Gracia

P de pequeña (a), Vivi 2021

Hoy era el cumpleaños de su madre. O el día del nacimiento de su madre, si se tenía en cuenta que su madre había fallecido hacía veinte. Se decía así ¿No?: El aniversario del nacimiento de… Pero no, esa pomposa expresión se reservaba para la gente famosa, y su madre no había sido famosa, ni pomposa. El caso es que todos los años, el día del cumpleaños de su madre Gracia hacía algo especial, distinto a lo que hacía todos los días, en honor a su madre. ¡Viva mamá!, pensó. Curiosa expresión, pensó. Su madre estaba muerta, pero, ¡Viva mamá! Como ¡Viva Zapata! Aunque estuviese muerto.

Tomando su primer café de la mañana se le ocurrió que podía mirar las fotos de familia, algo que no había hecho desde hacía años. Sacó la vieja lata de fotos del armario de la salita y con ella bajo el brazo, Gracia abrió la puerta del jardín y se sentó en los escalones. Puso la lata en su regazo y la miró sin abrir, como quien hace una pregunta.

Siguió vigilando la lata de fotos, el dibujo de flores desgastadas, las líneas de óxido que formaban ya parte del dibujo. Más que vieja, la lata era antigua. Había pertenecido a su madre desde que su madre era niña. Al principio, cuando se compró en la tienda vete tú a saber donde, llevaba polvo de chocolate dentro; después, cuando se acabó el polvo de chocolate, se limpió cuidadosamente y fue la lata de los hilos de coser y de la cinta métrica y del alfiletero. Cuando Gracia heredó la lata, ya quedaban pocos hilos y pocas ganas de coser por lo que trasladó ese oficio del pasado a una caja más pequeña, y metió en ella el pasado familiar en forma de fotos, que ocupaba bastante.

La mujer levantó los ojos un momento para mirar al jardín. Le llamaban jardín porque estaba en las inmediaciones de su casa y estaba rodeado de un muro. Pero ¿era realmente un jardín? Su hijo había hecho la observación recientemente de que aquello no era un jardín, porque había mirado la definición de jardín en Google y ponía que era un “terreno en el que se cultivan plantas y flores ornamentales”. Ahora, observándolo, Gracia pensó “bueno, plantas y flores hay”. Era un jardín, concluyó, cultivado por la naturaleza, ornamentado tal y como a ella le daba la gana. Vio en ese momento un negrísimo mirlo con un pico muy naranja posándose en una de las baldosas del camino a la verja, la única baldosa que todavía se podía ver entre la maleza. El tipo de jardín preferido por los pájaros, pensó Gracia. Inspiró hondo, exhaló fuerte, el mirlo se echó a volar. 

Abrió la lata. Las fotos de arriba eran de la familia más reciente en su vida: sus hijos, su marido… Cuidadosamente, metió la mano derecha dentro de la lata por uno de los lados hasta alcanzar el fondo de la misma. Pinzó una de las fotos entre el pulgar y el índice, y la sacó a la luz. La miró. Conocía esa foto. Era su madre el día de su primera comunión. Le dio un vuelco el corazón. ¡Qué guapa era su madre! ¡Y cómo nunca dejó de ser niña! Ese último pensamiento cogió a Gracia por sorpresa; nunca antes había sido consciente de ello, pero era verdad: su madre fue niña incluso dentro de su cuerpo de adulta. ¿Podía decir lo mismo de sí misma?

Le dio la vuelta a la foto. Efectivamente, tal y como recordaba, allí estaba el mensaje que el padre de su madre le había escrito: “En recuerdo de este sagrado día de tu primera comunión, te deseo que te conserves siempre en este estado de pureza y candor. Tu padre, Francisco”.

