
He tenido varios cuñados en mi vida pero ninguno con una vis cómica tan pronunciada como éste al que me refiero. Provisto de gran sentido del humor y férreo perseguidor de chanzas, o quizá también perseguido tenazmente por ellas, se caracteriza como nadie por ser el rey de la guasa y el equívoco. Hemos pasado grandes ratos oyendo de sus labios, y a veces también descritos por mi hermana, episodios que difícilmente tienen igual, que no pueden compararse con nada. Eso es algo propio de uno, intrínseco a tu ser, se tiene o no se tiene. Escuchándole contar estas historias a menudo se produce un chasquido, como un disparo, que te provoca la risa sin esfuerzo, desde lo más profundo, y ya no puedes parar porque has construido desde esa narración una imagen que te persigue; y ahora lo que te acorrala es algo visual y no puedes resarcirte. La carcajada, cuando no la incredulidad están servidas desde ese momento. A mí me sobrevienen en cascada y una vez que se desencadenan se extienden sin freno.
Hace algunos años y bromeando con el hecho de que iba muy a menudo a verles, mi cuñado se quejaba con un sonoro: ¡otra vez aquí! ¡se me ha hecho muy corto desde la última visita! o alguna cosa por el estilo. Ya acostumbrada de sobra como el resto de la familia a esas expresiones espontáneas las recibimos con guasa y algún comentario irónico, cambiando a otros temas enseguida. En una ocasión la broma coincidió en que yo estaba esperando a que me abrieran el portal y él en su casa pegado al telefonillo. Hola, soy yo; ábreme, por favor. Después de un interminable e indisimulado ¿quién es? sobrevino un ¡ah, eres tú!. Pues no te abro. ¿Cómo te voy a abrir?, que no. No quiero, valiente pesada. ¡Por supuesto que no te abro!. Yo me reía pero no les debía parecer broma a unos vecinos que ya se habían acercado mientras tenía lugar la disparatada conversación y lo estaban oyendo todo desde la entrada al portal. El tono pretendidamente enfadado y serio de mi cuñado no sé si fue percibido por sus vecinos porque tuve que decir algo azorada que estaba bromeando para que me abrieran; algo contrariados porque no me conocían de nada, accedieron a abrirme con la consiguiente explicación por mi parte de que se trataba de una burla muy antigua.
Afortunadamente este hecho coincidió con que mi cuñado se ablandó por fin y abrió también desde arriba. Agradeciendo el gesto de los amables vecinos y roja de vergüenza entré detrás de ellos excusándome por el contratiempo. Arriba ya pude contarle a mi cuñado que su broma acababa de traspasar las fronteras familiares porque había sido seguida de cerca por unos vecinos que habían oído todo lo que con respecto a mí había tenido a bien soltar por la boca y no estaba completamente segura de que hubieran percibido su ironía.
Otro despiste que me pareció muy visual, y me mantuvo mucho tiempo con una sonrisa dibujada en la cara siempre que lo recordaba, fue el que me contó en cierta ocasión una amiga. Ella siempre salía con la hora pegada para coger el tren que la llevaba a la universidad. El trayecto lo hacía siempre andando o corriendo, según fuera mejor o peor de tiempo. Cronometrado no llevaba más de ocho minutos, yendo rápido pero sin correr. Se había vestido a la carrera según me contaba y, ya en la calle, un transeúnte le para y le dice: joven, se le han caído las medias. A no ser que lleves unas en el bolso, generalmente las que tienes puestas no suelen caerse. Menos las de mi amiga. Una ristra de medias, de esas que llamamos pantis, de más de metro y medio iba haciendo su camino imperturbable detrás de ella.
No sé cómo dio las gracias al señor, y si le salió la voz debido a la vergüenza que me dijo que pasó, lo que sí sé es que tuvo que enrollar durante al menos un minuto ese inacabable reguero de espuma y atarlo o fijarlo a su pierna para seguir corriendo en dirección a la estación para no perderlas nuevamente por el camino. Me explicó que al ponerse el pantalón y cambiarse de medias, las de el día anterior debieron quedarse enredadas y fueron saliendo cómodamente mientras ella andaba. Esto, junto a que no te cierres bien el pantalón cuando sales del servicio o te dejes la falda atascada con la ropa interior, y vayas tan tranquila dando el espectáculo, son los problemas más embarazosos que puedo imaginar con este tipo de percances, aunque éste es bastante más divertido que los dos anteriores.
Y a vueltas de nuevo con la ropa interior y con mi cuñado también recuerdo otro percance que oí entre risas y que me contaba él cuando era aún reciente. Los fines de semana iba a correr al club mientras dejaba a mis sobrinos dando alguna clase para que ellos también tuvieran una hora de ejercicio al aire libre. Las mañanas de domingo suelen ser muy difíciles para activar a los niños aunque sea para realizar actividades que han sido pactadas con ellos de antemano. Llegan al sitio con prisas, corriendo, obligados por el horario y a menudo enfadados. La mitad de los disparates y despistes vienen como resultado de una desafortunada interacción entre esos grandes conocidos; y mientras van saliendo niños, bolsas y bultos varios, algunas cosas que deben quedar dentro salen díscolas y otras que se necesitan no aparecen o se olvidan, e incluso se pierden.
Pues algo así debió pasar en aquella circunstancia pues, como de la nada, debió colarse un calzoncillo que acabó, como si ese fuera su lugar natural, como si siempre hubiera vivido allí, en el estrecho hueco que había entre el coche y la acera. Rápido como un resorte y nervioso por tan incómoda visión, creyendo que venía de su bolsa abierta y medio caída después de la salida en tropel de los niños, devolvió al coche con un gesto implacable a la vez que disimulado tan comprometida prenda para seguir con el resto de sus actividades. Al relatarnos después los pormenores de tan incómoda situación aseguraba con la mirada alucinada del que no cree lo que ha pasado ¡que no eran suyos!, ¡que no sabe cómo habían llegado ahí!, parece ser que luego encontró los suyos convenientemente preparados al fondo de la bolsa con el resto de utensilios para la ducha y tampoco acierta a comprender cómo los confundió con los de fuera y por qué extraña casualidad se había producido el equívoco. Incrédulo se preguntaba si estaban allí de antes y otro junto con él, confundidos ambos en el espacio-tiempo de lo irreal, hubieran intercambiado moléculas y objetos incoherentes en un baile imposible con ese curioso resultado. Sorprendido y asustado por el propio fluir de sus pensamientos y de nuestras risas convinimos en pasar a otro tema aunque la expresión divertida de nuestras caras aún tardó un buen rato en olvidarse.
Petu, 6 de junio 2022

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