo estaban oyendo todo desde la entrada al portal. El tono pretendidamente enfadado y serio de mi cuñado no sé si fue percibido por sus vecinos porque tuve que decir algo azorada que estaba bromeando para que me abrieran; algo contrariados porque no me conocían de nada, accedieron a abrirme con la consiguiente explicación por mi parte de que se trataba de una burla muy antigua. 

Afortunadamente este hecho coincidió con que mi cuñado se ablandó por fin y abrió también desde arriba. Agradeciendo el gesto de los amables vecinos y roja de vergüenza entré detrás de ellos excusándome por el  contratiempo. Arriba ya pude contarle a mi cuñado que su broma acababa de traspasar las fronteras familiares porque había sido seguida de cerca por unos vecinos que habían oído todo lo que con respecto a mí había tenido a bien soltar por la boca y no estaba completamente segura de que hubieran percibido su ironía. 

Otro despiste que me pareció muy visual, y me mantuvo mucho tiempo con una sonrisa dibujada en la cara siempre que lo recordaba, fue el que me contó en cierta ocasión una amiga. Ella siempre salía con la hora pegada para coger el tren que la llevaba a la universidad. El trayecto lo hacía siempre andando o corriendo, según fuera mejor o peor de tiempo. Cronometrado no llevaba más de ocho minutos, yendo rápido pero sin correr. Se había vestido a la carrera según  me contaba y, ya en la calle, un transeúnte le para y le dice: joven, se le han caído las medias. A no ser que lleves unas en el bolso, generalmente las que tienes puestas no suelen caerse. Menos las de mi amiga. Una ristra de medias, de esas que llamamos pantis, de más de metro y medio iba haciendo su camino imperturbable detrás de ella. 

No sé cómo dio las gracias al señor, y si le salió la voz debido a la vergüenza que me dijo que pasó, lo que sí sé es que tuvo que enrollar durante al menos un minuto ese inacabable reguero de espuma y atarlo o fijarlo a su pierna para seguir corriendo en dirección a la estación para no perderlas nuevamente por el camino. Me explicó que al ponerse el pantalón y cambiarse de medias, las de el día anterior debieron quedarse enredadas y fueron saliendo cómodamente mientras ella andaba. Esto, junto a que no te cierres bien el pantalón cuando sales del servicio o te dejes la falda atascada con la ropa interior, y vayas tan tranquila dando el espectáculo, son los problemas más embarazosos que puedo imaginar con este tipo de percances, aunque éste es bastante más divertido que los dos anteriores.

Y a vueltas de nuevo con la ropa interior y con mi cuñado también recuerdo otro percance que oí entre risas y que me contaba él cuando era aún reciente. Los fines de semana iba a correr al club mientras dejaba a mis sobrinos dando alguna clase para que ellos también tuvieran una hora de ejercicio al aire libre. Las mañanas de domingo suelen ser muy difíciles para activar a los niños aunque sea para realizar actividades que han sido pactadas con ellos de antemano. Llegan al sitio con prisas, corriendo, obligados por el horario y a menudo enfadados. La mitad de los disparates y despistes vienen como resultado de una desafortunada interacción entre esos grandes conocidos; y mientras van saliendo niños, bolsas y bultos varios, algunas cosas que deben quedar dentro salen díscolas y otras que se necesitan no aparecen o se olvidan, e incluso se pierden.

Pues algo así debió pasar en aquella circunstancia pues, como de la nada, debió colarse un calzoncillo que acabó, como si ese fuera su lugar natural, como si siempre hubiera vivido allí, en el estrecho hueco que había entre el coche y la acera. Rápido como un resorte y nervioso por tan incómoda visión, creyendo que venía de su bolsa abierta y medio caída después de la salida en tropel de los niños, devolvió al coche con un gesto implacable a la vez que disimulado tan comprometida prenda para seguir con el resto de sus actividades. Al relatarnos después los pormenores de tan incómoda situación aseguraba con la mirada alucinada del que no cree lo que ha pasado ¡que no eran suyos!, ¡que no sabe cómo habían llegado ahí!, parece ser que luego encontró los suyos convenientemente preparados al fondo de la bolsa con el resto de utensilios para la ducha y tampoco acierta a comprender cómo los confundió con los de fuera y por qué extraña casualidad se había producido el equívoco. Incrédulo se preguntaba si estaban allí de antes y otro junto con él, confundidos ambos en el espacio-tiempo de lo irreal, hubieran intercambiado moléculas y objetos incoherentes en un baile imposible con ese curioso resultado. Sorprendido y asustado  por el propio fluir de sus pensamientos y de nuestras risas convinimos en pasar a otro tema aunque la expresión divertida de nuestras caras aún tardó un buen rato en olvidarse.

Petu, 6 de junio 2022

¡Qué tía!

Recuerdo varios casos de tirón de bolso, ese procedimiento que utilizan los amigos de lo ajeno para apropiarse de bolsos de incautos que pasean por la calle sin tomar demasiadas precauciones. Solo uno de los tres prosperó como los cacos deseaban. En todos hubo una fuerte y clara oposición, una lucha abierta por lo que es de uno y no lo cede a la fuerza sin oponer una justa y fiera resistencia, todas presentaron batalla. No presencié ninguno de los episodios, en todos ellos me contaron los pormenores aquellos que los presenciaron y en los tres salió de lo más profundo de mí un elogioso ¡qué tía!

El primero lo contaron unos familiares que salieron a dar un paseo por el barrio. De lejos vieron como un sujeto realizaba sin mucho miramiento su  vergonzosa acción, tirando al suelo a una mujer mayor con el único propósito de llevarse su bolso y si para ello tenía que arrancárselo pues parece que lo habría hecho. La mujer empeñada en que ese desconocido no se saliera con la suya, terca y agarrando el bolso se dejó arrastrar varios metros. Esta pareja de conocidos que lo estaba viendo corrió en ayuda de la mujer gritando: ¡suelte el bolso, suéltelo! La pobre infeliz, como si realmente oyera lo contrario de lo que le decían lo apretaba más y seguía siendo arrastrada por el desaprensivo atacante que, al ver que había llamado la atención por más tiempo del estrictamente necesario para perpetrar su fechoría y se acercaba alguien a socorrer a su víctima, salió huyendo sin bolso. Las fuerzas de la señora no menguaron y por eso mismo vio como el asaltante desaparecía por las calles del barrio. 

