Costumbres desconocidas

A J.

Chuche, Vivi, 2020

La gata observaba a las dos perras desde la seguridad que le daba la altura de las filas de piedras perfectamente apiladas y alineadas por los humanos. Estas dos perritas eran de lo peor. Había muchos perros y perras en la tierra encerrada dentro de las piedras apiladas, pero estas dos, por algún motivo, no perdían ocasión de meterse con ella, la gata. Venían a ladrarle y si saltaba desde las piedras a la tierra encerrada, la perseguían. Si no estuviesen siempre juntas y pudiese pillar a una de ellas a solas, se hubiera dado la vuelta y se habría enfrentado y defendido bien con sus magníficas uñas. Después de todo, las perritas no eran mucho más grandes que ella. Pero dos eran demasiado para la gata sola.

Así que se estiró un poco más y se quedo donde estaba, ronroneando, mientras las dos estúpidas criaturas seguían gritándole. Pronto se iría la gran luz, el azul de arriba se volvería negro, los humanos meterían a todos los perros en sus grandes cajas de piedra con agujeros de cristal y la gata podría bajar de las piedras sin peligro para buscar entre la tierra sin verde alguna de aquellas bolitas duras que los humanos daban de comer a los perros. No solía encontrarse muchas porque los perros eran avariciosos con su comida, pero a veces en su afán por comer lo más deprisa posible, alguna que otra bolita salía volando de sus bocas e iba a caer en algún sitio fuera de su vista. 

Qué suerte estos perros que no tenían que preocuparse por encontrar comida. Qué mala suerte estos perros que estaban confinados entre piedras apiladas durante el tiempo de luz y en las cajas de piedra durante el tiempo de oscuridad.

Tocaba lavarse un poco y la gata empezó a lamerse el pecho. Con lo bonita que era la oscuridad afuera, sobre todo en la época en la que estaba, en la cual la gran bola de luz del tiempo de luz se estaba acercando y empezaba a hacer más calor. Luego cuando la gran bola de luz se iba, arriba estaba negro y se veían las lucecitas pequeñas, no hacía calor, pero tampoco mucho frío. Se estaba tan bien que la gata casi no quería que volviese el tiempo de luz.

Al poco de volver la bola de luz hacía más frío, y la gata se fue a dormir un rato más en los brazos de los animales de madera inmóviles, clavados en el suelo, que ahora se habían vuelto a cuajar de las cositas verdes que la acariciaban cuando pasaba entre ellas. Y cuando la bola de luz subió otra vez por el alto azul, la gata salió al calor y a lo alto de las piedras apiladas. Fijó su vista en las cajas agujereadas, esperando a que los humanos llegasen para abrirlas y dejar a los perros salir a la tierra.

Los humanos vinieron, abrieron las cajas y los perros salieron, tal y como la gata esperaba, porque así habían sido las cosas desde que había nacido. Y también como siempre, las dos perritas salieron y corrieron enfiladas a donde estaba la gata para darle los buenos días con su infernal canción. La gata prefería la música de los pájaros, por lo menos la de los pequeños. Pero, por alguna extraña razón, le gustaba tumbarse encima de esta alta fila de piedras, a pesar del frecuente ataque sonoro de las perras. Se preguntaba a menudo por qué los perros eran como eran, tan distintos a los gatos y a otros animales, por qué eran tan nerviosos y agresivos. Aunque también había observado que eran muy juguetones y les gustaba correr. A la gata le gustaba verlos correr. ¡Qué bien corrían! Incluso dentro de aquellas piedras y sin verde bajo los pies, qué bonito era verlos correr, y saltar, y jugar. Entonces la gata se levantaba y andaba de un lado a otro arriba de las piedras, emocionada, deseando ser perro. Pero no cuando lo que quería era tumbarse y descansar, cuando quería disfrutar de la oscuridad y sus lucecitas, y aquella otra luz grande de la oscuridad, que crecía hasta hacerse redonda y descrecía hasta desaparecer. Entonces le gustaba mucho ser gata. Qué pena, de todas formas, que los perros y los gatos no pudiesen jugar, correr y descansar juntos. La gata bostezó. Qué le vamos a hacer, así son las cosas y no de otra manera.

Pero el próximo tiempo de luz no iba a ser como los demás. Algo extraordinario empezó a ocurrir; a medida que transcurría iban viniendo humanos y más humanos a ver a los perros. Siempre había ocurrido que, de vez en cuando, algún humano o familias de humanos venían y después de un rato se iban; a veces terminaban llevándose uno de los perros con ellos. Pero la gata nunca había visto tantos humanos venir a la vez.

