Marilu y otras brujas

 Petu, 2023

Le gustaba salir de paseo después del amanecer, en esos días tan fríos en los que no se encontraba a nadie. Rodeaba la empinada ladera de la montaña y según el estado de sus fuerzas subía más o menos por la cara norte de la misma. Había acumulado unos cuantos años, pero aún así ella no se veía vieja. Tampoco sentía que el paso del tiempo le había caído encima de golpe. Esos paseos le hacían sentir casi como una jovenzuela y volvía completamente renovada con ganas de hacer muchas cosas. Caminar esas mañanas, sorteando a veces como podía el aire helado y buscar los escasos rayos de sol funcionaba en ella como un fuerte resorte; solucionar cosas pendientes le impulsaba a sacar adelante nuevos proyectos mientras andaba. Así se ocupaba de esos asuntos que, de no ser por esas caminatas, se habrían quedado sin resolver. Esos momentos se iban llenando sin querer de sueños, se encontraba con nuevas e importantes pistas que antes no había tenido en cuenta. Las obligaciones frenaban en seco ante la posibilidad de ideas que se abrían a su paso de una manera casual. Hoy prefería elegir, sentirse a gusto con lo que hacía y disfrutar de todo lo que le iba pasando. Los pensamientos a veces acudían a su mente en tropel y aunque no regresaba corriendo a casa para ponerlos en práctica hacían que su vida fuera de todo menos monótona. Con los años se había convencido, y no le faltaba razón, de que aquellas mañanas de frío intenso, de paseos largos por el monte constituían por sí solos su fuente de vida. 

Al igual que en el paisaje, en su casa y en el vestir le gustaban a rabiar los colorines. Le encantaban como los cambios de luz a medida que iba transcurriendo el día. El apelativo de bruja que le endilgaban frecuentemente no era antiguo sino más bien reciente. Su propio estilo, su propósito vital, sus elecciones en los últimos años le fueron alejando un poco del común de los mortales, haciéndose cada vez un poco más solitaria pero siempre más consciente de que no iba a dejar que su motivación y sus gustos se fueran contagiando de los caprichos de los demás. Como no tenía ninguna intención de uniformarse, ni tenía el propósito de seguir la misma vereda que el resto, poco a poco se vio etiquetada como un bicho raro por vecinos y conocidos. Un ser humano singular. Su fuerte carácter combinado con una gran personalidad no han podido romper, o no lo han hecho hasta ahora, sus ganas de relacionarse y de entablar, aunque fuera de  paso, una breve conversación con casi todo aquel con quien se encontraba de vuelta de sus paseos, a esas horas en las que todo el mundo salía y ella ya volvía a casa. Nunca se ha definido como una persona huraña y tosca con los demás. Quizá eran los demás los que, al verla distinta, la encuadraban en un molde que era de ellos, pero no lo asumía como propio.

Para empezar tenía gato y escoba, pero aunque ella volaba dejando libre su imaginación, no lo hacía subida a horcajadas en semejante trasto. Las escobas, todo el mundo lo sabía, se habían inventado para la limpieza general, para cuando la casa estaba hasta arriba de los pelos del gato y polvo de la calle. En su casa aún no había entrado una aspiradora, eso era un artilugio moderno. Vale que la escoba era de las de paja, pero eso no significaba nada. ¿Quién en el campo no usaba una de esas para repasar un patio o unas escaleras que dan al jardín? Que su gato no fuera negro sino bicolor no la hacía menos bruja para el resto. No, la verdad; no mucho. Una vez que una idea arraigaba en la mente de los demás provocaba una grieta, un surco, incluso a veces una ruptura de tal calibre que era muy difícil revertir. Pero aún así nunca se la podría catalogar como un ser asocial; agradable, educada y cariñosa se portaba bien con los pocos vecinos que, pese a haber oído hablar de su naturaleza extravagante, se atrevían a tener trato con ella.