Se levantó del suelo con ayuda de varias personas hecha un ecce homo con el  abrigo roto, las medias agujereadas y sangre en las rodillas. Además del susto en el cuerpo y los nervios la pobre mujer también tuvo que sufrir la reprimenda de todos los espectadores por no haber cedido desde el principio, soltando el bolso y ahorrándose el arrastre y las heridas. 

El segundo caso fue el de una persona aún más recalcitrante, lo protagonizó un familiar muy cercano y querido en la familia. Terca, obstinada y con gran determinación, nuestra tía abuela bien entrada en la edad madura disfrutaba de una envidiable condición física. Se apuntaba a muchos de nuestros juegos que requerían un gran esfuerzo a la altura de muy pocos mayores. Cuando nos disponíamos a jugar era ella incluso la que los proponía. Comba, goma, el pañuelo…¡qué sé yo! Era de sobra conocido en la familia su desparpajo en general pero también su facilidad para relatar historias disparatadas, contarnos los libros que leía exagerando todo lo posible y consiguiendo que acabaran siendo un gran absurdo. A todo le daba su peculiar visión aprovechando para cambiar las palabras, el orden de las frases; inventando un idioma nuevo que solo nosotros conocíamos. Risueña, divertida, activa y muy peculiar siempre fue por libre. Aunque ya conocíamos al menos la mitad de sus sorprendentes salidas, raras veces nos dejaba indiferente. Solo pasaba algunas semanas en verano en el mismo pueblo que nosotros porque ella residía en Valencia capital. Allí tuvo lugar el suceso que ocurrió en segundo lugar, que me contaron de joven y que tuvo como protagonista a nuestra pizpireta tía.

Parece ser que iba a hacer unos recados por alguna de las calles principales de Valencia, en una hora en que no eran demasiado transitadas. Portaba su bolso con actitud despistada que es la preferida de los ladrones. Supongo que la visual que el caco realizó para escoger a su víctima no fue del todo acertada, pues aquel individuo sufrió en sus propias carnes tan nefasta elección. Al notar que tras el tirón le arrebataban el bolso mi tía salió corriendo detrás del caco y cuanto más apretaba éste el paso más corría ella detrás. Sin aflojar velocidad ninguno de los dos, parece que se dieron una larga carrera por varias calles de alrededor, durante la cual el infeliz pretendía dar esquinazo a la dichosa señora. Un rato después, decaído, doblado por el esfuerzo y encorvado sobre sus rodillas, (suponemos que lamentando su mala suerte también), intentaba recuperar el resuello sin dar crédito a lo que la abuela daba de sí.

Al ver que el ladrón paraba para tomar un descanso, mi tía aprovechó para camelárselo. Mira hijo, no te voy a dar el bolso voluntariamente. Yo aún tengo aguante para rato, así que si no quieres seguir tira el bolso y el monedero y quédate el dinero que llevo. Si no, seguimos corriendo, tú verás, ¡como quieras! 

Solo un minuto después y habiendo calibrado no solo lo desentrenado que estaba él y el fuelle de la señora decidió hacerle caso antes de sucumbir o desplomarse en el suelo. Con el orgullo herido y el miedo en el cuerpo por si se le echaba encima la policía se plantearía que no podía ni contar lo sucedido por el descrédito que esto iba suponer a su carrera, nunca mejor dicho. Así que, estudiadas las opciones, abatido y humillado, abrió el bolso saco el dinero del monedero y dejó todo en la calle para que aquella odiosa mujer dejara por fin de perseguirle.

La tercera víctima de un atropello similar no fue otra que mi hermana, la pequeñita de la casa. Estaba con el resto de los hermanos que se habían animado a hacer un viajecito a Andalucía. Descansando y disfrutando de un relajado aperitivo en una concurrida terraza, con el calor y la actitud indolente de las vacaciones, no repararon que uno de los bolsos estaba algo lejos para ser controlado. 

Como cuando unos descansan otros siguen alerta, alguien vio la posible ganancia, aprovechó la situación y el bolso pasó rápidamente a otras manos. Rápida como una flecha, mi hermana, deshaciéndose de las incómodas sandalias, de dos zancadas dio alcance al ratero enganchándolo desde atrás por el cuello de la camiseta. Aquel impresentable ya se había subido a una motocicleta que estaba preparada para salir pitando y aunque agarrado, no lo estaba con suficiente firmeza. Con el acelerón mi hermana perdió su presa, escurriéndose rápidamente como un pez de entre sus dedos. No hay cosa que más rabia dé que te roben y estar a punto de recobrarlo todo, así que con la adrenalina a tope y muy enfadada se dirigió al resto de hermanos diciendo: ¡anda que me habéis ayudado! 

Desde luego fue en aquella ocasión la que más rápido reaccionó de todos los testigos. Entre ellos se miraron con preocupación. Rápida, fuerte y decidida, mi hermana si le consigue agarrar le mata. La segunda parte fue también muy desagradable pues en el momento de poner la denuncia el agente, luchando por encontrar las teclas de la máquina de escribir, hizo que el sencillo trámite llevara el doble de tiempo; tampoco ponía un dato a derechas de cuanto le contaban como si la historia no fuese con él o porque su trabajo fuera otro. Desde entonces hago todo lo posible por colocar el bolso lo más cerca de mí, yo no tengo tanta fuerza, ni tantos reflejos, ni soy tan rápida.

Petu, 27 mayo 2022

Gracia

P de pequeña (a), Vivi 2021

Hoy era el cumpleaños de su madre. O el día del nacimiento de su madre, si se tenía en cuenta que su madre había fallecido hacía veinte. Se decía así ¿No?: El aniversario del nacimiento de… Pero no, esa pomposa expresión se reservaba para la gente famosa, y su madre no había sido famosa, ni pomposa. El caso es que todos los años, el día del cumpleaños de su madre Gracia hacía algo especial, distinto a lo que hacía todos los días, en honor a su madre. ¡Viva mamá!, pensó. Curiosa expresión, pensó. Su madre estaba muerta, pero, ¡Viva mamá! Como ¡Viva Zapata! Aunque estuviese muerto.

