La niña y la gata

No sé por donde tirar, no sé de qué tirar

Las luces cambian,

Las nubes se levantan.

Sentadita me quedé,

De repente, me levanté.

Que caiga un chaparrón encima del ladrón

Y abra los cristales del espejo.

Llevaba varios días diciéndose que tenía que salir de su habitación. Lo empezó a ver como una responsabilidad que tenía que asumir, como pedir comida a su madre, llevar los platos a la cocina, lavarse los dientes, o responder a sus amigos en las redes. Sus padres ya no le decían nada, porque sabían que no servía de nada, que incluso empeoraban la situación insistiéndole. Una vez a la semana la niña salía al comedor a comer en familia. Se sentaba a la mesa envuelta en su manta preferida de pies a cabeza, como si hiciese mucho frío y la calefacción no funcionase. Era julio.

Ese día, un miércoles, decidió que al día siguiente iba a salir. Le dio la noticia a sus padres brevemente y se dio media vuelta enseguida para no ver sus caras de sorpresa y alivio, para no oír sus cansinas preguntas. Pero no pudo evitar oírlas ni responderlas (¿Mañana jueves? Sí mamá, hoy es miércoles, mañana es jueves ¿Y a quién vas a ver? ¿A qué hora? ¿Dónde era que vivía?). Esa tarde se duchó en preparación para el día siguiente. No dejarlo todo para mañana.

El jueves amaneció soleado, como el día anterior, y el anterior al anterior. En su cama la niña oyó los pájaros chiquitines cantar, como todas las mañanas… Y un día más les envidió el entusiasmo con el que se daban la bienvenida nada más comenzar el día. Con un gran esfuerzo de voluntad, se levantó y se puso la ropa limpia que había preparado el día anterior. Estaba siguiendo las sencillas instrucciones de un vídeo de youtube sobre como vencer la pereza en 20 segundos (“haz que lo malo sea difícil de conseguir y que lo bueno sea fácil de conseguir”). 

Iba a ver a una amiga que vivía junto a la estación de tren: Elsa, la única amiga que quería ver en persona. Por suerte, era la que vivía cerca. Decidió que desayunaría con ella algún bollo empaquetado de la tienda de los chinos junto a la estación. Si desayunaba en casa, aumentaba las posibilidades de cambiar de opinión y volver a meterse en su habitación. Le pesaría el estómago, sus padres le empezarían a hacer preguntas… No, había que hacer lo difícil lo más fácil posible.

“¡Me voy a ver a Elsa!” exclamó la niña desde la puerta trasera. Suspiró al oír a su madre andar deprisa por el pasillo hacia ella. Su madre la miró con esos odiosos ojos maternales, mezcla de alegría y terror. 

“Uf,” dijo. “Vas demasiado abrigada. Hace calor.”

“Bueno mamá, me voy,” declaró la niña, dándose la vuelta para salir.

“¿Llevas el móvil?”

“Sí.”

“¿Está cargado?”

“Claro, mamá”.

“¿A qué hora vas a volver?”

La niña salió al patio.

“No sé, como a las ocho o así.”

“¡A las ocho! ¡O sea que vas a comer con Elsa!”

“Sí, en su casa”.

“Vale, pero no vuelvas más tarde de las ocho ¿Eh? Y contesta si te llamo.”

“Hmmmm.”

Cerró la puerta del patio tras ella con un sonoro portazo metálico. Era la única manera en la que se podía cerrar, pero le oprimió el pecho. Pobre mamá, pensó, qué mal la trato. Con lo buena que es, y lo que me cuida. 

Anduvo calle abajo y le sorprendió lo fácil que era eso: andar afuera, mover las piernas para desplazarse, con zapatillas de deporte en los pies, encima del asfalto. El cuerpo lo sentía un poco extraño, pero no hasta el punto de producirle ansiedad. Tampoco fue difícil asumir el vasto espacio exterior después de tanto tiempo. Las casas, los gatos, fácil. Alguna persona con la que se cruzó de vez en cuando sí le puso un poco nerviosa. Cada vez que pasaba alguien, sacaba su teléfono del bolsillo y lo miraba; un acto reflejo que le confortaba. Unos cuarenta minutos le llevaría llegar a la casa de Elsa junto a la estación de tren. Andando en la dirección correcta, por el camino conocido, se estaba poniendo lo difícil, fácil.