Yo misma fui durante unos años etiquetada de bruja, igual que Marilu. Jamás me incomodó, nunca me sentí agraviada por ello ni siquiera cuando empezaron a proliferar regalos con una clara referencia a estas amables criaturas. Pero menos que nunca cuando caí en la cuenta de que me habían asociado con un tipo de mujer ampliamente denostada, a la que la sociedad atacó con burlas nunca del todo comprensivas y eso en el mejor de los casos. Casi me encontré a gusto en mi piel. No varié ni un ápice mis gustos, ni mis principios: no traté de involucrarme en-eso-que-otros-dicen-que-soy-yo. No me acerqué más a esa figura que por criticada me fuera gustando cada vez más. Yo era como era, pero también sabía que por decisión de los demás no me iba a acomodar fácilmente a lo que ellos esperaban de mí. Mi mundo era mío y en mi mundo mandaba yo. Y era incomparablemente más feliz que los que perdían el tiempo en decidir si estaba o no en éste o en cualquier otro grupo. Tampoco creo que mi estilo de vida fuera el de mis amigas las brujas. No salía de noche para hacer aquelarres. Observaba la luna como la inmensa mayoría de los mortales sin importarme si era llena o no, la miro embelesada sin otro oscuro e inquietante fin y con la misma vehemencia con la que salgo a tomar unos rayos de sol cuando no hace un calor excesivo. En cuanto a la ropa negra la dosifico con mucho cuidado para poder combinarla adecuadamente con otros colores y no desentonar demasiado. Creo que hay una gran variedad de mujeres que podrían enmarcarse en este heterogéneo grupo sin que por ello haya que rasgarse las vestiduras (digo esto sin cambiar en absoluto de tema en cuanto a ropa se refiere).

De todo lo anterior me puedo desmarcar si quiero integrarme en este grupo, sin embargo cuando mencionamos la palabra potingue me rindo. Siempre me ha gustado “mejunjear” y sé que de pequeñas todas hemos jugado a las cocinitas, pero cuando se trata de hierbajos los ojos se me salen de las órbitas. Si alguien comenta algo acerca de fórmulas para la tos, el constipado, o cualquier solución a un problema de tipo doméstico enseguida quiero tomar parte activa en el asunto. Eso sí que me parece mágico, eso sí que lo convierte en brujería a mis ojos. Y es que estamos rodeados de elixires naturales de los que nos hemos apartado cada vez más, sobre todo por ignorancia sucumbiendo absolutamente a los preparados modernos. Pensándolo bien puede que tenga un 30% de bruja pero eso no creo que sea suficiente para poder ser aceptada en tan selecto club. Visto lo visto haré un verdadero esfuerzo para hacer méritos y subir un poco el listón. Espero que algún día me expidan el carnet que tan orgullosa mostraré a quien me lo solicite. Me anima pensar que este proyecto no esté muy lejos de cumplirse porque quizá lo más difícil sea romper las primeras barreras, propias y ajenas, de pertenecer a un grupo que siempre ha tenido muy mala fama. Casi puedo verme ejerciendo ese papel muy cómodamente.

 Me encanta cenar sopa en las noches más frías pero no echo en ella ningún ingrediente raro ni tengo un caldero colgado encima de ninguna lumbre. Uso una olla que me regaló mi madre y que nunca sé si es rápida o súper rápida por lo que la llamo, como lo hacía la abuela Trini, la súper olla. Para los perspicaces, diré que mi cocina es de gas. ¿Os causa este particular una gran decepción? ¿Quizá algún trastorno? Que una definición se aproxime más o menos a lo que tú eres debería ser irrelevante. El ser humano se aleja vertiginosamente en dirección contraria cuando se trata de definir a alguien, acabando de plano con cualquier idea preconcebida. Y no es por fastidiar, es porque somos inclasificables. Ni queriendo podemos parecernos a la idea que los demás tienen de nosotros, a veces nos acercamos algo y otras… nada que ver. Es algo que no se elige. En cuanto a mí, escucho con atención las sugerencias y a veces cambio un poco de parecer o de conducta, no tanto por docilidad sino por sentido común.

Petu, 2023

Tuve en su día un grupo de amigas, muy amigas, que ya se ha disuelto y que nos auto proclamábamos las brujas. Nunca acudimos a las reuniones con escoba ni con nuestro gato. Unas inofensivas cervezas, unas risas sin calderos ni pócimas de por medio y p’a casa. El punto de encuentro era una construcción antigua pero reformada con mucho gusto que funcionaba como hostal, tenía un estupendo bar bastante concurrido, pero nunca agobiante, a no ser que hubiera anunciado un pequeño concierto, un cocido dominguero o la presentación de algún libro. Cuando íbamos allí era generalmente la noche de los viernes y desconozco del todo si es el día elegido por otros grupos de brujas para emprenderla a “aquelarrazos”. Como mucho quedábamos embelesadas con la lumbre, tan acogedora y tan celosamente alimentada por sus anfitriones y nunca nunca hipnotizamos a nadie. La fase lunar era absolutamente irrelevante para nosotras, aunque sin querer puede que en alguna ocasión luciera una espléndida luna llena. Pero lo que sí sé es que todas las reuniones siempre estuvieron rodeadas de misterio, ilusión y alegría, circunstancias todas ellas tan proclives a las confidencias. Os recomiendo las reuniones, las que sean y con la excusa más peregrina; pero las de mujeres, en particular, os lo pido encarecidamente. En contra de lo que se cree no se emplean para cortar trajes al colectivo masculino o al menos no era así en nuestro caso, sino que nos servía para introducir temas que a ellos, lo tengo comprobado, en general no les interesan demasiado. 