Tomando su primer café de la mañana se le ocurrió que podía mirar las fotos de familia, algo que no había hecho desde hacía años. Sacó la vieja lata de fotos del armario de la salita y con ella bajo el brazo, Gracia abrió la puerta del jardín y se sentó en los escalones. Puso la lata en su regazo y la miró sin abrir, como quien hace una pregunta.

Siguió vigilando la lata de fotos, el dibujo de flores desgastadas, las líneas de óxido que formaban ya parte del dibujo. Más que vieja, la lata era antigua. Había pertenecido a su madre desde que su madre era niña. Al principio, cuando se compró en la tienda vete tú a saber donde, llevaba polvo de chocolate dentro; después, cuando se acabó el polvo de chocolate, se limpió cuidadosamente y fue la lata de los hilos de coser y de la cinta métrica y del alfiletero. Cuando Gracia heredó la lata, ya quedaban pocos hilos y pocas ganas de coser por lo que trasladó ese oficio del pasado a una caja más pequeña, y metió en ella el pasado familiar en forma de fotos, que ocupaba bastante.

La mujer levantó los ojos un momento para mirar al jardín. Le llamaban jardín porque estaba en las inmediaciones de su casa y estaba rodeado de un muro. Pero ¿era realmente un jardín? Su hijo había hecho la observación recientemente de que aquello no era un jardín, porque había mirado la definición de jardín en Google y ponía que era un “terreno en el que se cultivan plantas y flores ornamentales”. Ahora, observándolo, Gracia pensó “bueno, plantas y flores hay”. Era un jardín, concluyó, cultivado por la naturaleza, ornamentado tal y como a ella le daba la gana. Vio en ese momento un negrísimo mirlo con un pico muy naranja posándose en una de las baldosas del camino a la verja, la única baldosa que todavía se podía ver entre la maleza. El tipo de jardín preferido por los pájaros, pensó Gracia. Inspiró hondo, exhaló fuerte, el mirlo se echó a volar. 

Abrió la lata. Las fotos de arriba eran de la familia más reciente en su vida: sus hijos, su marido… Cuidadosamente, metió la mano derecha dentro de la lata por uno de los lados hasta alcanzar el fondo de la misma. Pinzó una de las fotos entre el pulgar y el índice, y la sacó a la luz. La miró. Conocía esa foto. Era su madre el día de su primera comunión. Le dio un vuelco el corazón. ¡Qué guapa era su madre! ¡Y cómo nunca dejó de ser niña! Ese último pensamiento cogió a Gracia por sorpresa; nunca antes había sido consciente de ello, pero era verdad: su madre fue niña incluso dentro de su cuerpo de adulta. ¿Podía decir lo mismo de sí misma?

Le dio la vuelta a la foto. Efectivamente, tal y como recordaba, allí estaba el mensaje que el padre de su madre le había escrito: “En recuerdo de este sagrado día de tu primera comunión, te deseo que te conserves siempre en este estado de pureza y candor. Tu padre, Francisco”.

Su madre había odiado ese mensaje y así se lo había hecho saber a su hija, y su hija lo había odiado con ella en solidaridad emocional e intelectual. “Tu abuelo era un fanático religioso”, le explicó su madre en repetidas ocasiones. “Todos los días, salía de casa a las seis de la mañana para ir a misa. Siete días a la semana, recorriendo el camino campo a través hasta la iglesia. Y cuando volvía comía tres comidas en una. Sí, comía una vez al día. Y luego se encerraba en su habitación y pasaba el resto del día allí, rezando y leyendo la Biblia y el Nuevo Testamento. No le hacía caso a tu abuela, ni la ayudaba en nada, ni en la casa, ni en la huerta… Y como la mísera pensión de militar que tenía tu abuelo no daba para alimentar a la familia, tu abuela se partió la espalda trabajando la huerta, y vendiendo las verduras y las frutas en el mercado del pueblo”.

Gracia levantó los ojos de la foto con la niña ataviada de blanco vestido, blancos guantes, blanco rosario, blanco misal y blanca limosnera. Su mirada se fijó en la enorme celinda que había en su jardín-selva, cuajada de flores, también blancas. 

Reflexionó sobre aquel paternal mensaje. Si separaba esas palabras del hombre que las había escrito, si obviaba su religiosidad, y el intrínseco espíritu puritano, crítico, anti-sexual ¿Qué tenía todo eso de malo? ¿Qué había de malo en la pureza y el candor? Viendo la celinda y su extraordinaria flor blanca, sencilla, sincera y perfumada, no se le ocurrió nada.

Quizás su madre y ella habían interpretado mal las palabras del padre y abuelo Francisco. Quizás no era malo desearle a nadie una vida abundante en pureza y candor. Sobre todo teniendo en cuenta que la pureza y el candor también podían ser sensuales (siendo las blancas flores de la celinda un claro ejemplo de ello). 

¿Cuántas interpretaciones se podían dar a las palabras? Gracia lo sabía bien por su propio nombre. Solía odiarlo también, porque los niños se metían con ella cuando era niña: “Jaja, qué gracia das, Gracia!, le decían”. “Gracia, tienes que dar las gracias”, le decían. Pero luego más tarde, en clase de religión empezó a oír la palabra gracia en relación a Dios. La gracia de Dios, decía el profesor. Sus compañeros soltaban risitas cuando oían eso. En el recreo reían abiertamente: “Jaja, Dios es gracioso”, cuchicheaban, por si el profe de religión andaba cerca. Gracia se reía con ellos, porque a ella esa idea también le parecía graciosa. Pero sabía bien que la gracia divina quería decir otra cosa, una cosa muy seria y muy grande: la benevolencia y la generosidad desinteresadas que impulsan la creación e imbuyen a todo ser viviente. 

Desde que entendió eso a su manera de niña, le gustó su nombre. Hasta que un día le preguntó a su madre por qué le había llamado Gracia. Su madre le explicó con una sonrisa de orgullo y bochorno que venía de su actriz preferida: Grace Kelly. Grace era gracia en inglés pero, claro, no le iba a poner un nombre en inglés. “La gente no lo habría entendido y lo pronunciaría mal, y más en aquellos tiempos en los que la gente pronunciaba los nombres de los actores extranjeros tal y como se escribían,” dijo riéndose. “Encima los niños se habrían burlado de ti. Ya sabes como son”. La decepción de Gracia fue profunda. Vaya, el nombre de una actriz de Hollywood. Traducido al español, encima.