La gata blanca miraba la noche a través del cristal de la ventana. Con sus ojos aguamarina veía la penumbra geométrica la casa vecina, los bultos negros de las colinas en el horizonte. El cielo estaba iluminado por la luna creciente, casi llena, alta. La gata subió la vista para mirarla de frente y se quedó hipnotizada un instante, hasta que su pupila se tornó una esquirla, entonces movió su cabeza hacia la izquierda, hacia la terraza junto a la puerta de su casa; la mesa redonda de piedra y los bancos de piedra en torno a ella, iluminados por la luna. ¿Cuándo volverían los suyos a sentarse ahí? ¿Cuándo volvería el ser que la cuidaba a entrar por esa puerta? Hacía ya mucho tiempo que no estaban, hacía ya mucho tiempo que estaba sola en la casa. No podía salir. De vez en cuando venía un ser que le dejaba salir un ratito. No le daba de comer primero, para que luego volviese, el ser no era tonto, pero la gata tampoco era tonta; por mucho que le disgustase estar encerrada, no quería perderse, y no quería que cerrasen la casa y quedarse fuera hasta vete tú saber cuando, y tener que buscar comida vete tú a saber donde, y terminar perdiéndose la vuelta de sus seres queridos, sobre todo la de su ser más querido, el que más la quería a ella, el que la alimentaba, acariciaba, sostenía en su regazo.

La gata se puso a cuatro patas y estiró la espalda bajando el pecho y levantando el culo, la cola en el aire. ¿Qué era peor, estar encerrada sin seres ni amigos, o ser libre otra vez y no tener casa? Todavía se acordaba de cuando era más joven y vivía en la calle; fueron tiempos muy difíciles. No quería volver a ellos. Era peor no tener casa, hogar de verdad, con manta, comida y agua. Faltaba el ser querido. Faltaba el cariño. Se había acostumbrado a él durante mucho tiempo. Bostezó. Mejor dormir. Se acostó allí mismo, en el amplio alféizar interior de la ventana. Era verano y no hacía frío. La luna le haría compañía. Pronto soñó con el ser querido, con su abrazo, sus palabras suaves, su mejor comida, su agua más fresca. Ronroneó y el sonido vibró en el hueco de su cuerpo y en el hueco de la casa vacía, haciéndolos uno.

La niña corrió y corrió. Corrió lo más rápido que pudo. Maldijo su suerte, porque, aparte de todo lo demás, se le había caído el móvil del bolsillo del pantalón al zafarse de sus asaltantes. Se maldijo a sí misma por no haber hecho nada de ejercicio durante los últimos meses. Se prometió a sí misma que, si salía de ésta, haría ejercicio todos los días. Haría running, como le llamaban estúpidamente sus amigas, como si no hubiera una palabra en castellano… Pues incluso running haría, como estaba haciendo ahora. Lo que hiciese falta. Si salía de ésta. Rogó a Dios también, por primera vez, en su inestable agnosticismo. Una oración muy sencilla, porque cuando corres por tu vida, el pensamiento no te da para más. Por favor Dios, por favor, por favor, por favor. Se imaginó una tormenta lanzando rayos encima de sus perseguidores. Sálvame, sálvame, sálvame. Se imaginó que tenía alas y la dejaban volar, volar, volar.

De repente, vio que la calle asfaltada viraba a la derecha y que de frente se tornaba en un camino de tierra. Siguió por el camino de tierra sin saber a dónde iba, sin saber porqué. El camino dio a un tramo corto de escaleras de piedra, y las escaleras a una gran terraza de piedra iluminada por la luna casi llena. Estoy atrapada, pensó la niña. Si los monstruos me han visto entrar aquí, estoy perdida, no tengo salida a no ser que me tire… Llegó al final de la terraza y miró por la barandilla de metal hacia abajo, no era muy alto. Se atrevió a mirar atrás, nadie venía. El edificio pegado a la terraza parecía abandonado. Todas las luces apagadas, las contraventanas echadas. Excepto justo al lado de la barandilla, había una ventana sin contraventanas, era de esas corredizas y la hoja más cercana estaba abierta unos cinco centímetros. Sin pensarlo, alargó el brazo y empujó la hoja para ver si se abría más. Aunque estaba algo dura, consiguió abrirla del todo. Por ahí podría caber, pensó la niña. Agarrándose al alféizar externo con la mano derecha primero y luego con las dos, se puso de rodillas sobre la barandilla. Con el corazón en la boca, se puso de pie sobre la barandilla y aferrándose al marco de la ventana, consiguió ponerse de rodillas sobre el alféizar. Si me hago daño, pensó, me hago daño, pero si pienso, será peor. Se tiró de cabeza al interior de la casa y cayó al duro suelo embaldosado, reprimiendo un grito de dolor.