¿No serían esas brujas, unidas en pretendido aquelarre, maestras en sus respectivos cometidos (caseros todos ellos)? ¿No sería que quedaban para intercambiarse inocentes recetas de cocina, pócimas sanadoras con infinidad de hierbas, bebedizos reconstituyentes para la familia o tisanas para los problemas de indigestión? ¿Por qué, si es así, causaron tanto revuelo y se miraban con un recelo tan desproporcionado? Dejadme que os diga que sacado de contexto lo más natural del mundo, por el solo hecho de asociarse a ellas puede tener una lectura horripilante y demoledora, no tengo que explicároslo. Eso sí que fue lucha, eso sí que fue feminismo.

Hace ya algunos años paseábamos por una feria de artesanía mi hermana, mi sobrina mayor y yo y nos encontramos con un puesto notablemente brujil. Los ojos se nos llenaron de chispillas a las tres. A mí por motivos obvios, a ellas porque conocían mi gusto por estos temas. ¿Has visto eso? ¡Sí! Formaba parte de mi círculo de interés desde hacía tiempo y rápidamente madre e hija decidieron regalarme algo que me gustara. Elegí un colgante en el que había dibujada una bruja sobre fondo verde, mi color, subida a su herramienta de trabajo favorita y sorprendida en pleno vuelo. Ya tengo un largo historial de regalos relacionados con el fantástico mundo de estas, para mí, maravillosas criaturas y los atesoro con cariño. No entiendo por qué su representación siempre está relacionada con una tipeja viejuna, desagradable, desdentada, fea y llena de verrugas. Tampoco sé en qué se basa la sabiduría popular para vestirles siempre con andrajos y generalmente conspirando con otras mujeres como ellas.

El que regentaba el puesto también era un hombre singular que, de verbo fácil y sin apenas insistirle mucho, nos contó su peculiar visión acerca de la figura que tanto admiraba y que homenajeaba hasta el extremo en su tenderete. Su relato y sus explicaciones no eran sino resultado de un profundo estudio que, nos aseguró, contaba con amplia documentación. Como quiera que fuese, sus explicaciones destilaban un profundo respeto hacia ellas. Con eso nos quedamos, con eso volvimos a casa sabiendo por él que, aunque despreciadas por unos y temidas por otros, podían reírse a carcajadas del mundo y de lo que éste decía de ellas. Al fin y al cabo serían brujas, pero lo que la gente envidiaba de ellas es que fueran sabias, felices y de pensamiento libre, y todo eso ha sido brutalmente perseguido durante mucho tiempo. Yo particularmente prefiero esta descripción de brujas felices, riendo atronadoras pero sin malicia, radiantes y fuertes. 

Cuando era muy pequeña, en nuestro pueblo de veraneo había dos mujeres muy mayores que vivían en una casa destartalada, pequeñísima y eran dueñas de un montón de gatos que deambulaban por las inmediaciones, pero sobre todo podían responder a esa definición que nos pasa por la cabeza cuando hablamos de brujas sin forzar mucho. Raras sí eran y que yo supiese no se relacionaban mucho con el resto del pueblo. Las veíamos a menudo porque hacíamos la compra en el súper de al lado. Hoy la antigua casa baja con tejado a dos aguas y estructura casi derruida se ha convertido en un gran edificio moderno de grandes cristaleras que ni por asomo ha heredado una sola piedra de la humilde morada que habitaban esas dos solitarias y ancianas mujeres. En algún momento olvidamos el hecho de que siguieran ahí y nos sorprendió la noticia del fallecimiento de ambas en un espacio de tiempo relativamente corto. Poco a poco fue desapareciendo también su entorno, la esencia del rincón que ocupaban en el centro mismo del pueblo y hoy casi se podría decir que también su recuerdo. Tampoco están hoy con nosotros aquellos que podían hablarnos algo más a cerca de ellas y su historia ha caído en el olvido al igual que las piedras que de forma artesanal configuraban su pequeño patio y su exiguo y rudimentario hogar. 

Pensando en todo esto creo que de un momento a otro voy a caer en mi propia encerrona entrando definitivamente en este grupo de élite que tanto tiempo me ha llevado definir y he decidido hoy mismo, día festivo, que con mi escoba veloz me acerco al pueblo de mi infancia y paseo por sus calles que poco tienen que ver con aquellas tan añoradas y que siguen intactas en mi memoria. De paso entro a mi pastelería favorita, que también cambió de sitio, a comprar alguna pasta de las de antes o algo de bollería. Y es que ¡a las meigas modernas nos encanta el dulce!

Petu, marzo 2023