Suspirando de nuevo, la mujer se puso en pie. Aunque todavía era temprano ya se estaba cociendo allí fuera en lo que iba a ser un caluroso día de junio. De todas formas, necesitaba otro café y algo de comer, que todavía no había desayunado. Entró en la casa. Le envolvió la frescura y la penumbra. No sintió la presencia del marido, que seguiría fuera, vagando deprimido por los campos. Sí sintió la presencia de los hijos, adolescentes enfadados y confusos,  durmiendo todavía en cama. La náusea del remordimiento le retorció las tripas. ¿Sería su culpa que los demás a su alrededor no fuesen felices como ella? ¿Estaría acaparando toda la felicidad disponible en su inmediatez? ¿Por qué su felicidad no contagiaba a sus seres queridos? 

Miró el pasillo oscuro que daba a las habitaciones. Al final del pasillo a la izquierda estaba el hueco sin puerta que daba entrada a la cocina. De ahí venía un halo de luz sin mucho convencimiento. También de ahí y también débil vino el tañido de algo pequeño, como un utensilio de metal. Gracia se imaginó a un ratón golpeando un cacito con una cucharilla. Un ratón colorao que se pasaba a sus tres gatos por el forro. Dio un paso para adentrarse en el pasillo y de repente le alcanzó un perfume familiar, que no obstante no supo identificar. Siguió andando por en el pasillo y el perfume se intensificó. También la luz al final tomó fuerza. Cuando llegó a la cocina vio que sí había una puerta. Una vieja y gruesa puerta de madera dividida en dos mitades, la de abajo y la de arriba, pintada de verde, como la puerta de la casa de su niñez. La mitad de arriba estaba abierta de par en par, la de abajo estaba cerrada con el pestillo. Gracia corrió el pestillo, preguntándose por qué estaba colocado de este lado y no del lado de la cocina. Cuando abrió la puerta vio el porqué: donde estaba su cocina estaba lo que en su familia llamaban el alboio, es decir, el porche, y más allá, el jardín de su infancia. Vaya, pensó Gracia, hacía tiempo que no tenía una experiencia mística o extrasensorial. Desde hacía por lo menos dos décadas. Esperaba que fuese algo más larga que la última, que había durado sólo unos segundos. 

P de pequeña (b), Vivi 2021

Atravesó el alboio hasta el jardín donde empezaba el estrecho sendero que lo atravesaba hasta la cancilla del fondo. A la izquierda vio el primero de los muchos frutales que estaban en el jardín: un naranjo. Ese era el perfume que la invadía, el de las flores del naranjo. Sintió la presencia de su abuelo Francisco en el árbol. Recordó cuando el abuelo se subió al naranjo para cogerle una naranja de lo más alto, y se cayó al suelo con un catapúm de todo su cuerpo y una fuerte exhalación por la boca. ¡Cómo se rió la niña! Mamá y la tía Amelia salieron corriendo de la casa. ¡Cómo se asustaron y se enfadaron con el anciano por haber intentado semejante locura! ¿Y tú? Le riñeron a la niña ¿Qué haces riéndote? Pero la niña no se sintió mal: el abuelo no se murió ni se rompió nada, y le dio la naranja, que era lo que los dos querían. Gracias abuelo.

La mujer vio el pozo al lado del naranjo; el pozo que daba el agua más rica que había bebido en su vida. Apoyada en el pozo, vio la pequeña bicicleta blanca; la primera bicicleta que tuvo. Se la compró el abuelo. Llegó un día del pueblo con ella. La puso en el alboio apoyada en sus ruedines y dijo a la niña: Para ti. Mamá y la tía Carmen salieron a ver, y se asustaron y se enfadaron: el abuelo Francisco la había comprado sin consultar. Se había gastado la pensión del mes. Pero, claro, la niña estaba loca de felicidad, y no devolvieron el regalo. El abuelo sostuvo la bici por detrás mientras Gracia la montaba recorriendo el estrecho senderito hasta la cancilla del fondo.

La mujer volvió a su cocina. Ya no estaba en el alboio de suelo desgastado y tejado desvencijado. Miró hacia atrás y ya no había puerta en su cocina, ni de dos hojas ni de ninguna. Sólo el hueco por el cual entró su marido, que se sorprendió al verla.

“¿Dónde estabas?” preguntó con cara enfadada. “Me estaba empezando a asustar. Te he estado buscando por todas partes. Pensé que te había pasado algo”.

“No me ha pasado nada”, respondió la mujer. “Y he estado aquí en todo momento”.

Vivi, 23 diciembre 2021

©Viviana Guinarte, 2021


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Esperanza

Insostenible. Volviendo a casa andando, a la mujer le venía esa palabra a la mente. Casa. Hacía sólo unos meses no hubiera llamado así al sitio donde ella y su pequeña familia vivían. Y mucho menos hogar. Y, sin embargo, ese inmundo sitio ahora lo era, su hogar, y el de su familia. La cabaña, la llamaban así, por negarse a llamarla chabola. La situación insostenible les había avocado a ese lugar. El gobierno insostenible, la economía insostenible, les habían volcado en ese lugar, como se vuelca la basura en los vertederos. Ahora creía entender lo que los ecologistas habían querido decir con lo de economía sostenible, mercado justo… Justicia. Insostenible también. Muy insostenible. Vale ya de insostenible, se dijo la mujer. Se enfadaba consigo misma y sus pensamientos incesantes y repetitivos.

Siguió andando camino abajo. Eso todavía podía hacerlo. Las piernas aún le sostenían y podía andar. ¿Qué otras cosas podía hacer? Mirar a los árboles. Levantó los ojos del camino para mirar a los árboles. La primavera había llegado y los árboles estaban llenos de verde, abarrotados de vida. Como todos los años. La naturaleza sí practicaba una economía sostenible. Nunca parecía haber de menos, siempre de más. Y, sin embargo, su familia no tenía suficiente para comer. Se le ocurrió de repente que eso no tenía sentido. ¿Por qué si la naturaleza producía en desbordante abundancia, su familia, y otras muchas familias, no tenían suficiente para comer? No tenía sentido. Le sorprendió esa inesperada comprensión y luego, de inmediato, se admiró de que nunca se le hubiera ocurrido antes.