Su madre había odiado ese mensaje y así se lo había hecho saber a su hija, y su hija lo había odiado con ella en solidaridad emocional e intelectual. “Tu abuelo era un fanático religioso”, le explicó su madre en repetidas ocasiones. “Todos los días, salía de casa a las seis de la mañana para ir a misa. Siete días a la semana, recorriendo el camino campo a través hasta la iglesia. Y cuando volvía comía tres comidas en una. Sí, comía una vez al día. Y luego se encerraba en su habitación y pasaba el resto del día allí, rezando y leyendo la Biblia y el Nuevo Testamento. No le hacía caso a tu abuela, ni la ayudaba en nada, ni en la casa, ni en la huerta… Y como la mísera pensión de militar que tenía tu abuelo no daba para alimentar a la familia, tu abuela se partió la espalda trabajando la huerta, y vendiendo las verduras y las frutas en el mercado del pueblo”.

Gracia levantó los ojos de la foto con la niña ataviada de blanco vestido, blancos guantes, blanco rosario, blanco misal y blanca limosnera. Su mirada se fijó en la enorme celinda que había en su jardín-selva, cuajada de flores, también blancas. 

Reflexionó sobre aquel paternal mensaje. Si separaba esas palabras del hombre que las había escrito, si obviaba su religiosidad, y el intrínseco espíritu puritano, crítico, anti-sexual ¿Qué tenía todo eso de malo? ¿Qué había de malo en la pureza y el candor? Viendo la celinda y su extraordinaria flor blanca, sencilla, sincera y perfumada, no se le ocurrió nada.

Quizás su madre y ella habían interpretado mal las palabras del padre y abuelo Francisco. Quizás no era malo desearle a nadie una vida abundante en pureza y candor. Sobre todo teniendo en cuenta que la pureza y el candor también podían ser sensuales (siendo las blancas flores de la celinda un claro ejemplo de ello). 

¿Cuántas interpretaciones se podían dar a las palabras? Gracia lo sabía bien por su propio nombre. Solía odiarlo también, porque los niños se metían con ella cuando era niña: “Jaja, qué gracia das, Gracia!, le decían”. “Gracia, tienes que dar las gracias”, le decían. Pero luego más tarde, en clase de religión empezó a oír la palabra gracia en relación a Dios. La gracia de Dios, decía el profesor. Sus compañeros soltaban risitas cuando oían eso. En el recreo reían abiertamente: “Jaja, Dios es gracioso”, cuchicheaban, por si el profe de religión andaba cerca. Gracia se reía con ellos, porque a ella esa idea también le parecía graciosa. Pero sabía bien que la gracia divina quería decir otra cosa, una cosa muy seria y muy grande: la benevolencia y la generosidad desinteresadas que impulsan la creación e imbuyen a todo ser viviente. 

Desde que entendió eso a su manera de niña, le gustó su nombre. Hasta que un día le preguntó a su madre por qué le había llamado Gracia. Su madre le explicó con una sonrisa de orgullo y bochorno que venía de su actriz preferida: Grace Kelly. Grace era gracia en inglés pero, claro, no le iba a poner un nombre en inglés. “La gente no lo habría entendido y lo pronunciaría mal, y más en aquellos tiempos en los que la gente pronunciaba los nombres de los actores extranjeros tal y como se escribían,” dijo riéndose. “Encima los niños se habrían burlado de ti. Ya sabes como son”. La decepción de Gracia fue profunda. Vaya, el nombre de una actriz de Hollywood. Traducido al español, encima.

Suspirando de nuevo, la mujer se puso en pie. Aunque todavía era temprano ya se estaba cociendo allí fuera en lo que iba a ser un caluroso día de junio. De todas formas, necesitaba otro café y algo de comer, que todavía no había desayunado. Entró en la casa. Le envolvió la frescura y la penumbra. No sintió la presencia del marido, que seguiría fuera, vagando deprimido por los campos. Sí sintió la presencia de los hijos, adolescentes enfadados y confusos,  durmiendo todavía en cama. La náusea del remordimiento le retorció las tripas. ¿Sería su culpa que los demás a su alrededor no fuesen felices como ella? ¿Estaría acaparando toda la felicidad disponible en su inmediatez? ¿Por qué su felicidad no contagiaba a sus seres queridos? 

