
Esta es una anécdota que contaba mi padre hace ya mucho tiempo y que se me quedó grabada por lo absurdo de la situación, cada vez que me acuerdo la visualizo, la recreo y vuelvo a sonreír. Siempre fue un hacha para convertir cualquier escena en una comedia y tenemos multitud de ejemplos en los que revelaba su personal forma de entender el mundo, de interactuar con él y de explicarlo, todo ello adornado también de innumerables despistes.
En alguna ocasión, siendo él joven, vino a Madrid un tío suyo así que fue a recogerle; quizá se tratara de la Estación del Norte pues venía de fuera, pero no recuerdo el sitio concreto. Por lo que contaba llovía a mares así que, provisto de un paraguas, se cuidó mucho de que el recién llegado no se mojara. Solícito como ninguno lo abrió y siguieron andando evitando que aquella tromba de agua afectara lo más mínimo a su tío. En un momento dado decidieron ir en metro un trayecto y bajaron con determinación las escaleras, compraron los billetes y probablemente atravesaron, si no todo, gran parte del andén hasta que decidieron cual era el sitio que más les convenía para esperar la llegada del metro.
Supongo que charlando de sus cosas un buen rato después y, visiblemente contrariado, su tío no pudo más y afeando la conducta de los compañeros de andén que, incrédulos y socarrones miraban sin disimulo, comentó indignado:
– Y digo yo, ¿qué le importará a esta gente si quieres llevar el paraguas abierto dentro del metro o no? ¿Por qué tendrá la gente que meterse en la vida de los demás de esta manera? No lo entiendo dijo, haciendo más que evidente su enfado.
Fue entonces, según contaba mi padre, cuando cayendo en la cuenta del despiste, se decidió por fin cerrar el paraguas advirtiendo por primera vez que hacía ya mucho rato que ni su tío ni él parecían necesitarlo.
Petu, 7 diciembre 2021