Respiró hondo el verdor de los árboles, la limpia atmósfera del campo. Otra cosa que podía hacer: respirar. Cuántos conocidos, algunos amigos, un par de familiares, no podían decir lo mismo. Cuántos habían muerto de enfermedades, cuántos se habían suicidado. Unos cuantos… no, unos muchos, y sólo donde ella vivía. En las ciudades habían sido muchos más. Así que tenía suerte de que todavía podía hacer muchas cosas; sí, tenía mucho por lo que dar gracias. Por alguna razón, la idea de que tenía suerte y que tenía que dar gracias, le pareció muy cómica y se rió a carcajadas a solas por el camino. Hacía mucho que no se reía, pensaba que ya no podía. Pero, sí, otra cosa que todavía podía hacer. Iba a tener que contárselo a sus niños, que se quejaban de lo seria que estaba últimamente.

Llegó a casa, a la cabaña, muy cansada. El camino no había sido tan largo; solía andar tres veces más esa distancia sin tan siquiera faltarle el aliento hacía menos de un año, aunque pareciera un siglo. Pero el hambre cansa más que las distancias.

Los niños salieron a lo que ellos insistían en llamar “el jardín”, un terreno con malas hierbas en torno a la cabaña, hecha un tercio de ladrillos, un tercio de uralita, un tercio de plásticos varios. 

‘Mamááááá!!!! chillaban los tres mientras corrían hacía ella, la boca y los brazos abiertos de alegría. La boca abierta también de hambre, no pudo dejar de pensar la madre. La alegría era de verla, pero también de pensar que les traía algo para comer. Se agachó para abrazarlos y dejó que ellos la abrazaran. Un amasijo de personitas. El amor de sus niños alimentaba más que cien barras de pan, pero cómo le hubiera gustado tener una para darles a ellos. Mientras sostenía sus abrazos, a la madre le vino a la mente el cuento de Hansel y Gretel, y se vio a sí misma siendo la malvada madrastra, enviando a sus niños a un recado que les perdiese en el bosque para siempre. Les besó en la carita para disipar el perverso pensamiento. Vaya estupideces trepaban de las cloacas de su subconsciente. Como si no tuviese ya suficiente con la porquería a su alrededor.

Del bolsillo de su chaqueta sacó tres galletas que alguien le había dado en el centro del pueblo y le dio una a cada niño que, sorbiendo el aire, se dispusieron a devorar. Ella miró a otro lado; no podía soportar esa visión. Caminó hacia la cabaña y entró en ella. 

Su marido estaba agachado junto a lo que él llamaba la chimenea, y que quizás con el tiempo llegaría a serlo. Aquel invierno la habían utilizado durante el día, la mujer insistiendo en dejar la puerta de uralita abierta por miedo a los posibles efectos del humo, ya que la “chimenea” no tiraba bien. Durante la noche la apagaban y dormían todos juntos en el suelo de la única habitación, en el mismo colchón arrebujados bajo los edredones y las mantas que habían traído de lo que había sido su casa de cuatro habitaciones.

“¡Hola cariño!’ dijo él de buen humor, girando la cabeza para mirarla. ¿Cómo ha ido?”

“Mal,” contestó ella no queriendo mirar a su alrededor, la “casa” se le caía encima siempre que la observaba. “No he conseguido más que tres galletas.”

El hombre no dijo nada y se dio la vuelta para seguir chapuceando en la chimenea. 

“Vamos a tener que hacer algo, Carlos,” dijo la mujer.

“¿Hacer qué? ¿Robar?” dijo él con sorna.

“Bueno,” dijo ella. “Se nos acabaron las lentejas y las alubias. Algo tenemos que comer…”

“Vamos a plantar en el jardín…”

“¡En el jardín, en el jardín! ¿Dónde están las semillas? ¡Y no sabemos ni si esa tierra vale! ¡Y mientras tanto qué comemos!”

“Esta tarde iremos juntos al campo en busca de comida.”

“¡No, esta noche iremos tú y yo a buscar comida a las despensas de otros!”

Su marido se dio la vuelta en redondo. Agachado como estaba, perdió el equilibrio y se cayó de culo con las herramientas en la mano. Pero lo que más gracia hizo a su mujer fue la expresión de sorpresa en su cara. Se rió; cuando ponía esa cara, se parecía mucho a sus hijos.

“Sólo les vamos a quitar un poco, hombre. Hay gente que tiene mucho y nosotros no tenemos nada. ¿Qué vamos a hacer? ¿Morir? ¿Dejar a nuestros hijos morir?”

El hombre dejó las herramientas en el suelo, se levantó, dio un abrazo y un beso a su mujer,  y, sin decir nada, salió fuera de la casa. La mujer se quedó allí de pie. Cuando después de un rato se movió, vio un rayo de luz entrando por una de las rendijas de las tablas de madera de una de las paredes. Miró y vio que el haz de luz iluminaba la mesa y las sillas que había junto al colchón en el suelo. Por un momento, su cabaña le pareció un sitio agradable, un verdadero hogar y se preguntó qué significaba aquella visión, de dónde venía, quién la había puesto allí en medio de su desesperación.

Se fueron a dormir temprano, como siempre. No había mucho que hacer, o más bien no mucha energía para hacerlo, y cuando se duerme se olvida uno del hambre, y si no se olvida, se sueña con comer. Antes de dormirse, la mujer se acordó del vecindario donde solían vivir. Soñaba a menudo con él y con su antigua casa. Se durmió y esta vez soñó que se encontraba con una bosta de vaca encima del muro en el camino de vuelta a la cabaña, pero cuando se acercó resultó ser una tarta de chocolate de magnífico aspecto. Fue corriendo a buscar a los niños y a su marido para compartirlo y cuando volvieron el pastel ya no estaba allí. Pero entonces se dio cuenta de que soñaba y volvió a poner el pastel encima del muro. El nuevo era algo más pequeño y más seco, pero aún así estaba bueno y se lo comieron todo enseguida, “antes de que se convierta en caca de vaca”, dijo la mujer en sueños. 