Miró el pasillo oscuro que daba a las habitaciones. Al final del pasillo a la izquierda estaba el hueco sin puerta que daba entrada a la cocina. De ahí venía un halo de luz sin mucho convencimiento. También de ahí y también débil vino el tañido de algo pequeño, como un utensilio de metal. Gracia se imaginó a un ratón golpeando un cacito con una cucharilla. Un ratón colorao que se pasaba a sus tres gatos por el forro. Dio un paso para adentrarse en el pasillo y de repente le alcanzó un perfume familiar, que no obstante no supo identificar. Siguió andando por en el pasillo y el perfume se intensificó. También la luz al final tomó fuerza. Cuando llegó a la cocina vio que sí había una puerta. Una vieja y gruesa puerta de madera dividida en dos mitades, la de abajo y la de arriba, pintada de verde, como la puerta de la casa de su niñez. La mitad de arriba estaba abierta de par en par, la de abajo estaba cerrada con el pestillo. Gracia corrió el pestillo, preguntándose por qué estaba colocado de este lado y no del lado de la cocina. Cuando abrió la puerta vio el porqué: donde estaba su cocina estaba lo que en su familia llamaban el alboio, es decir, el porche, y más allá, el jardín de su infancia. Vaya, pensó Gracia, hacía tiempo que no tenía una experiencia mística o extrasensorial. Desde hacía por lo menos dos décadas. Esperaba que fuese algo más larga que la última, que había durado sólo unos segundos. 

P de pequeña (b), Vivi 2021

Atravesó el alboio hasta el jardín donde empezaba el estrecho sendero que lo atravesaba hasta la cancilla del fondo. A la izquierda vio el primero de los muchos frutales que estaban en el jardín: un naranjo. Ese era el perfume que la invadía, el de las flores del naranjo. Sintió la presencia de su abuelo Francisco en el árbol. Recordó cuando el abuelo se subió al naranjo para cogerle una naranja de lo más alto, y se cayó al suelo con un catapúm de todo su cuerpo y una fuerte exhalación por la boca. ¡Cómo se rió la niña! Mamá y la tía Amelia salieron corriendo de la casa. ¡Cómo se asustaron y se enfadaron con el anciano por haber intentado semejante locura! ¿Y tú? Le riñeron a la niña ¿Qué haces riéndote? Pero la niña no se sintió mal: el abuelo no se murió ni se rompió nada, y le dio la naranja, que era lo que los dos querían. Gracias abuelo.

La mujer vio el pozo al lado del naranjo; el pozo que daba el agua más rica que había bebido en su vida. Apoyada en el pozo, vio la pequeña bicicleta blanca; la primera bicicleta que tuvo. Se la compró el abuelo. Llegó un día del pueblo con ella. La puso en el alboio apoyada en sus ruedines y dijo a la niña: Para ti. Mamá y la tía Carmen salieron a ver, y se asustaron y se enfadaron: el abuelo Francisco la había comprado sin consultar. Se había gastado la pensión del mes. Pero, claro, la niña estaba loca de felicidad, y no devolvieron el regalo. El abuelo sostuvo la bici por detrás mientras Gracia la montaba recorriendo el estrecho senderito hasta la cancilla del fondo.

La mujer volvió a su cocina. Ya no estaba en el alboio de suelo desgastado y tejado desvencijado. Miró hacia atrás y ya no había puerta en su cocina, ni de dos hojas ni de ninguna. Sólo el hueco por el cual entró su marido, que se sorprendió al verla.

“¿Dónde estabas?” preguntó con cara enfadada. “Me estaba empezando a asustar. Te he estado buscando por todas partes. Pensé que te había pasado algo”.

“No me ha pasado nada”, respondió la mujer. “Y he estado aquí en todo momento”.

Vivi, 23 diciembre 2021

©Viviana Guinarte, 2021


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