Para cuando la gran bola de luz había terminado de surcar el alto azul y se estaba metiendo detrás de los bultos de tierras a lo lejos, y dentro de las filas de piedras apiladas ya se habían encendido las luces clavadas en palos, los humanos visitantes se habían llevado a casi todos los perros, las dos pequeñas gamberras incluidas. Sólo quedaron unos cuantos perros viejos, que casi no podían andar. La gata sintió lástima de ellos. Comprendió a dónde se habían ido los otros. Estos perros viejos, ningún humano los quería para llevárselos a vivir con ellos en sus cajas agujereadas dispersadas por el infinito suelo. La gata había visto perros detrás de otras filas de piedras apiladas, a veces en cajas muy altas, sacando la cabeza por fuera de los agujeros. A veces compartían el espacio con gatos. A veces los humanos tenían ratones, y ratas también.

Durante el siguiente periodo de oscuridad, por primera vez, la gata no pudo disfrutar de la negrura y sus pequeñas luces. El redondel blanco allí arriba no había comido en mucho tiempo y estaba delgado como una brizna blanca de verde. La gata se sintió sola, pero en lugar de buscar la compañía de otros gatos, que era lo que hacía cuando se sentía sola, decidió hacer algo que no había hecho nunca: saltó hacia dentro de la tierra encerrada y se acercó lenta y cuidadosamente a las grandes cajas de piedra donde los humanos habían metido a los viejos perros que quedaban, y quedaban tan pocos que cabían todos en una. Uno de los agujeros tenía el cristal abierto y la gata saltó dentro.

Los perros se movieron un poco, pero no se levantaron. Ni siquiera gruñeron. Estos perros ya no corrían ni jugaban durante el día. Uno de ellos levantó la cabeza para ver que pasaba y luego volvió a posarla en el suelo. Nada más. Eso animó a la gata a acercarse. El que había demostrado interés en ella le siguió con la mirada triste de los perros mayores.

La gata anduvo despacio, despacio, pasito a pasito, hacia él. El perro siguió mirándola tranquilamente. Por fin, la gata se paró cuando estaba ya muy cerca de la cabeza del perro y podía sentir su poderoso aliento moviéndole suavemente el pelo. Se quedó allí sentada. Siguieron contemplándose el uno al otro. La gata sintió compasión por el perro y sintió que la compasión era mutua. Aún así, por si acaso, no se tumbó junto a él. Después de un buen rato, el propio perro se arrastró imperceptiblemente hacia ella hasta que se tocaron. Entonces la gata se tumbó. Al principio fingió dormir, pero en medio de la negrura se acurrucó en el cálido vientre del perro y se durmió de verdad.

Muchos tiempos de luz y oscuridad se alternaron, durante los cuales, la gata vivió así, durmiendo con los viejos perros durante la oscuridad y observando sus pequeñas y escasas actividades durante la luz. A veces hasta les hacía compañía durante la luz también, ya que los humanos ahora sólo venían a sacarlos y darlos de comer cuando la luz subía y a darlos de comer y meterlos dentro cuando la luz bajaba. La gata bebía y comía de sus platos, y ellos le dejaban.

Cuando la gata observaba la tierra exterior desde arriba de las piedras apiladas, veía muchos más animales paseando por el verde que antes. Familias enteras de animales que no había visto nunca se acercaban hasta las piedras apiladas, olfateaban y miraban curiosos a la gata. Ella los observaba, también curiosa, pero se quedaba donde estaba. Qué criaturas más extrañas había de repente. ¡Y qué cantidad de ellas! ¿De dónde habían salido? Por el contrario, las familias de humanos que antes frecuentaban el verde habían desaparecido. Cuando la gata se iba a pasear lejos, hasta las bandas de suelo duro y oscuro que se calentaba demasiado con la luz, observaba a los humanos dentro de sus cajas a través de los agujeros de cristal. Sólo a veces, veía a alguno solitario paseando a un perro afuera. Las cosas habían cambiado. Para la gata no habían cambiado ni para bien ni para mal. Los tiempos de luz se fueron haciendo más largos y los de oscuridad, más cortos y cálidos, pero eso ocurría siempre por esa época.

De repente, todo cambió de nuevo más o menos a como era antes; si bien la gata ya casi se había olvidado de como era antes. Observó que volvían los humanos al verde y los extraños animales se iban hacia las tierras abultadas en la lejanía, de donde, ahora que lo pensaba, probablemente habían venido. También los perros volvieron a vivir entre las cuatro filas de piedras apiladas. No eran los mismos, pero parecía haber más que antes. Algunos ladraban y gruñían, y la gata lamentó no poder disfrutar ya de la compañía y el calor de sus viejos amigos. Buscó con la vista a las dos perritas que le solían ladrar, pero no les vio.