A continuación, tuvo otro sueño. Éste sí era el sueño recurrente de la casa donde vivían antes; la que tendría que haber sido su casa para siempre. Soñó con la cinco familias que vivían con ellos en la misma manzana, a las cuales conocía muy poco. Al final de la manzana había un terreno baldío cuya propiedad compartían los vecinos a partes iguales, pero del cual no hacían uso. Décadas atrás, los primeros compradores de la urbanización se turnaban para cuidar del terreno. Había hierba y hasta una pequeña piscina comunitaria. Se reunían allí para charlar y dejar a sus hijos bañarse en la piscinita. Los niños de la vecindad se conocían bien y corrían libremente entre los jardines de las seis casas, saltando fácilmente por encima de las vallas de rejilla metálica, de no más de un metro de altas. A veces, uno de los niños se quedaba a comer en casa de los amiguitos. La madre sólo tenía que gritar calle arriba, o calle abajo, para avisar a la otra madre de que su hijo no iba a ir a casa a comer. 

Cuándo su marido y ella se trasladaron a vivir a esa manzana, en la casa al otro extremo del terreno comunitario, la urbanización ya se había transformado en edificios de dos pisos, separadas por muros de ladrillo de dos metros y medio. Sus niños nunca llegaron a conocer a los niños de los vecinos demasiado bien. Sólo dos familias tenían niños y eran o mayores o vinieron después de los suyos. Se encontraban en el verano, a veces en la calle, pero nunca fueron a sus casas y mucho menos a comer. Tampoco los niños de los vecinos vinieron a la suya.

Un día, una nueva familia vino a la casa adyacente al terreno, ahora lleno de abundante y espinosa maleza, que protegía a los niños del vecindario de caerse en la piscina vacía y ruinosa. Después de unos meses, los nuevos dueños ofrecieron comprar el terreno comunitario. Ya en el pasado alguien había hecho esa oferta, pero los vecinos no se habían puesto de acuerdo en aceptar el precio por considerarlo en su mayoría demasiado bajo. Lo mismo ocurrió con la propuesta de los nuevos vecinos: no ofrecieron suficiente dinero. A la mujer y su marido les había parecido suficiente, no sólo porque lo necesitaban para pagar al banco la hipoteca atrasada, si no porque les parecía lo justo: vendérselo a la familia que ya vivía allí. “El dinero no lo es todo”, dijo la mujer a sus vecinos, “a ellos les conocemos, son nuestros vecinos y quieren poner un huerto para dar de comer a sus niños”. Pero la miraron como si la cabeza no le funcionase bien, así que decidió no mencionar lo que de verdad pensaba, que dárselo a sus vecinos (aún sin conocerles) era cuestión de ley natural. Seguramente la hubieran enviado a un manicomio, y no les hubiera culpado del todo, ya que ni ella misma sabía lo que quería decir con aquello de ley natural, ni de dónde lo había sacado.

Pero en su sueño no se estaba acordando del pasado. Ahora soñaba que ella y su familia se trasladaban a ese terreno y metían su cabaña dentro de la piscina sin que los vecinos les viesen. Por las noches irían quitando las zarzas de alrededor y cultivarían la fértil tierra debajo sin que nadie se diese cuenta. La avaricia rompe el saco, pensó en sueños. Y se despertó.

Todavía era noche cerrada. Su marido respiraba pausadamente a su lado en el colchón, dormido. El pequeño Miguel dormía entre los dos, tan profundamente que no se le oía ni respirar. La mujer sentía a su hija Remiela, pegada a su espalda, también dormida. Levantó la cabeza y adivinó a su hijo mayor, Gabriel, durmiendo a la derecha del padre. La mujer se fue levantando, poco a poco, como el agua que se escurre entre los espaguetis. Ya de pie, observó el bulto oscuro que hacía su familia en el suelo, maravillada de que siguieran durmiendo apaciblemente, como si éste fuese el mejor de los mundos. Les tapó bien antes de ponerse los zapatos y el abrigo. De noche la chaqueta no sería suficiente.

Salió de la cabaña y miró la noche iluminada por la luna casi llena. Se acordó de los versos del poema: en una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, oh dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. Su madre le había enseñado esos versos siendo niña. Se había olvidado del resto del poema. Su alma, separada de ella, perdida en algún rincón del universo; en su pecho, encogido, el corazón le latía bajito.

Anduvo hasta su antigua calle y la recorrió ignorando casi perfectamente su casa en la esquina; algo que había practicado en su mente muchas veces en los últimos meses. Las luces de las casas estaban apagadas, lo que no era extraño dada las altas horas de la noche, pero las farolas también estaban apagadas; algo a lo que la mujer todavía no se había acostumbrado: la noche iluminada sólo por la luna, cuando había luna. 

Llegó a la otra esquina de la manzana; la esquina del terreno en desuso. Habían construido un muro de piedra de un metro y medio de altura alrededor que no le impidió ver el huerto descubierto. A la luz de la luna parecía magnífico, abarrotado de cosechas diversas y abundantes, con árboles frutales en las cuatro esquinas. La cancilla de entrada al huerto estaba cerrada, pero no tenía candado, ni llave, ni siquiera un pasador. Después de pensarlo unos momentos y observar la casa de al lado a oscuras y en silencio, abrió despacio la cancilla y entró en el huerto. Chirrió un poco, como un gato maullando suavemente. La mujer caminó de puntillas, mirando al suelo para no pisar nada valioso. Siendo abril en tierras frías, la mayoría de las cosas que había crecían bajo tierra. Le pareció ver plantas de patatas, zanahorias, cebollas… Vio otras cosas por encima de la tierra: coles, espinacas, acelgas… No lo pudo resistir, se agachó para arrancar unas hojas. Son para mis niños, les decía a los desconocidos dueños del jardín en su mente, que quieren comer y no es justo que pasen hambre. Nunca se lo hubiese imaginado, un año atrás, que en su país, la mayoría de los niños pasarían hambre, igual que siempre había visto en la televisión que la pasaban los niños en los países del Tercer Mundo. Ahora el Tercer Mundo había llegado a éste.