Se golpeó algo la cabeza, pero sobre todo el hombro, la muñeca y la rodilla derechas. Sin reparar en el dolor, se levantó y cerró la ventana, prestando atención de no hacer ruido. Luego se puso de rodillas en el suelo y gateó fuera de lo que resultó ser una pequeña cocina. Siguió a gatas por el pasillo. Las puertas de todas las habitaciones estaban abiertas y pudo ver que estaban en casi total oscuridad, todas las contraventanas cerradas, la luz de las farolas de un lado, la luz de la luna del otro, filtrándose por las rendijas, con la excepción de la habitación al final del pasillo a la izquierda, de donde la potente luz lunar entraba a raudales, proyectándose en el suelo de baldosas blancas. De repente, la niña vio salir una forma de esa habitación y por un momento se le paró el corazón, hasta que percibió que era la forma de un gato, el cual se paró al final de pasillo. Se quedaron los dos seres a cuatro patas, mirándose fijamente. Finalmente, el gato dijo “¡miau!”. La niña no dijo nada. Se puso en cuclillas y buscó por toda la casa por si había alguien. Era demasiado temprano para que la gente se hubiera ido a la cama, pero nunca se sabía, sobre todo si eran muy mayores. No había nadie en la casa y no parecía haber sido habitada en mucho tiempo, por el olor a cerrado, a antiguo, que se respiraba. Decidió no encender ninguna luz, suponiendo que hubiese electricidad, por miedo a que la delatase si sus perseguidores estaban cerca, pero buscó un teléfono en las distintas habitaciones, el gato siguiéndola de cerca. Encontró uno en la sala de estar, pero no había línea.

Cuando por fin salía de casa, le pasaba esto. Por eso no salía, porque podían pasar estas cosas. Ese había sido la idea fulminante que le había venido a la mente cuando aquellos hombres desconocidos la habían intentado atrapar en la estación. Pero hecha un ovillo en el sofá de aquella casa oscura y solitaria, con un blanco gato arrebujado junto a su vientre, su mente empezó a calmarse, como las aguas de un río que se remansa después de un tramo de rápidos. Escuchó el exterior del edificio una vez más, comprobando si habían sonidos sospechosos. Todo parecía en calma; un coche que pasaba por la carretera del lado norte de la casa, un autillo en un árbol del lado sur, con su familiar canto, monótono, hipnótico. El ronroneo del gato junto a ella. Nada más. También pudiera ser que sus perseguidores no la hubiesen perseguido, y estuviera todo en su mente. Agarrarla sí la habían agarrado, entre dos. Meterla en el coche sí la habían intentado meter. Eso su mente no lo había inventado.

No obstante, la niña seguía dudando ¿Y si el haber estado encerrada en casa en lugar de haber prevenido que le pasasen cosas malas, no había hecho sino precipitarlas? Esa idea le pareció extrañísima, pero no se disolvía; ahí se quedaba, suspendida en la oscuridad, como un jirón de luz reflejada de la luz reflejada de la luna. Se estaba quedando dormida, eso es lo que estaba pasando. Y antes de dormirse siempre se le ocurrían cosas muy extrañas. No por ser extrañas eran tonterías, claro. Claro de luna. ¿Y si había sido una irresponsable por no salir, hacer ejercicio, tomar el sol… comprometerse con la vida. ¿Y si era una especie de reacción de la vida? Los humanos tenían que ejercer de humanos, como los árboles tenían que ocuparse de ser árboles y los autillos, autillos. Por culpa de su falta de compromiso con su condición de humana, ahora sus padres estarían sufriendo un calvario.

El gato se puso patas arriba y estiró una de sus patas delanteras, con la que tocó el pecho de la niña. Ella le acarició la pancita y el gato se estiró por entero. La niña le tocó abajo para comprobar… Era una gata. Se preguntó si tenía nombre, y ¿Dónde estarían los dueños de la gata? ¿Dónde estarían los dueños de la casa? ¿Serían los mismos o la gata se había colado en el hogar cerrado y estaba allí de okupa, igual ella?

Esperaría a la salida del sol y luego se iría a su hogar. Durante el día las calles estaban llenas de gente y era más difícil que los perversos hiciesen sus perversidades y los pervertidos sus perversiones. Había que ponerles difícil lo fácil. Sabía que sus padres ya habrían llamado a la policía y no dormirían en toda la noche, los pobres, pero sería mejor volver sana y salva a la hora de desayunar que arriesgarse a salir ahora y que la pillasen los perseguidores de la estación, u otros nuevos. Siguió acariciando la panza suave de la gata; sintió como si estuviera acariciándose a sí misma. Por fin, se cansó y paró, dejando su mano descansar encima de una de las patas, para no poner peso sobre la panza. Así es como hacía con su gato Jesse, el cual estaría dormitando ahora en su cama, preguntándose donde estaría la niña que siempre estaba allí. Pues ahora la niña estaba aquí. Y la niña se durmió.