Cansada del ruido y el movimiento al que ya no estaba acostumbrada, la gata decidió saltar de lo alto de las piedras hacia el exterior y darse un paseo por el verde. Le apetecía andar hasta la gran banda de agua siempre en movimiento y tumbarse bajo su animal de madera preferido con sus muchos y grandes brazos mirando al agua; ahora su miríada de cositas verdes le protegerían de la gran luz. Quería oír el murmullo del agua, sentir su fresquito desde la oscuridad del animal de madera. Le gustaba mucho el calor, pero no todo el rato.

Cuando ya podía oír y vislumbrar la banda de agua, fue cuando vio a las dos perras. Las de toda la vida. Estaban cerca de su querido animal de madera. Una de ellas parecía haber encontrado algo en la tierra, la otra corría hacia su hermana. No habían visto a la gata todavía, que tomó una rápida decisión —siempre que se decidía lo hacía rápidamente—. Como una exhalación, corrió hasta su animal de madera y sin romper la carrera, trepó hasta uno de sus poderosos brazos que se extendían por encima de la banda de agua.

Sabía que las perras no se podrían subir al animal de madera, porque sabía que los perros no pueden subirse a la madera, de la misma manera que no se pueden subir a las altas filas de piedras apiladas por los humanos. Tumbada en el confortable brazo de su amigo enraizado, la gata estudió a las perras, que seguían concentradas en lo que estaba pasando en el suelo y ella no podía ver. Si se habían percatado de la presencia de la pequeña felina allí arriba, escogieron ignorarla.

Por fin, la gata pudo ver el objeto del intenso interés de las perras: una pequeña tortuga. Era una de esas con un caparazón plano, de las que había visto nadando como peces en la banda de agua o andando trabajosamente por la tierra fina de la orilla. Se dio cuenta de que la tortuguita estaba muy lejos de la orilla y parecía muerta; sus patas y cabeza estaban fuera del caparazón, pero no las movía ni hacía intento de meterlas dentro para resguardarse de la perras. Estas diablas han matado a la tortuga y se la quieren comer, pensó la gata. Pero la jornada todavía no había parado de darle sorpresas.

Después de una corta deliberación, una de las perras, la que era ligeramente más grande, empezó a intentar coger a la tortuga con la boca; le costó bastante, porque el animalito era muy plano y estaba pegado a la tierra. Además, la gata se dio cuenta de que la perra lo estaba haciendo con mucho cuidado, haciendo todo lo posible por no dañar a la tortuga. Cuando por fin consiguió sujetarla entre sus dientes, la perra anduvo hasta la orilla del agua, metió sus patas delanteras en ella, inclinó la cabeza y suavemente depositó la tortuga en la superficie. Entonces la gata bajó del animal de madera sin hacer ruido. Tenía que ver qué pasaba con la tortuga.

Se acercó a donde estaban las perras; no le quedaba más remedio si quería ver a la tortuga, las patas en tensión por si tenía que salir corriendo. Las perras se percataron de su presencia y la miraron de reojo, pero no se movieron, ni ladraron, ni tan siquiera gruñeron. Volvieron la vista al agua. La gata hizo lo mismo.

Allí estaba la pobre criatura, flotando panza abajo con las patas y la cabeza inanes. Súbitamente, empezó a moverse, primero las patas, luego la cabeza. Se le vio abriendo la boca para beber o decir algo. Luego, moviendo las patas enérgicamente se fue nadando agua abajo. Siempre sorprendía a la gata lo rápido que esas cositas podían nadar. Entonces se acordó otra vez de las perras y las miró. Las perras se acordaron de ella y la miraron. Los tres animales, con las patas flexionadas, listas para atacar o huir. Pero, después de un rato, cuando vieron que no pasaba nada, se fueron relajando.

Las perras, una vez más, parecieron deliberar entre ellas. La gata se aburrió y se subió otra vez a su amigo de madera. Después de dedicar a la gata un único ladrido cada una, las perras se dieron la vuelta y se marcharon. La gata pensaba que se las había encontrado en su camino de vuelta al hogar entre las cuatro filas de piedras apiladas donde habían estado confinadas antes, pero en eso también se había equivocado.

Las perritas siguieron su camino agua arriba, hacia los bultos de tierra en la lejanía, donde la gata sabía que no había filas de piedras apiladas por humanos, ni cajas agujereadas, ni comida en forma de pelotitas duras tres veces al día. Sólo la tierra, el verde, muchos, muchísimos animales de madera, pequeños y grandes, escuálidos y robustos, muchos con cositas verdes que pinchan en lugar de acariciar y que no se caen ni cuando hace mucho frío, también la banda de agua viajera, el enorme azul-oscuridad arriba, y los extraños animales de costumbres desconocidas.

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©Viviana Guinarte