De repente, bajo la luz nocturna vio el rojo de las fresas. Qué raro, se dijo, fresas ya, por aquí. Pero no había estado haciendo frío. Se agachó, cogió una y se la metió en la boca. 

“Buenas noches,” dijo una voz de hombre. La mujer casi se atragantó con la fresa. Levantó la mirada y vio al hombre sentado en una silla en el jardín de la casa de al lado. Se dio cuenta entonces  de que ya no había separación entre la casa y el terreno como estaba antes.

“Buenas noches,” susurró ella, y en seguida: “lo siento”. Levantó las hojas de espinaca en su mano derecha. “Son para mis niños, tienen…”

“Excepto la fresa,” dijo él. “La fresa fue para ti.”

La mujer no supo que decir. Sentía ganas de llorar. No podía decir que su intención en un primer momento no había sido robar; sabía muy bien que había salido de su chabola en medio de la noche para robar. Estaba tan cansada que no tenía fuerzas ni para enfadarse.

“Un momento,” dijo el hombre levantándose de la silla. “¿Tú no eres Esperanza?”

“Sí,” dijo ella.

“No me lo puedo creer,” dijo él y empezó a reírse. “Soy Antonio ¿No me reconoces?”

“Sí,” contestó ella. “Ahora sí. No sabía que seguíais viviendo aquí.”

“Sí, aquí seguimos, Natalia, los niños y yo. Espera que voy a llamar a Natalia, no se lo va a creer…”

“No, no la despiertes. Ya me voy, mira, toma tus espinacas.”

“No seas tonta, llévatelas, pero no te vayas, déjame que te explique, anda, ven y siéntate, mientras despierto a Natalia…”

Antonio no se fue hasta que Esperanza se hubiese sentado y luego entró apresurado en su casa. Al medio minuto salió con Natalia en camisón y con pelos de loca.

Esperanza se levantó de la silla.

“¿Pero cómo estás chica?” dijo la otra mujer con una gran sonrisa. Cuando vio la cara de su antigua vecina, la abrazó. Esperanza empezó a llorar calladamente.

“¿Sabes qué estábamos diciendo esta tarde Natalia y yo?,” le dijo Antonio sin perder la excitación en su voz. Se volvió hacia su mujer.

“¿Qué te dije Nat? ¿Eh? ¿Qué te dije que necesitábamos recuperar?.” Antonio se empezó a reír otra vez.

“Shhh, Antonio, vas a despertar a los vecinos!” susurró su mujer.

“Qué vecinos? ¡Si ya no tenemos! ¡Díselo, anda!”

“Díselo tú, Antonio, pero baja la voz.”

“Vale, pues le dije: ‘necesitamos esperanza’.” 

La mujer no reaccionó.

“Tenemos que recuperar la esperanza, le dije ¡y aquí estás!” exclamó Antonio, haciendo el gesto de “aquí estás”: los brazos estirados delante de él, manos abiertas, palmas hacia arriba.

La mujer permaneció callada. Tanta alegría le confundía. Le confundía especialmente en relación a su nombre. Para ella su nombre no era más que un nombre y, ciertamente, no se relacionaba a sí misma con la esperanza.

“Esperanza” dijo Natalia suavemente. “¿Dónde está tu familia?”

La mujer tragó saliva y no dijo nada. Sus antiguos vecinos esperaron con paciencia.

Por fin, Esperanza explicó dónde estaban los suyos y por-qué estaban allí. Cuando terminó, más lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas. Le parecía que en su pecho había un pozo inagotable de lágrimas que no dejaba de desbordarse.

“¿Por qué no volvéis a vuestra antigua casa, Esperanza?” preguntó Antonio, ya sin asomo de humor en su voz. “Ahora no vive nadie ahí”.

“Es verdad,” le alentó Natalia. “Somos los únicos en el vecindario y no creo que estas casas se vuelvan a habitar en mucho tiempo, Esperanza. No tiene ningún sentido que viváis en esas condiciones con todas estas casas vacías, que ya no pertenecen a nadie.”

“Ni siquiera a los bancos,” añadió Antonio.

“A nosotros nos encantaría teneros de nuevo como vecinos,” dijo Natalia.

“Sí, a vosotros sí, porque tampoco queremos a cualquiera,” explicó Antonio, entrándole la risa otra vez.

“La tierra en esta zona es buena para cultivar,” dijo Natalia.

“Ya era casi nuestra casa,” musitó Esperanza.

“Era vuestra casa,” dijo Natalia. “Y lo sigue siendo.”

“¿Pero eso no es ilegal?” preguntó Esperanza.

“Puede que sí,” aceptó Antonio. “Pero es justo.”

La mujer pensó en los suyos, dormidos en el colchón sobre el suelo y el corazón se le hinchó de amor. Su cabaña no era tan mala en realidad. Había sido muy dura con ella, cuando les había permitido sobrevivir el invierno. Pero su antigua casa, con el fértil jardín que podían convertir en huerto, era mucho mejor.

“Anda” dijo Natalia. “Veníos a desayunar mañana”.

“Hoy”, corrigió Antonio.

“Eso, hoy, y hablamos otra vez. A los niños les encantará ver a los vuestros. Se encuentran un poco solos y aburridos aquí.”

La mujer estaba pensando.

“¿Esperanza?” preguntó Antonio.

Sí, se dijo la mujer, soy Esperanza, no me gastéis el nombre.

“Sí”, dijo en voz alta. “Les voy a buscar ahora mismo”.

Vivi, 16 diciembre 2021

© Viviana Guinarte 2021

El revisor

Tren, Petu 2021

Probablemente era ya muy tarde porque volvía del trabajo a Madrid en uno de los últimos trenes que circulaba ya en esa dirección. Para no tener que recorrer todo el andén cuando llegásemos a nuestro destino, siempre tenía la precaución de elegir el vagón del final del todo.

Siempre voy preparada para estos trayectos, no importa lo cortos que sean, y aunque esté muy cansada procuro leer, escribir o pensar en mis cosas ya que de noche no se aprecia el bonito paisaje que vamos atravesando. En mi bolso llevo siempre varios bolígrafos, lápiz, borrador, una libreta, por si tengo que hacer alguna anotación o apunte y uno o más libros. Nunca sé con antelación qué tipo de lectura va a ser la apropiada y elijo sobre la marcha el libro que más me apetece de entre todos los que tengo en el bolso.