El día amaneció soleado y con el entusiasmo de siempre. Pronto la fuerte luz del sol de verano se coló por las rendijas de las contraventanas de la sala. Dos grandes ventanas tenía la sala, cuatro contraventanas, muchas rendijas. La niña abrió los ojos y se acordó inmediatamente de sus circunstancias. La gata seguía durmiendo pegada a ella en el sofá. ¡Tenía que irse a casa ya! No podía prolongar más el sufrimiento de sus padres y la búsqueda de la policía. Se empezó a sentir culpable de no haber regresado directamente la noche anterior. Empezó a dudar de haber hecho lo correcto. Se incorporó y la gata saltó al suelo. La niña miró la puerta de la casa, por si la llave estaba allí, pero no estaba, probó la puerta, por supuesto la llave estaba echada. Fue a la cocina, encontró un vaso en los armarios, se sirvió agua del grifo del fregadero dejándola correr un poco primero, enjuagando el vaso; agua sí había. Bebió dos vasos uno detrás de otro. Vio en el suelo junto a la ventana dos cuencos de metal vacíos. Uno tenía restos de croquetas de gato, el otro nada. Echó agua en el cuenco que no tenía nada y la gata inmediatamente su puso a beber. La niña estaba muerta de hambre. La puerta de la nevera estaba abierta, dentro estaba apagada y vacía. Miro en los armarios, pero sólo vio un paquete de pasta y otro de arroz; nada que ni ella ni la gata pudiesen comer. 

Saldría por donde había entrado, no quedaba otra. Acarició a la gata diciéndole: “adiós, muchas gracias por la compañía, gatita preciosa, que todo vaya muy bien, pronto vendrán a darte de comer”. Se le hizo un nudo en el vientre al decirlo, porque no sabía si era verdad. Deslizó la hoja de la ventana corrediza y, ayudándose de un taburete que había en la cocina, se subió de rodillas al alféizar de la ventana, le dio vértigo al mirar abajo y casi se cayó. Miró a la izquierda hacia el patio elevado por donde había llegado y siguió el proceso inverso a la noche anterior. Vaciló muchas veces antes de reunir el coraje para poner la pierna derecha encima de la barandilla y luego propulsarse con los brazos contra el marco de la ventana. Le resultó mucho más difícil salir del edificio que entrar. Lo consiguió al final, acordándose de sus padres, de Elsa, de Jesse. Desde el patio, ya sana y salva, la niña se dio la vuelta y vio a la gatita blanca de ojos verdes, sentada en el alféizar de la ventana. Se dio cuenta entonces de que tenía manchas color arena en la cara y los ojos eran azules.

¿Debía cerrar la ventana? ¿Dejarla como la había encontrado? ¿Con sólo una rendija? No era su gata, no podía llevársela y dejar a sus dueños sin ella. La niña miró al frente y empezó a andar hacia el final del pasillo, hacia las escaleras, olvidándose de cerrar la ventana. Su casa estaba todavía a media hora de camino.

La gata maulló y desde la ventana saltó limpiamente al patio; siguió a la niña y la niña suspiró. Bueno, pensó, que venga y luego ya veremos qué hacemos. La tendría que coger en brazos cuando tuviesen que cruzar la carretera. Esperemos que Jesse no se enfade cuando la vea, pensó. Vendré de vez en cuando a ver si han vuelto los dueños… Miró a su alrededor. Todavía no había gente andando por la calle. Bajó la mirada hacia la gata, y en ese momento la gata alzó la mirada hacia ella. Se entendían muy bien, como si se conociesen desde hacía mucho tiempo. La niña cogió a la gata, que se dejó. Pobrecita que la habían abandonado en una casa abandonada. La niña se sintió agradecida de no haber sido abandonada, de no vivir en una casa abandonada, de no haber sido secuestrada y llevado a la otra punta del mundo o vete tú a saber que barbaridad aquellos hombres le tenían deparado. No quería ni pensarlo, pero sabía que había escapado a un espantoso destino. Miró a su alrededor. Por alguna razón, era un día especialmente bonito, con una luz que hacía al mundo precioso. Como varios tesoros de Ali Babá juntos. Se acordó de dar gracias a Dios, al universo, a la vida, por las alas y la fortuna que le habían prestado la noche anterior. La gata ronroneó en sus brazos y la niña renovó su entusiasmo al andar.

Vivi, 13 marzo 2022

©Viviana Guinarte, 2022