Aunque en aquella época no había empezado a utilizarlos hoy añado a la lista un par de tapones para los oídos. Las conversaciones más personales se suelen hacer hoy en día a gritos, para salvar el ruido de los trenes al pasar por las vías a toda velocidad. Ahora no te puedes arriesgar a no llevarlos por las continuas llamadas de móvil de algún compañero de asiento que a veces hacen del trayecto algo insufrible.

Pero generalmente las vueltas son más tranquilas; tanto los que van a trabajar a esas horas como los que volvemos llevamos el cansancio pintado en el rostro y a mí se me hace más corto si cuento con toda esta lista de objetos que tanto me entretienen. Así que, sacado todo el arsenal, me pongo manos a la obra para tener el mejor de los viajes.

Como a mitad del recorrido interrumpí mis lecturas porque pasaba el revisor y nunca es para mí una tarea fácil encontrar el billete a la primera. Siempre salen antes las cosas más peregrinas, aquellas que había olvidado que llevaba y que tampoco encuentras cuando las necesitas. Otras veces enseño un carnet en vez del billete ante la mirada de comprensión del pobre revisor de turno. Intento siempre adelantarme a ese momento en el que alguien espera interminables minutos hasta que por fin aparece tan ansiado papel. Con la costumbre estos avezados trabajadores generalmente muestran una gran paciencia fruto de años y años de trabajo.

Sin embargo, en aquella ocasión creí notar cierto nerviosismo en aquel hombre, realmente mayor, que parecía contrariado, a punto de estallar. Mi voz interior decía que tampoco había tardado tanto en encontrar aquello. El hombre no sabía de lo que yo era capaz si se había enfadado por tan poca cosa. El diálogo siempre se termina cuando te devuelven el billete picado; pero esta vez, cuando él siguió hablando, no podía creer lo que estaba oyendo: aquel hombre, al que veía por primera vez en mi vida, me estaba echando la gran bronca. No quería contradecirle porque jamás había sentido tales muestras de aprecio en un desconocido, pero después del aluvión de críticas casi no sabía qué decir. No quería que me reacción se hiciera evidente y en vez de protestar me dejé envolver por sus palabras asintiendo como una colegiala cuando le regañan o como cuando el abuelo afea la conducta inadecuada de su nieta preferida y, cargado de razón le explica el porqué de su equivocación para que en el futuro no la repita. Acabé estando de acuerdo con aquel perfecto desconocido.

La conversación debió acabar más o menos así:

—»En lo sucesivo no debería Ud. sentarse en el último vagón ¿Cómo podría yo ayudarle en caso de que — pasara algo? Aquí estamos el maquinista y yo que, en el momento en el que nos necesitara, la echaríamos una mano en lo que fuera, pero no si se sienta al otro extremo del tren. No sería descabellado que a estas horas de la noche, y viajando sola, alguien pudiera darle un gran susto, señorita”. En aquel momento yo aún lo era por lo que no me extrañó que se dirigiera a mí de esa forma.  

Una oleada de afecto me invadió después de sus preocupadas palabras. Siguió explicándome que únicamente poniéndome cerca de ellos él se sentiría más tranquilo. Haciendo grandes esfuerzos por contestar algo apropiado cuando no me salían ni las palabras le dije:

“Tiene Ud. razón, no había caído en que tuviera esas consecuencias y ahora que lo dice no pensé tampoco que esto fuera una preocupación añadida para Ud. Le acompaño y me pongo más cerca, como me recomienda”. Así que apesadumbrada y culpable, seguí a aquel entrañable hombre hacia el principio del tren, confiada porque a decir del amable señor, el maquinista y él mismo velaban por nuestra seguridad. 

Nunca más me quedó duda de esto, como nunca más  he vuelto a ponerme en el vagón de detrás yendo sola; como mucho, y si es de día, hacia la mitad. Por supuesto le di las gracias por su atención hacia mí y también por haberse tomado tantas molestias. Me senté y el entró en el compartimento del conductor. Jamás volví a verlo, de esto ya hace muchos años, pero no puedo olvidarlo.

Petu, 2021

Hombre con paraguas

Los paraguas, Petu 2021.

Esta es una anécdota que contaba mi padre hace ya mucho tiempo y que se me quedó grabada por lo absurdo de la situación, cada vez que me acuerdo la visualizo, la recreo y vuelvo a sonreír. Siempre fue un hacha para convertir cualquier escena en una comedia y tenemos multitud de ejemplos en los que revelaba su personal forma de entender el mundo, de interactuar con él y de explicarlo, todo ello adornado también de innumerables despistes. 

En alguna ocasión, siendo él joven, vino a Madrid un tío suyo así que fue a recogerle; quizá se tratara de la Estación del Norte pues venía de fuera, pero no recuerdo el sitio concreto. Por lo que contaba llovía a mares así que, provisto de un paraguas, se cuidó mucho de que el recién llegado no se mojara. Solícito como ninguno lo abrió y siguieron andando evitando que aquella tromba de agua afectara lo más mínimo a su tío. En un momento dado decidieron ir en metro un trayecto y bajaron con determinación las escaleras, compraron los billetes y probablemente atravesaron, si no todo, gran parte del andén hasta que decidieron cual era el sitio que más les convenía para esperar la llegada del metro.

Supongo que charlando de sus cosas un buen rato después y, visiblemente contrariado, su tío no pudo más y afeando la conducta de los compañeros de andén que, incrédulos y socarrones miraban sin disimulo, comentó indignado: 

– Y digo yo, ¿qué le importará a esta gente si quieres llevar el paraguas abierto dentro del metro o no? ¿Por qué tendrá la gente que meterse en la vida de los demás de esta manera? No lo entiendo dijo, haciendo más que evidente su enfado. 

Fue entonces, según contaba mi padre, cuando cayendo en la cuenta del despiste, se decidió por fin cerrar el paraguas advirtiendo por primera vez que hacía ya mucho rato que ni su tío ni él parecían necesitarlo. 

Petu, 7 diciembre 2021